En 2003, Leonardo Di Carlo egresó como Médico de la Universidad Nacional de Córdoba y, visitando a pacientes terminales que sufrían la soledad y la pobreza, sintió “el llamado de Dios”
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Leonardo Di Carlo ríe a carcajadas cuando le hablan sobre su parecido -por lo menos fonético- con Leonardo Di Caprio. “Si me ven, se desilusionarían…”, bromea este sacerdote de 46 años a escasos metros del altar de la parroquia San Pedro y San Pablo, en el departamento San Martín, Mendoza.
Va y viene con viejas fotografías de su historia y una sonrisa serena, mientras agradece cada uno de sus pasos hasta llegar a este presente que define como “pleno e inmensamente feliz”.
Nació en Rivadavia, a 60 kilómetros de Mendoza capital, el 29 de septiembre de 1976, y desde muy niño despertó su vocación por la Medicina. Tal vez de tanto admirar a Beatriz, su madre, que era instrumentadora quirúrgica y pasaba el día en hospitales.
Terminó la secundaria en una Escuela Técnica. Egresó con título de Maestro Mayor de Obras y su trabajo final fue, precisamente, proyectar la construcción de un hospital.
Seis años después se recibió de médico de la Universidad Nacional de Córdoba. No dudó en elegir la especialidad de Ginecología y Obstetricia, siempre intrigado por el milagro de la vida, aunque, aclara, “no desde una perspectiva religiosa”.
“Siempre me llamó la atención la formación de un bebé, cómo crece y se forma dentro del vientre. Siendo un estudiante avanzado fui ayudante de cátedra en Histología, Embriología y Genética, una materia maravillosa”, evoca, para recordar que obtuvo su título académico el 4 de marzo de 2003 e inició la residencia en el Hospital Materno Infantil de Córdoba, centro de referencia de la región.
Sin embargo, durante toda la carrera Leonardo cumplió una misión muy espiritual, dedicando horas a visitar enfermos en hospitales públicos. Pacientes pobres, terminales, que atravesaban sus internaciones en la más absoluta soledad.
“No solo con diagnósticos muy duros, si no además carenciados, marginados. La tristeza en esas miradas siempre fue un puñal para mí y me cuestionaba qué podía hacer, qué remedio existía para esas situaciones, de qué modo podía yo contribuir a mejorar esas vidas”, relata.
Generalmente visitaba a los enfermos de noche y siempre había una historia desgarradora detrás de cada uno.
-Leonardo, ¿fue allí cuando surgió el llamado de Dios?
-Un día, un médico me explicó que existía un límite en la profesión y que si deseaba avanzar en lo espiritual debía pensar en ser sacerdote. Sus palabras me impactaron, sobre todo porque tenía novia y anhelaba una familia numerosa. Fue paradójico, porque al mismo tiempo solía frecuentar la Iglesia Catedral de Córdoba. Tenía 23 o 24 años y me ofrecieron dar la eucaristía a los enfermos terminales. En ese entonces se había puesto de moda la medicina paliativa. De algún modo sentía que mis dos vocaciones estaban relacionadas.
-¿Cómo siguió adelante?
-Mientras finalizaba la carrera médica iba peregrinando por barrios muy periféricos de Córdoba hablando con la gente, intentando darles una palabra de aliento, ofreciendo la eucaristía. Me di cuenta de que la parte espiritual de las personas era y es trascendente.
-¿Cómo fue el período de discernimiento?
-Resultó un proceso. Hubo una figura clave, la José María Arancibia, que entonces era obispo de Mendoza. Le manifesté lo que sentía. Había sido un buen estudiante, tenía trabajo en el hospital y cierto prestigio, porque recibía el cariño y el respeto de mis pacientes. Recuerdo a profesionales maravillosos que fueron grandes referentes en la especialidad. Hoy, ya desde otro lugar, suelo llegar a lugares recónditos, alejados y muy pobres y siguen consultándome por temas de salud que trato de subsanar.
-¿Cuándo inició su vida en el seminario?
-Poco después de realizar mis primeras armas en Medicina. Regresé a Mendoza e ingresé en 2003 al seminario Nuestra Señora del Rosario de Bermejo, en Guaymallén. Intenté estar atento a lo que me dictaba el corazón. Cuando tuve que dar el salto recibí muchas palabras en contra, me decían que era un desperdicio, una pérdida de tiempo, que iba a malograr lo que había vivido y, sin embargo, me animé a darlo sabiendo que no iba a estrellarme y que Dios me iba a guiar. Fue un camino largo, de más de nueve años, lapso en el que me convertí en el médico generalista del lugar. Los visitadores médicos me traían medicamentos y recetarios, una gran experiencia.
-¿Cuándo se ordenó, finalmente?
-El 17 de marzo de 2012 y fue el mismo obispo Arancibia quien me ordenó. Llevo 11 años de felicidad y plenitud en este camino que elegí sin arrepentirme jamás. Mi primer destino fue la parroquia Nuestra Señora de Luján de Cuyo, en Luján, y luego pasé a la iglesia Nuestra Señora del Socorrro, en el departamento de Tupungato, en ambos casos como vicario parroquial. Desde 2016 soy sacerdote en San Martín.
-¿Por qué suele señalar que volvió a las fuentes?
-Porque entre las muchas tareas que realizo en la parroquia, soy asesor del grupo “Grávida”, que promueve el respeto y el cuidado responsable de la vida desde su concepción. Ayudamos y acompañamos a las embarazadas en dificultades para fortalecerlas en su maternidad, alentando su promoción y desarrollo integral. También colaboro con la Pastoral de la Vida, que promueve cuidar la existencia en todas sus etapas.
Una gran alegría con la flamante titularización docente
El viernes pasado, en el Instituto 9001 de San Martín, con cinco jurados de la Dirección General de Escuelas (DGE), Leonardo logró otro gran objetivo: titularizar sus horas en los Institutos de Formación Docente N° 9001, del departamento de San Martín y 9021 de Junín, para las materias Salud Pública y Neurofisiología.
También da clases en la sede Mendoza de la Universidad Católica Argentina (UCA) donde es profesor adjunto de Neurofisiología, Ética y Deontología Profesional, Teología y Moral.
“La docencia significa para mí un don, una vocación y un regalo, sobre todo por el hecho de poder compartir con aquellos que vienen a buscar el conocimiento y el saber, personas que tienen sed de aprender”, sostiene.
“Convivo con estudiantes con diferentes realidades sociales y muchos de ellos no comparten la misma fe. Algunos son agnósticos; otros cristianos evangélicos o judíos y, para mí, es un gran desafío ayudar a hacer crecer, a prosperar. Mi tarea docente traspasa las barreras del aula, sobre todo cuando dedico tiempo a escuchar al otro, a tratar de entender lo que siente. Creo que no tomamos conciencia de la importancia de escuchar”, continúa.
Relata que muchos llegan al aula con heridas, problemas familiares, sufrimientos. “Y cuando uno presta el oído se genera una gran oportunidad de dar una mano. El solo escuchar transforma al otro”, reflexiona.
Para este sacerdote de mirada franca y sonrisa permanente, la verdadera vocación aparece luego de una búsqueda que todo ser humano debería experimentar.
“Soy un hombre feliz y trato de compartir la felicidad con aquellos que están a mi alrededor, ya sea en una parroquia, un aula, un grupo de embarazadas o de madres vulnerables…”, concluye.
Una madre presente y abuelos incondicionales
Hijo de Raúl, fallecido, y de Beatriz, jubilada, Leonardo tenía 8 años cuando sus padres se divorciaron y su papá se mudó a San Juan.
Debido a que su madre hacía jornada completa, fueron sus abuelos maternos, Mirta y Oscar, quienes cumplieron un rol muy importante en su crianza y también en la de su hermano menor, Adrián Di Carlo, diseñador y, en la última edición de la Fiesta Nacional de la Vendimia, jefe de Vestuario y Maquillaje.
“Mi familia es muy pequeña y todavía tengo la suerte de tener a mi ‘nonna’ Mirta, de 87 años, quien fue un pilar fundamental junto con mi abuelo. Ellos trabajaban fuera de su casa, él en una bodega; ella en una tienda, pero al mismo tiempo se ocuparon de nosotros cuando mi madre no pudo”, recuerda.
“Si pude estudiar y formarme fue, en gran parte, gracias a ellos, por eso estoy eternamente agradecido. La figura paterna que me faltó, Dios me la regaló en otras personas, en mi abuelo, por ejemplo. Siempre fui un buscador de lo bueno; de la verdad, he sido inquieto intelectualmente y por eso aproveché muchísimo el tiempo en la escuela y en la universidad, no para hacer crecer mi ego ni para vanagloriarme, sino para compartir como ser humano las herramientas que fui adquiriendo”, advierte.
Hoy, asegura, su vocación religiosa lo lleva a oficiar misas en lugares “increíbles” donde todos los días sigue aprendiendo algo nuevo: escuelas, hospitales, descampados, barrios humildes y bonitas capillas, enumera.
Y finaliza: “Llego a lugares alejados y escondidos y siento que puedo volcar allí mis dos vocaciones porque, más allá de que no ejerzo la Medicina, siempre intento poner el ojo en las personas que tienen un problema. En ellas encontré un aprendizaje”.
Asegura que Dios le dio herramientas que sabe aprovechar en estos tiempos tumultosos y de tanto sufrimiento.
“Tender una mano resulta muchísimo más liviano cuando se hace desde la fe”, concluye.
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