La adoptó de cachorra para que se criara junto a su hijo; fue su compañera incondicional por 14 años.
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El veterinario se lo había anticipado: Luna ya estaba muy mayor, tenía problemas cardíacos y el desenlace sería inevitable. Antes de despedirse, le apretó el hombro y le indicó algunos medicamentos para que sus últimos meses fueran tranquilos y sin sobresaltos.
Había llegado a la casa de los Isla cuando con pocos meses de vida. “Mi hijo Lucas tenía apenas dos años. Queríamos criarlo junto a un perro, de la misma manera en que yo había pasado mi infancia. Publicamos un aviso y rápidamente obtuvimos respuesta. Nos anunciaron que alguien tenía una perra de raza Bóxer con cachorritos de casi un mes de vida y no podía criarlos, por eso los ofrecía a quien los deseara. Fuimos hasta su domicilio a pedirle uno, como eran varios nos permitió elegirla”, recuerda Mario Isla.
Luna no tardó demasiado en adaptarse a los ritmos de su nuevo hogar. Cuidaba a su hermano humano mientras Mario estaba fuera de casa. Pero, en cuanto el cruzaba la puerta, prefería seguirlo y continuar la jornada a su lado. Al llegar, él se encontraba siempre con su fiesta, con su alegría de volver a verlo, sin reprochar nada. Se notaba que había esperado todo ese tiempo para vivir los maravillosos cinco minutos que yo le dedicaba como un ritual de bienvenida.
“Con mi hijo y conmigo no tenía límites, se sentía muy libre. Si estaba la puerta de casa abierta, ella miraba desde el umbral hacia adentro. Si le decíamos mamá no está, avanzaba con toda confianza y se subía a los sillones. Cuando escuchaba el auto, o le decíamos viene mamá, se levantaba y buscaba la puerta para salir. Es que cuando llegaba mi esposa, Sandra, parecía que Luna sentía que se encontraba en presencia del alfa. La respetaba mucho y comenzaba a portarse bien”.
Siempre estaba atenta a lo que hacía la familia al interior de la casa. Tenía su cucha grande y confortable en el jardín del chalet donde viven los Isla en la ciudad de Bariloche. Pero su lugar favorito era el quincho -que también hacía las veces de cochera-. Allí dormía con Púas, el gato, en el lugar donde pasan los caños de agua caliente de la calefacción. Juntos disfrutaban de la losa radiante, era muy difícil sacarla de ese lugar.
Había hecho buenas migas con ese gato de carácter fuerte que le hacía honor a su nombre. Dormían juntos, jugaban a perseguirse, se cuidaban y defendían mutuamente. Si venían gatos vecinos, Púas sabía que contaba con Luna para que se alejaran. Si eran perros los que invadían el territorio, ella ladraba y él corría detrás como apoyo logístico.
Pero, sin lugar a dudas, el mejor momento del día para Luna llegaba cuando veía a Mario con ropa de gimnasia. Expresaba su alegría con saltos y ladridos, muy excitada mordía las zapatillas de su humano, mordía al gato y a todo lo que se le cruzara por delante. “No dolía, eran mordiscos llenos de cariño. Tanta felicidad significaba que empezaríamos nuestro paseo diario”.
Hace más de 40 años que Mario es instructor de esquí. Por eso, Luna lo acompañaba en sus entrenamientos. Juntos caminaban o corrían por la ladera del cerro que está muy cerca del barrio, paseaban por los senderos rodeados de abundante bosque de lengas, ñires, lauras, cipreses, maitenes y mucho pino nuevo, también un soto bosque casi impenetrable, lleno de cañas colihues y arbustos de toda clase. Solo ella se animaba a incursionar entre esos matorrales, pero nunca perdía de vista a Mario. Sabía muy bien por dónde estaba él. “Siempre sentí su presencia al lado mío y… si se oscurecía el cielo, yo tenía que seguirla, ella veía por mí”.
Cuando aparecía alguna de las pocas personas que frecuentaban la zona porque entrenaba, juntaba leña o simplemente paseaba, Luna sentía que su obligación era cuidar a su humano. “Se pegaba a mí como para que yo le enganchara su cadena, inflaba todos los pelos de su lomo y emitía ladridos muy fuertes que la hacían mostrarse como perra muy mala. La gente se alejaba con cierto miedo y yo tenía que explicar mientras la sostenía bien tirante: perdón, me está cuidando, siente que es su trabajo”.
Luego volvían a estar solos y ella movía la cola contenta como para que Mario la acariciara reconociendo su eficiente labor. Después la soltaba, para que corriera con toda libertad. “Parecía que de eso se trataba el juego, como si me dijera entre pregunta y admiración: ¿Viste cómo los asusté? ¿Viste cómo se alejaron de nosotros? Y una sonrisa se dibujaba en su rostro”.
“Fue un angelito de cuatro patas”
Luna pasó sus días en compañía de Púas, en la tranquilidad del hogar y sabiendo que había sido amada. “La encontramos caída al medio del patio sin ninguna reacción, la toqué y la sentí muy fría. Mi esposa aceptó llevarla en el auto. La idea era llevarla a esos senderos del bosque, por donde me había acompañado siempre. Cavé una fosa profunda y envolvimos el cuerpo con su manta de dormir. Quedó bien tapadita al costado del camino. Imaginé que no estaría sola, seguro que ya son muchos los perros enterrados por ahí. Volvimos a casa en silencio y el único comentario que se nos ocurría, era que pasaría mucho tiempo para volver a tener otro perro. Creo que la voy a extrañar mucho. Porque se puede echar de menos a un animal, ¡claro que se puede! Y, si alguien no entiende, no tengo problema en explicarle”.
Mario dice con lágrimas en los ojos que la extraña, fue su compañera inseparable durante los últimos catorce años. Creció junto a su hijo, al que también cuidó con devoción compartiendo juegos y aventuras en la plaza del barrio y en el bosque. Lucas ya es adolescente y prefirió no ver el funeral, pero sabe en qué lugar descansa en paz su amiga incondicional.
“Estará siempre en nuestros corazones. Vamos a recordarla en cada rincón, en cada árbol y en cada curva del sendero. Luego de que falleció, salí a pasear por todos esos lugares y sentí su presencia. Las sensaciones más extrañas, seguro que fueron las de los perros vecinos, que me miraban pasar y no ladraban, observaban en silencio como esperando a mi compañera, para ladrarle y gritarle a través del cerco expulsándola de su territorio. Llegué a casa y, al cerrar la puerta pensaba que las últimas tres cuadras fueron tan silenciosas que extrañé mucho el alboroto. Vi su cadena colgada con el collar vacío, caminé hacia el patio de atrás, ahí estaba la cucha construida por mi padre. Miré adentro y encontré su hueso artificial, el que masticaba para no aburrirse. Pero quedaba algo más, Algo que se veía más al fondo, introduje mi mano y lo saqué. Era el trapo con su olor y sus pelos, lo que alguna vez había sido un paño limpio, elegante y bien perfumado. Pensé en lavarlo muchas veces hasta recuperarlo, pero lo dejé ahí, para que solo el tiempo se encargue de limpiarlo y alivianar mi tristeza… Luna fue un angelito disfrazado de perra bóxer que eligió estar conmigo toda su vida. No sé dónde irán los perros cuando fallecen, pero cuando yo me muera… me gustaría ir ahí”.
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