Ávila, Segovia, y Toledo comparten muchos elementos en común. Son ciudades medievales amuralladas, todas quedan en un radio de 100 kilómetros respecto de Madrid y por sus calles, palacios e iglesias (todas tienen catedrales notables, por cierto) se encuentran huellas del Siglo de Oro, el momento histórico español en el que la convivencia pacífica entre cristianos, judíos y musulmanes llevó a una expansión y un florecimiento de las artes, las letras y la ciencia en todo el territorio. Además de todo eso, cuentan con otra peculiaridad que las iguala: a pesar de que se las suele promocionar en los circuitos turísticos como de ida y vuelta en el día desde la capital española, las cuatro ofrecen riquezas maravillosas que hace que valga la pena estirar, aunque sea durmiendo una noche allí, la estadía.
Toledo: magia en la tierra de El Greco
La primera palabra que viene a la mente ante la vista de Toledo que se percibe desde la A-42, la que conecta directamente con Madrid luego de 74 kilómetros, es "magia". En el acceso, El Miradero (con estacionamiento propio y un excelente lugar para dejar el auto, considerando que luego las calles se hacen angostas hasta lo imposible y sufren numerosas restricciones de tránsito que para el volante inexperto se convertirán indefectiblemente en multa), permitirá sostener esa sensación de irrealidad: desde lo alto, se obtiene una vista bicromática, con el naranja y el terracota que caracterizan a las casas de toda la ciudad de un lado y el verde que define al río Tajo y a los parejos campos circundantes del otro.
La cercana Plaza Zocodóver, animada y movida, puede ser el punto de partida para iniciar un recorrido que estará salpicado de medievalismo: las espadas y los cascos estarán a la altura de cualquier otro suvenir en todos los locales comerciales y a metros de la Catedral, por la calle con el maravilloso nombre de Hombre de Palo, hay una exposición sobre brujería. La principal iglesia de la ciudad es en sí misma un museo: tiene 19 piezas de El Greco, un Goya y una bóveda maravillosa, obra de Luca Giordano, que algunos locales gustan de equiparar con la Capilla Sixtina.
A la salida, un recorrido por las callejuelas de la antigua judería (con numerosos azulejos dispersos por el suelo que tienen la palabra hebrea "jai", que significa "vida") lleva a las dos antiguas sinagogas que pueden visitarse: El Tránsito y Santa María la Blanca. Esta última, convertida en iglesia luego de funcionar como templo judío en el siglo XII, conserva algunos elementos arquitectónicos "escondidos" de su pasado hebreo, como la Estrella de David que permanece en una de las paredes superiores. El recorrido lleva luego ha en el Museo de El Greco. A pesar de que los carteles indicadores aseguran que se trata de una "casa museo", la realidad es que el artista no vivió allí: todo es una reconstrucción hecha por el Marqués de Valle Inclán –estimó cómo eran las casas de la época y armó una a imagen y semejanza- con el objetivo de rescatar la obra tardía del pintor fallecido en la ciudad en 1614.
Las sorpresas mágicas están a la orden del día: en la confitería Santo Tomé, ubicada en la calle homónima, se aloja "el Quijote de mazapán más grande del mundo" certificado por Guiness. Un detalle no menor en estas tierras de Castilla – La Mancha. Enfrente, la vidriera de El Café de las Monjas hace honor a su nombre y está repleta de muñecas vestidas como hermanas religiosas efectuando diferentes actividades. Y un negocio de artesanías común y corriente como El Pozo de los Aseos oculta en su subsuelo un espacio arqueológico árabe del siglo X, disponible para todo aquel que compre primero una chuchería.
El punto ideal para el recorrido terminar –"terminar" es una forma de decir: cuanto más se camine, más magia se descubrirá- es exactamente donde empezó: en la terraza del Hotel Boutique Adolfo, en plena Plaza Zocodóver y con vista al magnífico alcázar de cuatro torres que corona la ciudad.
Ávila: la muralla perfecta
Es la más lejana de las cuatro: se ubica a 106 kilómetros de la capital. También es la que provoca la sensación más clara de haber viajado en el tiempo: su muralla prácticamente intacta, sus calles de piedra, sus innumerables palacios… El visitante siente como si de verdad hubiera desembarcado de un portal que lo depositó en plena edad media. Un solo símbolo de modernidad rompe la perfección de la magia (para bien): estacionar un auto es fácil, porque el lugar es muy amplio, y barato, ya que el parquímetro cuesta 15 centavos de euro por hora.
El recorrido conviene hacerlo lento y con paradas: en el restaurante El Viejo Marqués se pueden probar las carnes locales –hay una intensa actividad ganadera en la zona- y en el Palacio Sufraga, un café en esos jardines maravillosos con vista a la historia. El Palacio Rey Niño alberga una moderna biblioteca que sorprende por lo concurrida y garantiza al visitante un baño público cómodo e higiénico.
La Catedral, como no podía ser de otra forma en estas ciudades, es monumental. La entrada cuesta 6 euros e incluye una magistral audioguía para niños con juegos, desafíos y curiosidades que mantiene a los más pequeños –como puede verse a lo largo de todo el recorrido- interesados como si estuvieran en un parque de atracciones. Santa Teresa de Jesús, patrona de la ciudad, es omnipresente: su nombre y su figura aparecen en diferentes puntos del templo y su manuscrito La Paciencia ocupa una de las paredes.
Ya fuera de la Catedral, también se puede ubicar el Convento de Santa Teresa, el sitio donde aparentemente habría nacido, y la Parroquia de San Juan Bautista, donde, según la placa de la pared exterior, fue bautizada el 4 de abril de 1515. "Luego hizo 7.000 kilómetros en carreta por toda España para llevar la palabra de Dios e inauguró conventos en distintos puntos: el primero que fundó fue el de San José, en Segovia", cuenta un hombre de casi 90 años que vive junto al Convento de Santa Teresa.
"La" visita, no obstante, es el recorrido por la muralla. Hay dos tramos, uno pequeño al que se accede por la Plaza Adolfo Suárez, el sitio donde estaba ubicado el alcázar que fue incomprensiblemente demolido entre 1927 y 1931 para construir el Banco de España. El segundo acceso, que recorre casi todo el perímetro del casco antiguo, es por la antigua Casa de las Carnicerías, devenida en oficina de turismo. Desde arriba se ven los jardines de los palacios si se mira hacia el interior (en un punto específico, se ve una suerte de terreno baldío repleto de tumbas y fragmentos de columnas romanas) y la Plaza del Mercado Grande, con las mesas listas esperando comensales, si se observa hacia fuera. Las referencias históricas son claras y numerosas y enriquecen mucho el paseo.
La última parada puede hacerse en la Plaza del Ayuntamiento, donde abundan los bares tras sus galerías con arcadas, o en Los Canales o Los Patios de la Catedral, dos restaurantes con mesas al exterior que dan directamente contra los paredones de la Catedral y de la muralla.
Segovia: del acueducto al alcázar
La Calle del Acueducto es una peatonal anchísima con soportales en uno de sus laterales que la hacen ideal para continuar la recorrida aún en días de lluvia. El nombre de la arteria es preciso: el trayecto culmina en la Plaza de Azoguejo, donde se ve un impactante fragmento de un acueducto romano que data del siglo II: 167 arcos, 28 metros de altura en su segmento más alto y 15 kilómetros de largo, en buena parte en excelente estado de conservación.
Segovia se ubica a menos de 90 kilómetros de Madrid y el acueducto es solo el principio de una inmersión histórica que atravesará diferentes épocas. Por la calle Cervantes, también peatonal, se llega a Duque Maestro Asador de Segobia (así, con "b"), un restaurante de 1895 que, por su estética, da al visitante la sensación de que en cualquier momento podría aparecer El Zorro. El cercano Museo Cervantes rinde homenaje al notable escritor, mientras enfrente, el Mirador de la Canaleja ofrece una panorámica absoluta de los alrededores.
La caminata continúa con otros restaurantes históricos (La Casa del Abuelo data de 1890), con las aterradoras rejas exteriores de la antigua Cárcel Real (hoy reconvertida en Casa de la Lectura) y con curiosidades como el artista callejero que se ubica justo frente a la Iglesia de San Martín: toca una canzonetta en un acordeón con sus manos mientras con sus piernas mueve una marioneta que a su vez tiene un acordeón –que suena de verdad- y lo acompaña en la musicalización.
La Calle de la Judería –donde se ubica un Centro Didáctico donde se explica cómo vivió la comunidad judía en esta ciudad a lo largo de los siglos- desembocará en la Catedral, conocida como "La Dama de las Catedrales" por sus dimensiones. Se trata de una de las pioneras de estilo gótico en España y para visitarla hay que pagar 3 euros (7 para aquellos que también quieran subir a la torre). En el subsuelo tiene una pinacoteca muy interesante.
A la salida, rumbo al alcázar, se atraviesan el Convento de San José o de las Descalzas (el que fundó Santa Teresa en 1574) y el Barrio Canongias, con casas muy antiguas (algunas del siglo XII), donde todo parece abandonado. Un botón de muestra: en la Plazuela Juan Guas una placa anuncia que allí vivió el pintor norteamericano Maurice Fromkes, pero la propiedad está casi en ruinas y un cartel anuncia: "Venta de cuatro pisos de lujo".
Y si el acueducto es impactante por su tamaño y su estado, el alcázar no le va en zaga: el palacio fortificado tiene forma de proa de barco y está ubicado en uno de los extremos de la ciudad, por lo que domina todo el panorama en varios kilómetros (de hecho, se lo ve desde la ruta desde muy lejos). Sus orígenes se remontan hasta 1122, cuando aparecen los primeros documentos que lo mencionan. El foso y el puente levadizo alcanzan para conmover a los amantes de las historias medievales, aunque por media decena de euros se pueden visitar todas sus salas interiores.
A unos kilómetros más: Córdoba, la de los tesoros infinitos
Arrancar el día desayunando en el Hotel Hospes Palacio de Bailío de Córdoba, tiene un impacto especial: debajo del piso transparente hay una casa romana de, se estima, el año 70. "Se supone que era un domus, una vivienda cercana a la zona patricia, y tiene el mosaico más grande y antiguo encontrado en España en una casa", cuenta Alberto Pérez, director del establecimiento.
De eso se trata visitar Córdoba: de producir los propios descubrimientos. A 396 km de Madrid, está más lejos que las anteriores, pero vale la pena. La cantidad de tesoros en la ciudad es tan profusa que dos visitantes pueden abandonarla habiendo realizado dos recorridos totalmente diferentes.
Hay algunos puntos ineludibles, es cierto. La Mezquita-Catedral, por ejemplo: su historia religiosa se remonta hasta el siglo VI, cuando allí se consagró la basílica San Vicente Mártir. En el año 786 el terreno fue apropiado por los musulmanes, que construyeron allí su mezquita reutilizando parte de los materiales. Con las posteriores ampliaciones, alcanzó los 24.000 metros cuadrados y se convirtió en la segunda más grande de todo el mundo en su época, superada únicamente por La Meca. Cinco siglos más tarde, un nuevo cambio de mano: los cristianos reconquistaron la ciudad en 1238 y utilizaron el predio para consagrar allí la Catedral. El visitante accede al patio infinito y maravilloso y luego, por diez euros, al interior en el que el estilo mudéjar se mezcla con el arte cristiano, donde las huellas de sus distintos dueños quedaron plasmados en paredes, capiteles y suelos. Un vitreaux con el dibujo de una flor deja pasar la luz del sol y produce un efecto lumínico indescriptiblemente bello y colorido sobre una de las columnas.
Otro imperdible es el Palacio de Viana, con sus doce patios extremadamente floridos y cargados de elementos arquitectónicos y ornamentales que se puede recorrer de punta a punta gracias al mapa-guía que te entregan en la puerta (la entrada cuesta 5 euros). El alcázar de los reyes y las callejuelas amuralladas que dan al barrio judío –donde están el monumento al sabio hebreo Maimónides y la maravillosa sinagoga con diseños mudéjares y antiguas inscripciones en hebreo- completan el cuadro de visitas obligatorias.
Pero luego, cada viajero descubrirá lo que le resulte más llamativo: el cine de la Plaza Fuenseca que tiene una puerta de entrada antiquísima, la farola de la calle Juan Rulfo con un poema escrito en uno de sus vidrios, las ruinas romanas ubicadas junto al Ayuntamiento, la maravillosa Taberna La Piconera que tiene sus puertas abiertas desde 1930, el Triunfo de San Rafael junto a la
Puerta del Puente, que invita a recorrer a pie unos cien metros y atravesar el Guadalquivir, tan verdoso como el Tajo, o el Teatro Góngora, ubicado en la comercial Calle de Gondover, cruzada a su vez con medias sombras para facilitar las caminatas en jornadas de sol intenso.
La capacidad de sorpresa debe estar siempre en el máximo punto de atención, porque nunca se sabe dónde aparecerá el próximo tesoro. "Muchas de las riquezas arqueológicas que hoy el hotel expone a los visitantes las encontramos durante trabajos de restauración: estaban tapiadas o cubiertas con otros materiales", cuenta Pérez.