Cuando el mundo tecnológico sucumbe a la épica
El horror y la erudición crearon la Tierra Media. Fueron las barrosas trincheras de la Primera Guerra Mundial –en las que J. R. R. Tolkien vio caer a casi todos sus amigos– donde un mundo de elfos y de orcos comenzó a germinar en la aturdida mente del futuro escritor. En los claustros de Oxford, adonde volvió tras sobrevivir a la contienda, sus avanzados estudios lingüísticos hicieron el resto: una mitología entera surgida de la fantasía dieron cuerpo a El Silmarillion, esbozado en rústicos cuadernos bajo el tronar de los cañones, a El Hobbit y finalmente a El Señor de los Anillos . La clásica saga inspiró a generaciones de lectores durante décadas, pero su traslado al cine la convirtió en una parte esencial de la cultura popular de este siglo.
Uno de los lectores conmovidos por la épica de Tolkien creció en Bayonne, un pequeño poblado de Nueva Jersey, en los años 50. Su padre era estibador y en la vivienda social que compartía la familia no había más lujos que algunos pocos libros, suficientes, sin embargo, para alimentar la mente y el espíritu. Uno de aquellos títulos era El Señor de los Anillos y cuando cayó en las manos del lector adolescente el impacto fue inmediato. "Cuando muere Gandalf –recordaría muchos años después– el suspenso del libro se multiplica por mil porque entonces cualquiera podía morir". Si un día se convertía en escritor, se prometía en aquellos años de privaciones, mataría personajes súbitamente para aumentar la tensión de la trama. Aquel joven lector que efectivamente se convertiría en autor se llamaba George Raymond Richard Martin y escribiría Canción de hielo y fuego, la historia que convertida en serie de televisión esta noche revelará su desenlace en un capítulo final que mirarán millones de personas alrededor del planeta.
Imprevistamente, la fantasía medievalista y la mitología de best seller ocupan en esta época el lugar de la ciencia ficción que intentaba anticiparnos el futuro en las últimas décadas del siglo XX, cuando el año 2000 parecía una frontera, el umbral a un mundo de viajes espaciales y adelantos técnicos. Poco podían imaginar autores como Ray Bradbury o Philip K. Dick que, al terminar la segunda década del tercer milenio, estaríamos en vilo por una historia de dragones, clanes y tronos, que la épica de un pasado –y no un futuro– inventado dominaría la cultura popular en un mundo tan alejado ya de aquellas trincheras sangrientas donde Tolkien dibujaba monstruos e inventaba lenguas. Isaac Asimov, que escribió tanto de dragones como de robots, se sentiría a gusto en este tiempo donde la épica medieval convive con la fría tecnología que lo domina todo. Es un presente que solo él podía imaginar.
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