Cuando filmar es nadar en el mar
En esa parte del mar todo es silencio. Cada tanto, el viento trae los murmullos de la costa, eso que ahora son puntos negros, apenas un trazo difuso. Un hombre levanta su brazo de cara al sol, dos, tres segundos en el aire y lo sumerge. Luego el otro, con la misma rítmica. Doscientos, dice en una exhalación. Se mueve nadando y los conteos de las brazadas siguen. Entonces, se detiene. Los brazos envuelven una boya. Otro hombre llega a la par, también la toma. Los dos flotan. De a poco, empiezan a hablar y las risas se multiplican como eco en el mar abierto.
Los nadadores son amigos. Llevan décadas de ir juntos hasta ese lugar marcado por algo que flota; a veces puede ser un bidón, aunque ellos siempre le dicen la boya. Por eso, La boya es el título de la última película de Fernando Spiner, tal vez la más personal, que cuenta una vida de amistad con Aníbal Zaldívar, y también, su propia historia con Villa Gesell, con su padre, el cine, la poesía. Y siempre, el mar.
La película (estrenada este jueves y que se verá en el Malba a partir del domingo próximo) es sobre la amistad entre un poeta que vivió su vida en esta ciudad, Zaldívar, y el amigo que a los veinte se fue a Roma a estudiar cine, Spiner, pero vuelve. Uno podría haber sido el otro. Cuando se conocieron, a los 12, los dos vivían en Gesell y querían entrar al mar profundo. Desde aquellas primeras entradas, siguieron haciéndolo juntos. Una o dos veces al día, cada verano y en otras estaciones, saltan las olas picadas y nadan largo hasta la boya.
Muchas líneas atraviesa esta película, la cuarta de Spiner; antes filmó La sonámbula (1998), Adiós querida luna (2004), Aballay, el hombre sin miedo (2010). A su regreso de Italia, había trabajado en tevé; dirigió Zona de riesgo (1992-1993); la miniserie Bajamar (se estrenó en 1998); el principio de Poliladron, y los 120 capítulos de Cosecharás tu siembra. También, videoclips, a fines de los 80, donde conoció a Fito Páez y a Luis Alberto Spinetta, con quien filmó –también en Gesell– un cortometraje: Balada para un Kaiser Carabela. Por esa necesidad de volver al mar, La boya es también Lito Spiner, el padre farmaceútico que un día, ya grande, pero decidido, vendió la farmacia y se dedicó a escribir, a pintar. La poesía está en toda la película: en la mirada y en las tomas, en los poemas de Alfonsina o Viel Temperley desde las voces de Analía Couceyro o Daniel Fanego, en el libro de poesía de Lito, Caballo en el mar, en la sutileza de la música de cuerdas que compuso Natalia Spiner, hija del director. Pero también La boya es eso que algunos artistas eligieron hacer: irse de la ciudad para continuar su obra cerca del mar. En el film aparecen otros influenciados por la marea, como Guillermo Saccomanno, Juan Forn, Ricardo Roux.
–¿La película nació ahora o hace rato que está en vos?
–Hace muchos años que con Aníbal tenemos ese ritual. Es algo que pulsa mi verano. No voy a otro lado, sí a Gesell para nadar con él. Es, cada vez, una experiencia muy hermosa y verdadera, porque él realmente hace esas charlas sobre la poesía y el mar que aparecen en la película. Cuando llegamos, nos quedamos hablando. Y Aníbal me dice: "Hoy tengo pensado hablar de una poeta uruguaya, Idea Villariño, que tiene una poesía, ‘El mar no es más que un pozo oscuro’. Cada vez que estamos ahí, pienso que es increíble. Está atravesado por una épica, la de ir hasta ahí. Es un gesto que me llena de vitalidad. Y también está el cine, parte de mi vida. Hace siete años le empecé a decir a Aníbal que hiciéramos una película con eso. Siempre es un poco peligroso, porque hacer una película de tu vida; tu vida, vivila. Pero a la vez, era tan poderosa la idea.
–¿Cómo empezaste a darle forma?
–Cuando salíamos del mar, íbamos al bar del balneario y nos quedábamos escribiendo esta película dos, tres horas, mientras tomamos el cafecito con la pasta frola de la tarde y veíamos el atardecer. Después de tres años de hacerlo y encontrarle su formato, no sabíamos si era una película. Me compré una camarita para el agua y empecé a ir nadando como subjetiva mía. Empecé a grabar conversaciones; al principio eran un poco impostadas y después nos olvidamos que yo entraba con la camarita en la cabeza. Antes de filmar, sentí que el guion que teníamos estaba bien, pero quería profundizar este experimento de una película sobre hechos reales, actuada por no actores, que son los verdaderos protagonistas. Quería una trama –soy un fanático de la ficción–, que fuera un relato atrapante, que tuviera aristas. Pensé en un gran amigo escritor, Pablo De Santis, con el que ya había hecho Bajamar, diciéndole si lo podía ver. Un jueves, le escribí. El viernes viajé a una feria en Puerto Madryn, el sábado me golpearon la puerta de la habitación y era De Santis: los dos en el mismo hotel de Puerto Madryn. Tenía que ser.
De Santis lo ayudó a encontrar una trama, que se basó en las cuatro estaciones: cada temporada une los viajes entre la ciudad y la costa. "La ruta 2 es como el living de mi casa", bromea Spiner, a quien sus padres llevaron de muy niño a vivir de Barracas a Gesell. Según dice, así como el cine está "muy atravesado por el azar", su vida también. Cuando tenía 13 años, pescaba con su padre en el mar y apareció una orca a trescientos metros. "Luego pasé 23 años de mi vida soñando que estaba parado en la orilla y muchas orcas pasaban nadando. Era un sueño recurrente". Cuando Natalia, su única hija, tenía meses, recién llegaba a Gesell (una vez más) y decidió ir a la playa: 20 orcas nadaban muy cerca de la orilla. "Y yo con mi hija en brazos. Fue increíble. Cambió el viento y se levantó una sudestada. Y no volví a soñarlo más. Hay algo en el vínculo con la naturaleza, con el cosmos. Un poco como mi amigo entiende la poesía, somos parte de un todo que nos supera".
–¿Sobre qué dirías que es la película?
–Está atravesada por una verdad tan grande que en el proceso aparecieron cosas. Charlaba con mi amigo y él hablaba de mi padre: quería hacer una película sobre Aníbal, que podría haber sido yo, y mi amigo traía a mi papá y la película se termina transformando en un reencuentro con mi padre a través de su poesía. O sea que potencia la gran idea de la película, que cualquier persona puede trascender a través de la expresión artística. Porque en definitiva, eso es lo único que te salva.
–¿De qué manera el mar está en vos?
–Cuando estudiaba en Roma, al principio no tenía dinero. Después conseguí trabajo, entré a la escuela. Tenía un motorino que iba a 35 km por hora y cada dos semanas, hacía 40 km hasta Ostia, que es el lugar más cercano a Roma donde hay mar. Llegaba y me quedaba dos horas mirándolo. A qué nivel el mar está en mi vida... Hay una canción de Pino Danielle, uno de mis músicos favoritos italiano, que se llama ‘El que tiene el mar’. Dice muchas cosas, entre ellas: "El que tiene el mar, lleva una cruz". Estás condenado al mar. Y yo lo siento así.
El mar como inspiración
Para algunos hay un vínculo muy potente con esa forma de naturaleza. En respuesta a ese llamado, varios artistas se dejaron imantar por el mar. El escritor Guillermo Saccomanno dice tener siempre una línea de agua en su vida. Lleva cerca de tres décadas de vivir ahí, aunque su tiempo en Gesell lo mide a través de los libros. Dejó la gran ciudad para ir a escribir frente al mar. "El corte no lo hice con la ciudad, fue con un modo de vida. Vivo en un ambiente en Buenos Aires, en un ambiente en Gesell y un pasillo de 400 km", afirma. Ya había publicado algunos títulos, pero fue a partir de Bajo bandera que la producción más continua llegó a las librerías, como El buen dolor, El pibe, El oficinista, Cámara Gesell. Durante muchos años vivió literalmente frente al mar. "Es un motor que jamás se apaga". Ahora, en el bosque, en una casa pequeña donde tiene "todo". "Estoy a gusto –dice–, entran mis libros, mi hijo, mi compañera. No hay lugar para mucho más. Tampoco lo necesito". Hace algunos años tuvo meningitis, luego le pusieron stents. "Después de eso –resalta–, la vida se ve de otra manera".
–¿Qué significa Gesell para vos?
–Volver a Gesell es volver a mí. O al que yo pretendo ser. Fui a buscarme en la escritura o a perderme en la escritura. No como evasión, porque un escritor no se evade nunca de la realidad aunque se lo proponga. Toda mi producción viene de Gesell, incluyendo a Antonio, el último, y los dos libros que escribí con mi pareja, Fernanda García Lao.
–¿De qué manera el mar va a tu escritura?
–El mar representa ese más allá inaccesible que no se ve desde la orilla. La poesía a veces me explica. Hay una búsqueda del ser, de la relación de la palabra con las cosas. Cómo se nombra eso que no sé nombrar. La relación de la palabra con la realidad y con uno es casi del orden de la revelación. Un día de invierno, te parás frente al mar y te ves reducido a tu pequeñez humana y no necesitás mucho para vivir (me refiero a un escritor, no a una familia tipo), algo en la heladera, estar en contacto con los libros y la escritura. Escribo cada vez más a mano, escucho casi todo el día música clásica. No soy el de 30 años, cumplí 70. Entré en crisis con la narrativa, leo cada vez más poesía y filosofía. Leo poesía como si fuese filosofía y filosofía, como poesía. Algo que tiene que ver, aunque está muy bastardeado, también con el zen.
–¿En relación con lo despejado del espacio?
–Sí. Estoy en el bosque a seis cuadras del mar. Tengo que cruzar el bosque para ir al mar. De golpe, encontrarse con esa apertura es conmovedor. Una vez que te acostumbrás a esta vida, te resulta más superficial y vulgar la urbana. Esta reclusión mía no significa escapar. Creo que se puede vivir de otra forma. De todos modos, con la literatura se te caen muchas cosas, los afectos, los impuestos. Los escritores somos contradictorios, la contradicción es lo nuestro: decimos que establecemos algo entre la vida, la escritura y la palabra, y al mismo tiempo la vida nos rompe las pelotas porque estamos escribiendo.
–Participaste de La boya, das tu testimonio, ¿qué te parece esta nueva película de Spiner?
–Es la más personal, que es la única manera que tenés de acercarte a este paisaje, con algo personal. Esta geografía te enfrenta con vos mismo. Yo tomaba mucho vodka y psicofármacos en aquellos años en publicidad. En Gesell, cuando siento angustia, salgo a caminar contra el viento así haya sudestada. Después de una hora, volvés y ya no querés una botella, sino una sopa o un té. Lo quieras o no, te limpia.
–Durante el verano, Gesell no es la que vos conocés.
–Es el momento más dramático. Los argentinos con su estridencia, sus cuatriciclos, plantan esos gazebos en el medio de la nada con música a todo volumen. No pueden estar solos. Y quien no puede estar solo no se escucha, no se siente. El nivel de alienación es muy poderoso.