Isaac Newton y David Gregory fueron los exponentes de una teoría que abarcó diferentes opiniones y puntos de vista
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Todo empezó en el siglo XVI con el famoso explorador o pirata (según tu punto de vista) Sir Walter Raleigh. Lo que quizás te sorprenderá tras leer el título es que no era matemático ni, que sepamos, tenía problemas con los besos.
Lo que sí tenía eran balas de cañón y una pregunta: cuál era la manera más efectiva de apilarlas para minimizar lo más posible el espacio que ocupaban en sus embarcaciones. Era un problema matemático, y en matemáticas esas balas son esferas y “besos” es como se denominan los puntos en los que una esfera se toca con otra.
La pregunta de Raleigh generaría un misterio matemático que ocuparía a mentes brillantes durante cientos de años. Se la hizo a quien fue su asesor científico en su viaje a América de 1585, el eminente matemático Thomas Harriot, quien le dio la solución: la mejor forma de almacenar sus balas de cañón era ordenarlas en forma piramidal.
En un manuscrito de 1591, Harriot le hizo una tabla en la que mostró cómo, si se da el número de balas de cañón, se podía calcular cuántas había que colocar en la base de una pirámide con base triangular, cuadrada u oblonga. Pero a Harriot el asunto le siguió rondando la mente, así que consideró las implicaciones para la teoría atómica de la materia, que estaba en boga en esa época.
Y comentando esa teoría en su correspondencia con su amigo Johannes Kepler, el famoso astrónomo, mencionó el problema del empaquetamiento. Kepler conjeturó que la manera óptima de minimizar el espacio dejado por los huecos entre las esferas era logrando que en cada capa los centros de las esferas estuvieran encima de donde se besaban las esferas en la capa inferior. Es lo que a menudo se hace con las frutas en los mercados.
Eso, que parece tan intuitivamente obvio, resultó dificilísimo de probar matemáticamente. Aunque muchos lo intentaron, incluido “el príncipe de las matemáticas”, Johann Carl Friedrich Gauss, solo se logró probar casi cuatro siglos después, en 1998, con el trabajo de Thomas Hales de la Universidad de Michigan y la potencia de un computador.
Y ni siquiera esa comprobación convenció a todos los matemáticos; aún hoy hay quienes no la consideran digna de la conjetura de Kepler.
Incógnitas testarudas
Ese no fue el único dolor de cabeza provocado por los objetos esféricos. De hecho, una amplia categoría de problemas matemáticos se denomina “problemas de empaquetamiento de esferas”. Solucionarlos ha servido desde para explorar la estructura de los cristales hasta para optimizar las señales enviadas por celulares, sondas espaciales e internet.
Y así como Raleigh con sus balas de cañón, las industrias de la logística, las materias primas y muchas otras dependen en buena medida de los métodos de optimización que proporcionan las matemáticas.
Los matemáticos descubrieron, por ejemplo, que las esferas apiladas al azar suelen ocupar cualquier espacio con una densidad del 64%. Pero si se disponen cuidadosamente en capas ordenadas de formas específicas, se puede llegar al 74%. Ese 10% representa ahorros no solo en costos de transporte sino en el daño al medio ambiente.
Pero aplicaciones prácticas como esa requieren pruebas matemáticas, y el empaquetamiento de esferas ha arrojado incógnitas particularmente difíciles de resolver, como ocurrió con la conjetura de Kepler.
Una de ellas brotó de una conversación entre Isaac Newton, uno de los científicos más destacados de todos los tiempos, y David Gregory, el primer profesor universitario en enseñar las teorías de vanguardia de Newton. Era un problema de número de besos, pero...
¿Qué son?
Imagínate que tienes varios círculos de cartulina del mismo tamaño y quieres pegarlos en un tablero alrededor de uno de ellos. El número de besos es igual a la cantidad máxima de círculos que puedas colocar besando —o tocando— al central. Así de sencillo.
Pues resulta que los matemáticos han demostrado que se pueden colocar máximo seis círculos alrededor del inicial, así que el número de besos es seis.
Ahora imagínate que en vez de círculos de cartulina tienes pelotas de caucho, todas del mismo tamaño. Nuevamente, la pregunta es: ¿cuál es el número máximo de pelotas que puedes poner alrededor de una central?. Al agregar esa tercera dimensión —el volumen—, la cuestión de precisar el número de besos se complicó. Y tomó dos siglos y medio descifrarla.
Newton y Gregory
El asunto empezó con esa famosa discusión entre Newton y Gregory, que tuvo lugar en 1694 en el campus de la Universidad de Cambridge. Newton ya tenía 51 años y Gregory le hizo una visita de varios días durante la cual hablaron sin parar sobre ciencia.
La conversación fue más bien unilateral, con Gregory tomando notas de todo lo que decía el gran maestro. Uno de los puntos discutidos, y registrados en el memorándum de Gregory, fue cuántos planetas giran alrededor del Sol.
De ahí, la discusión se fue por la tangente, a la pregunta de cuántas esferas del mismo tamaño se pueden colocar en capas concéntricas para que toquen una central. Gregory afirmó —sin mucho preámbulo— que la primera capa que rodea una bola central tenía un máximo de 13 esferas. Para Newton el número de besos era 12.
Gregory y Newton nunca se pusieron de acuerdo, y jamás supieron cuál era la respuesta acertada. Hoy en día, el hecho de que al mayor número de esferas que puede besar una central a menudo se le llama “el número de Newton” revela quién tenía razón.
El debate solo cesó en 1953, cuando el matemático alemán Kurt Schütte y el neerlandés B. L. van der Waerden demostraron que el número de besos en tres dimensiones era 12 y solo 12.
La cuestión era importante porque un grupo de esferas empacadas tendrá un número promedio de besos, lo que ayuda a describir matemáticamente la situación. Pero hay cuestiones irresueltas.
Miles de besos
Más allá de las dimensiones 1 (intervalos), 2 (los círculos) y 3 (las esferas), el problema de los besos está casi sin resolver. Solo hay otros dos casos en los que se conoce el número de besos.
En 2016, la matemática ucraniana Maryna Viazovska estableció que el número de besos en dimensión 8 es 240, y en dimensión 24 es 196.560.
Para las otras dimensiones, los matemáticos han ido reduciendo lentamente las posibilidades a rangos estrechos. Para dimensiones mayores de 24, o una teoría general, el problema está abierto.
Hay varios obstáculos para una solución completa, incluidas las limitaciones computacionales, pero se espera un progreso incremental en este problema en los próximos años. Pero, ¿para qué puede servir empaquetar esferas de dimensión 8 por ejemplo?
El topólogo algebraico Jaume Aguadé respondió a esa pregunta en un artículo de 1991 titulado “Cien años de E8″. En dicho capítulo explicó: “Sirve para llamar por teléfono, para escuchar Mozart en un Compact Disc, para enviar un fax, para ver televisión vía satélite, para conectar, mediante un módem, con una red de ordenadores. Sirve en todos aquellos procesos en que se exija la transmisión eficiente de información digital”, enunció.
Y cerró: “La teoría de la información nos enseña que los códigos de transmisión de señales son más fiables en dimensiones elevadas y el retículo de E8, con su sorprendente simetría y dada la existencia de un decodificador apropiado, es un instrumento fundamental en la teoría de la codificación y transmisión de señales”.
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