Crónicas de un cura exorcista
Mano a mano con el diablo
Padre Carlos Alberto Mancuso / Editorial sudamericana
A través del relato en primera persona, el sacerdote Carlos Alberto Mancuso narra de manera apasionante cómo fue dedicar las últimas décadas de su vida a una actividad fascinante: el exorcismo de personas que acudieron a él por sentirse poseídas por el demonio. Mancuso es una persona autorizada por la Iglesia Católica para efectuar exorcismos. Estas páginas reflejan los casos más impresionantes de esta actividad tan antigua como vigente, vividos por el sacerdote.
CAPITULO 1
El difícil oficio de ser exorcista
Soy un cura exorcista. Enfrento con frecuencia al diablo y lo conmino a abandonar esos cuerpos que decidió poseer. Lucho contra el demonio. Nada más y nada menos. Es una tarea muy pesada, que representa un esfuerzo que supera los límites conocidos como "humanamente posibles". Es el combate de un humano contra las fortalezas más antiguas del Universo. La mía, queda claro, no es una actividad sencilla.
Mi objetivo final es tratar con personas que sufren una enfermedad anímica, contraída por voluntad propia: la posesión es consecuencia, en líneas generales, del hecho de trabar una "amistad peligrosa" con una entidad diabólica. Porque no hay que imaginar a Lucifer caminando por las calles y eligiendo un cuerpo para ingresar en él. Cuando el Mal decide habitar un cuerpo, lo hace porque el poseído lo convocó, porque selló con él algún tipo de pacto o porque fue víctima de algún embrujo. Los infectados con esta dolencia, que no es ni física ni orgánica, sino mucho más difícil de diagnosticar y de sanar, en ocasiones pueden curarse y dejar de depender del Maligno. En otros casos, el cuadro es más persistente y pueden llegar a ser necesarios varios encuentros de exorcismo antes de lograr que el cuerpo sea liberado.
¿Cómo ataca el diablo? Con voluntad de hacer daño y con garras terribles, que, de cierta manera, me recuerdan a la electricidad: son invisibles pero tangibles y tienen la capacidad de mover al mundo. Una entidad malévola que se permite tocarme el hombro, pero a la que sé de antemano que no podré ver, aunque me dé vuelta a la velocidad máxima que mi cuerpo permita. A pesar de los años que llevamos de "vernos las caras", no desarrollamos ningún tipo de relación.
El diablo nos odia a todos, a la humanidad en su conjunto. "En el infierno no hay camaradería, cada uno se ocupa de su llanto y su dolor." El exorcista debe entender que el demonio no tiene ninguna inquina personal contra él. Es el cuerpo poseído su objetivo en ese momento puntual.
La presencia del diablo no difiere mucho de los espectros imaginados por directores de cine y televisión para sus obras de ficción: colores irisados entre azulino y rojizo, tremulantes. También se hace presente en forma de molestos sueños recurrentes y de delirios febriles. Porque el alma está en un estado febril, en el que sufre fluctuaciones extraordinarias capaces de atemorizar a un desprevenido. La temática del exorcismo aparece una y otra vez en películas de terror y en folletines baratos. En esas "obras de arte", se ve un cuerpo poseído capaz de vomitar líquidos verdes, producir movimientos frenéticos en el mobiliario de la habitación o hablar con una voz que el cine ha determinado como "demoníaca". Pero nada de eso ocurre en la realidad. Toda esta información errónea, fantástica, abundante, dificulta la tarea del exorcista. ¿Qué es lo que sí se ve durante la ceremonia? Los cruentos refucilos que se notan cuando el poseído se retuerce desesperado, ronca, maldice con palabras soeces. El endemoniado adopta posturas espantosas, tira trompadas y patalea. A simple vista, para quien no sabe que hay una fuerza maligna habitando ese cuerpo, se trata de la misma persona que minutos antes de ese horrendo espectáculo estaba, tal vez, sentada tranquila como agua de un pozo. La relación frecuente con el diablo es ardua. Suelo sumergirme en profunda meditación y advertir halos de colores tenues que me rodean y me instan a proseguir, me trazan guías espirituales viables para seguir desandando el camino y alivianar el paso de mis semejantes, mantenerlos a salvo, evitarles el desaliento. No es raro que me sienta atacado por malos vientos. Y que logren dañarme. Pero nunca tendrán la capacidad de doblegarme. Siento que estoy en una orilla, la de la luz, y que del otro lado está la orilla sombría. Y que mi misión es tender el brazo de un borde al otro, intentar ser un puente de salvación, evitar que algún desprevenido sienta atracción por ese abismo, en el fondo del cual ataca el diablo con su imán cruel, sin tregua ni pausa.
En estos años, mi tarea se lleva a cabo en el Hogar Sacerdotal. Por eso, es en los instantes en que el imán del bajo fondo intenta desbordarme cuando me encomiendo al Altísimo, eterno vencedor en esta disputa, y me encanto en una tenue silueta frágil de franciscano de Asís, de San Francisco, el poverello (así fue llamado, debido al voto de pobreza que hizo durante su juventud), rodeado de avecitas del campo, bajo un cielo pálido de la Umbría, esa provincia italiana que dio la estampa de San Francisco y de Santa Clara de Asís, pero también la de Santa Rita de Cassia. En los momentos más duros de la batalla me transporto allí y siento cómo el mar de agua purísima y un conjunto de salmos bellos me rodean. La ensoñación no puede extenderse. Porque enseguida advierto que me queda mucho sendero por transitar, sufrir y conquistar. Y que es una tarea que debo hacer para el bien de los rebaños de Dios. Cuanto más palpables son las miserias espirituales, más grande es la desesperación del cura que incursiona en esos suburbios, en esos pantanos, por encontrar material laudable, por acercar bienestar y salvación.
La faena es tremenda.
A cada instante, se repetirán los gritos de quejas, de dolor, de pesadumbre. Quien posee al Gran Oscuro en su interior no consigue ni un instante de paz. Algunos suplican, saben que llegaron a esa situación por culpa, por descuido, por falta de fe o desidia. Sus manos son como flores secas y es mi obligación tomarlas con cuidado, para que no se deshagan en mis propias manos.
Debo admitir que en medio de alguno de
estos trabajos sentí debilidad, pensé en lo agradable que podría ser descansar en un lecho tranquilo, dormir hasta muy tarde. Es en esa flaqueza cuando aparecen nuevas fortalezas. Porque decidí vivir del lado de la luz. Del lado que impulsa a dejar las comodidades y lanzarnos al desierto, en búsqueda de ánimas pesarosas, de almas que tropezaron con una crueldad innombrable, que les impide crecer, reproducirse, inseminar espiritualmente a las personas que habitan. Estos refuerzos, que llegan justo cuando mis capacidades de exorcizar corren el riesgo de minimizarse, avivan mi fuego interior, un fuego muy blanco, eucarístico y de pasión saludable, aunque apenas evidente para no atemorizar al paciente.
Dediquemos unos párrafos al enemigo.
¿Qué es el diablo? Sabemos qué no es: no es un mito ni un continente. De ser un mito, carecería del poder de hacer daño, podría representarse mediante una imagen, una cartulina o a través de un cuento o una leyenda curiosos. De ser un continente, se lo podría vaciar igual que a un balde de agua o a una botella de vino. Es una realidad palpable, plausible de matar y corromper.
El diablo es, existe solo y separado. Contenido dentro de su propio ser y a la espera de un continente, o sea, el futuro endemoniado. Acecha a su posible víctima igual que un gato a un ratón y, a su manera y medida, le da caza de un zarpazo y se introduce en su naturaleza con tal pasión que la víctima, el poseído, pasará a actuar como si fuese una marioneta accionada por un vil titiritero, que desactiva su alma.
Ya no es el mismo ser nacido de una pareja humana, sino un fruto dañado por el mal de todos los males. El endemoniado puede aceptarlo, puesto que ya lo ha invocado, y el oscuro engendro cometerá toda clase de atrocidades, traspasándolo por todos y cada uno de los poros de ese cuerpo que consiguió para su estada y comodidad, activando los mecanismos desde el mismísimo sistema nervioso central del cuerpo que habita, que, durante el acceso, está como dormido. Un detalle: el diablo no le quita la voluntad a su víctima. Por eso, ésta siempre puede hacer el esfuerzo de buscar la cura para su mal.
Nacido como ángel, el demonio quiere vengarse, porque cuando se rebeló contra Dios, éste lo expulsó hacia los infiernos. Sin embargo, es una criatura de Dios, por lo que no puede vencerlo. ¿Cómo manifiesta entonces su espíritu de revancha? Atacando al hombre, acechándolo, provocándolo, llenándolo de insidias para que sea éste quien actúe en contra del plan divino. Un dato no menor: como ser incorpóreo, no necesita de un cuerpo. Simplemente, lo utiliza como instrumento para sembrar y esparcir el mal. El trabajo del exorcista es posible siempre y cuando el endemoniado se lo pida con verdadera desesperación. Como mencioné, no es un trabajo fácil ni deja de ser riesgoso. Se corren peligros frente a una naturaleza atroz pero sutil, aparentemente impalpable pero que bien puede manifestarse mediante un accionar violento e intempestivo de su continente, que es la víctima que en cada uno de sus movimientos, palabras soeces y actitudes impúdicas lo está manifestando. La fuerza de un endemoniado se triplica con respecto a la naturaleza humana normal. El poseso golpea con la brutalidad de una pata de elefante. Los golpes siguen doliendo bastante tiempo después. El solo contacto por aproximación con el diablo quema.
La manifestación suele ser tan patética, que el exorcista llega hasta a palpar la naturaleza esquiva demoníaca, con peligro de contaminarse. Satanás, por llamarlo con uno de los múltiples nombres que posee con fines de desorientar al mundo circundante, es tan amigo del atropello como de la seducción. A veces, ataca con vozarrón atronador.
Otras, trata de infundir lástima con tonalidades infantiles, de apariencia inofensiva. Sabe calcular los espacios y los tiempos de las almas ya victimadas y de las almas todavía invictas de su poder, pero al límite de una fatal postración. Es un maestro del terror, de los oscuros y secretos pecados más espantosos. Y es. Cuando el poseso es liberado, el diablo se va, derrotado. Pero no se retira a descansar. Inicia un nuevo camino, en busca de otro continente. Si los humanos dejaran de invocar a las oscuridades, de meterse en sitios ajenos a la luz, el diablo sería sólo un miserable mendigo sin lengua.
El objetivo final del trabajo de exorcismo es la recuperación total del doliente. Podríamos decir que se trata de una cirugía de espíritu. Si se traza un paralelo con una operación del corazón, se comprende que después de la recuperación el paciente logra una clara mejora, pero nunca alcanza el nivel óptimo del que gozó durante el período de plena salud cardiaca. Aquí ocurre lo mismo: el post operatorio debe conducirse bien, para que la persona llegue lo más cerca posible al borde de la "normalidad". Suelo ser muy perseverante a la hora de pedir a los familiares que me llamen después del exorcismo, que mantengamos el contacto durante un tiempo, para que yo pueda hacer un seguimiento postrero y determinar la presencia de decaimientos o nuevos inconvenientes. Muchas veces lo hacen. Muchas otras olvidan la ceremonia ni bien ponen un pie fuera de la parroquia. Los descuidos después de un exorcismo llevan a caer en un mal irreversible. El bautismo opera como exorcismo inicial, que descarga del pesado pecado original de nuestros padres bíblicos Adán y Eva. Pero lo que sigue, queda por nuestra cuenta y riesgo. Sospecho que ningún ex endiablado decidirá regresar al estado de enfermo. Aunque eso es sólo una esperanza. Una persona que es liberada corta todo vínculo con el diablo. Éste se retira completamente de su cuerpo. Puede suceder que en algunas ocasiones la remisión sea gradual. Existieron casos en los que, a pesar de que el paciente ya no tenía el diablo en el cuerpo, seguía con algunas manifestaciones de gritos o insultos durante un tiempo. Por otra parte, es probable que el paso del Maligno por el organismo deje secuelas, como lo hace cualquier enfermedad. En este caso puntual, en el que la dolencia afecta al espíritu, es esperable que quien tuvo al diablo en el cuerpo corra el riesgo de perder algunos años de la vida que tenía destinada para sí.
¿A qué atribuyo el poder que ahuyenta a
los demonios en mi actual actividad pastoral? A una devoción mariana que se manifestó a pleno allá por 1983. En esa ocasión, por solicitud del párroco Carlos Antonio Pérez, debí trasladarme a San Nicolás de los Arroyos, en el norte de la provincia de Buenos Aires. El sacerdote me solicitó que me acercara a ver a una mujer en súplica, Gladys Quiroga de Mota, una persona muy humilde, que necesitaba apoyo respecto de una petición divina urgente.
La mujer aseguraba que cerca del Río Paraná, en el instante en que una tormenta había comenzado a estremecer el paisaje, un refucilo alumbró la aparición de Santa María, la madre de Dios. "No sólo la vi, también escuché su voz, inigualable, solicitando un santuario allí mismo", confesó. Además, Gladys agregó que en un desván del campanario de la Catedral estaba, arrinconada y olvidada, una imagen de la Virgen, bendecida por el Papa León XIII en 1884. Cuando fuimos hacia el sitio indicado, pudimos comprobar que la historia narrada por la mujer era verdadera. La Virgen María de San Nicolás es hoy patrona de la ciudad y constituye una devoción en auge, que atrae a cientos de miles de fieles cada año.
¿Cualquier sacerdote puede ser exorcista? Sí. De hecho, cualquier sacerdote puede bautizar o casar, rituales más elevados que el exorcismo. Imaginemos a una persona con la capacidad de perdonar los pecados. ¿Cómo no iba a estar igualmente habilitada para alejar un demonio de un cuerpo? Sin embargo, ningún religioso es habilitado por las autoridades eclesiásticas para tratar el problema de la posesión diabólica, que dista mucho de ser un juego de niños, hasta que no se reconoce el poder del exorcista. Aunque parezca increíble, existen curas que niegan el poder exorcista de sus colegas y, con esa actitud, le dan ventaja al Maligno y dañan a la criatura humana. Además, no existen muchos poseídos. Por esa razón es que hay pocos sacerdotes dedicados a esta tarea.
Soy un cura exorcista. Un trabajo que insume toda una vida, compuesto por tareas interminables y por días más que extensos. Pero tengo una misión que me fue encomendada por el Arzobispo: hacer lo posible, o tal vez lo imposible, por cumplir el mandato que me ha sido impuesto. Cuando logro mi objetivo, siento que alcancé una salud del alma plena, que colaboré en la tarea de ensalzar aún más la gloria de Dios. Es cierto que por momentos rebalsa mi vaso de agua bendita, pero igual insisto en ahogar al Maligno, sea como sea. Recién ahora, después de tantos años de experiencia, estoy ingresando en un territorio amistoso, cordial, en el que puedo reconocer las sombras buenas de los santos, de los ángeles que visitan melodiosos, con laúdes gregorianos, mis estados mentales. Soy una herramienta divina de la cual se sirve el Altísimo para consolar el peor de los desconsuelos: la falta de fe. Soy un trabajador que habita en lo inexplicable.
Para saber mas
El padre Carlos Alberto Mancuso tiene 78 años y fue durante más de 30 años párroco del templo San José, de La Plata. Desde hace varias décadas realiza exorcismos a personas que quedaron afectadas espiritualmente por alguna experiencia traumática.
Ingresó en el seminario en 1951 y se ordenó sacerdote en 1962, pero recién en la década del 80 comenzó a dedicarse al exorcismo, luego de que en La Plata se desarrollara una serie de hechos vinculados con lo demoníaco. Allí vio cómo practicaba exorcismos el padre el Antonio Sagrera, de quien se reconoce como discípulo.
Así comenzaría una historia que aún hoy continúa, con el requerimiento de gente de todo el país.