Cristobal Colón: el momento en el que estuvo a punto de caer por la borda
La mar estaba en calma aquel día de octubre, pero los ánimos bien revueltos.
El Almirante, en su acostumbrado hermetismo, vigilaba con ojo de halcón las señales de tierra que pudiese ofrecer el horizonte. Aquí unos hierbajos, allá un rabijunco surcando el cielo, todo le parecía oportuno para confirmar su teoría. Y para aplacar aquellos humores turbulentos que hasta él notaba.
- -¡El que vea tierra primero recibirá un jubón de seda! –dijo de pronto, olvidando que los Reyes Católicos habían ofrecido mucho más al que fuese avispado.
El Almirante callaba su ciencia, y eso enfebrecía a la tripulación. Martín Alonso Pinzón, hombre de confianza a bordo de la Santa María, tampoco las tenía todas consigo. ¿A cuánto estaban de Canarias, el último puerto conocido? Según Colón, a quinientas ochenta y cuatro leguas desde que perdieron de vista a la pequeña isla El Hierro, antes de penetrar en la inmensidad. Martín sabía que el Almirante achicaba las distancias para evitar resquemores. Él también era buen navegante, y calculaba unas setecientas. El mar tenebroso azuzaba la imaginación de la gente simple. Cielo y agua durante más de treinta días…
Las murmuraciones subieron de tono. Toda la marinería clamaba contra sus capitanes.
- -Hay que echarlo al mar.
- -Nos ha burlado.
- -¿Qué esperamos para colgarlo?
- -¡A volver!
Martín Alonso se sintió responsable del descontento y se acercó al Almirante, que suavizó su mirada aguda bajo un barniz de ingenuidad e indulgencia.
- -Tres días más –adujo con voz seductora y gran esfuerzo- y os prometo que veréis la tierra.
Tres días. El plazo entre la vida y la muerte, entre los Pinzones y Colón.
- -Ni una hora más –respondió Martín Alonso-. A España volveremos, de vuestro grado o no.
Fue entonces cuando, en la noche del último día, un destello luminoso brotó en la negrura. El propio Colón lo avistó desde el castillo de popa, y calló. Él, que había navegado desde niño y conocía de memoria el camino de las estrellas y la rosa de los vientos, estaba seguro. Sabía que detrás de los celajes que vislumbraba había novedad. Le latía el pulso al respirar el aire húmedo y escuchar los graznidos de las aves marinas, pero debía ser cauto. Aquellos hombres no deseaban más palabras. Querían ver, tocar, pisar la tierra prometida. Dejaría que alguno lo advirtiera y se llevase la gloria de ser el primero.
El grito destemplado rasgó el aire del amanecer. Desde lo alto, el que pasó a la historia como Rodrigo de Triana, sacudía su alborozo. Colón se hincó en su camarote y pronunció una oración. La Providencia lo había señalado.
(Nota de la autora: hubo dos motines durante el primer viaje de Colón: el de los vizcaínos el 6 de octubre en la nao capitana Santa María, y el de la Armada en pleno entre el 9 y el 10 de octubre, aunque los detalles difieren según los historiadores que siguen las crónicas del Descubrimiento. Ambos fueron sofocados por los hermanos Pinzón, que llevaron promesas del Almirante a los sublevados, si bien en el último hasta los Pinzones amenazaron a Colón con retornar, con o sin él a bordo. El marinero que avistó la tierra se llamaba en realidad Juan Rodríguez Bermejo, quizá de ahí la mutación a Rodrigo, y lo de Triana, por ser oriundo de Sevilla).
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