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A mediados del siglo XX, los manuales de urbanidad eran tan habituales como los recetarios de cocina. En sus páginas, uno encontraba guías para desenvolverse, modelos de cartas formales y códigos sociales. Si bien este tipo de publicación circulaba desde el siglo XVIII, fue en el 1900 cuando logró cierta popularidad. El tiempo ha ido modificando los valores y las costumbres, con lo que mucho de lo que pregonaban hoy sería impracticable. Sin embargo, son de mucha utilidad para ilustrarnos acerca de las formas y los valores de otros tiempos.
En este caso, tomamos el libro “Cortesía y buenos modales”, de María Adela Oyuela, publicado por la Compañía General Fabril Editora en 1956. De sus páginas tomamos el capítulo referido a los noviazgos.
En su manual para la convivencia, la autora advertía que las relaciones afectivas de la posguerra se gestaban en nuevos escenarios. Un rápido repaso nos indica que por lo general, las parejas del 1800 se conocían en las misas y en las tertulias. Hacia 1880 y en las primeras décadas del siglo XX, en los bailes. Pero una nueva realidad se imponía:
En la actualidad [recordemos que se refiere a 1956], los jóvenes se entienden entre ellos mucho antes de consultar a sus padres, y éstos tendrán suerte si, por obra de las circunstancias, conocen a su futuro yerno o nuera desde tiempo atrás, o si por alguna coincidencia pueden “adivinar” algo de su carácter, a través de los datos facilitados por gente que los conoce. Lo corriente es que el idilio se inicie en los lugares donde se desarrollan las actividades intelectuales, deportivas o económicas de los jóvenes, es decir, en las facultades, los clubes o las oficinas.
Otro aspecto desechado por las nuevas generaciones fue la dote, que fue reemplazada por los regalos. A su vez, lasa uniones por conveniencia —económica o social— también perdieron protagonismo:
Una de las costumbres totalmente abandonadas y arcaicas es la relativa a la dote que en otro tiempo debía aportar toda muchacha que pretendiera contraer matrimonio. Más adelante, pero siempre dentro del mismo orden de cosas, este punto de vista interesado y práctico se manifestó en la preocupación mal disimulada por la posición económica de sus padres. Todavía subsisten en nuestra sociedad vestigios de una época en la cual “casarse bien” equivalía a hacerlo con el hijo o la hija de una familia pudiente. Hoy se confía más en la capacidad de lucha de los hombres y en la eficiencia de las mujeres, que en un depósito bancario que se sabe expuesto a cualquier vuelco de fortuna y a cualquier jugarreta del azar.
En tiempos de Remedios de Escalada (casada en 1812) o de Victoria Ocampo (casada en 1912), por lo general, los padres estaban al tanto del comienzo de una relación amorosa. eso también había cambiado:
Cuando los jóvenes se sienten seguros de sus sentimientos, se considera llegado el momento de comunicarlo a sus padres. Y es esta la oportunidad en que empieza a desarrollarse la práctica del “nuevo código” protocolar, adoptado por la era moderna. Los “arreglos” con aire de negocio han sido desterrados, pero no así las visitas de cortesía que los futuros consuegros deben hacerse. Estas visitas sirven de base a una relación que aumenta con el tiempo, y son concertadas por los mismos jóvenes.
En cuanto a la manera de dar la noticia, de anunciarlo formalmente, las normas sociales de la década de 1950 establecía lo siguiente:;
Cuando alguno de los novios pertenece a una familia conocida, el mejor modo de comunicar un noviazgo es enviar la noticia a los periódicos, para que se la incluya en las columnas dedicadas a la crónica social. Antes de hacerlo es indispensable comunicar la nueva a los parientes y amigos íntimos, en forma más personal, sea por teléfono, sea por carta, si no viven en la misma ciudad. Este es un requisito ineludible, y al llenarlo conviene no olvidarse de nadie para evitar resentimientos. Es muy poco grato para los que se sienten ligados sentimental o familiarmente, enterarse por los diarios de una noticia de tanta trascendencia.
Los novios tienen aún que cumplir otra formalidad con respecto a los parientes más viejos: la de visitarlos para presentarles al futuro miembro de la familia. Hasta hace un tiempo tales visitas, o cualquier otra salida que debiera realizar una pareja, no podía hacerse sin la compañía de una persona de respeto o de representación. Pero la figura del chaperón o acompañante obligado, tiende cada vez más a convertirse en un tipo anacrónico, que apenas se ve ya en nuestro medio.
Los días de visita y la chaperona
Esto nos lleva a dos costumbres que, según la autora, cayeron en desuso: los “días de visita” y “la chaperona”. En cuanto al primero, debemos decir que era un acuerdo explícito entre el novio y el padre de la novia, mediante el cual se establecía el día (o los días, en algunos casos) que el amante podía visitar la casa de la amada. Solía ser por la tarde y se les permitía conversar con cierta privacidad en la sala de la casa. Para ser más precisos, la privacidad se centraba en el contenido de la charla. Pero no estaban solos, ya que la chaperona (por lo general, una tía o una hermana mayor), se ubicaban a prudente distancia con el fin de observar que la situación no pasara más allá de una charla cordial. Pero esa costumbre, que acataron muchos de nuestros antecesores, fue dejada de lado en los 50:
Los tiempos cambian tanto, que también se han abolido ahora los famosos “días de visita”, y la antipática costumbre de “cuidar” a los novios en todas las oportunidades en que se encontraban juntos. Este cambio tiene por fundamento la confianza que se deposita en los jóvenes, y el respeto con que merecen ser tratados cuando su intención es seria.
Así pasaban sus días, y sus citas, mientras afianzaban la relación y se encaminaban a la concreción del matrimonio. Sin embargo, no todos atravesaban el sendero con éxito. Las rupturas eran una posibilidad y el libro “Cortesía y buenos modales” tenía las respuestas acerca de lo que correspondía hacer si la relaciono prosperaba.
No todos los noviazgos se haya concertado o no el compromiso terminan en casamiento. En algunos casos, el compromiso se rompe por voluntad de uno de los novios; en otros, es la muerte la que destruye el idilio; en otros aún —si bien éstos son raros actualmente— provoca la ruptura la oposición paterna o imposiciones de terceros. En la primera de las eventualidades mencionadas, deben tenerse en cuenta ciertas consideraciones de orden general.
El tema de los regalos y las cartas merecía una atención especial:
La costumbre de la devolución recíproca de los regalos no se respeta actualmente de un modo estricto, pero se acepta sin excepción, y con fuerza de ley, en lo referente a objetos de gran valor intrínseco o afectivo, o que por tradición se mantengan en poder de una familia.
En cuanto a la correspondencia que hubiera podido cruzarse entre los ex novios, se admiten dos soluciones: o bien su reintegro total o bien, por acuerdo de los mismos, su destrucción individualmente realizada por los respectivos depositarios.
Constituye una grave falta de lealtad y delicadeza conservar, bajo cualquier pretexto, una carta cuyo contenido ha dejado de corresponder a una situación real o a un sentimiento en vigor.
Cómo terminar un romance con buenos modales
Entre las reglas principales ante el fin del noviazgo, figura la discreción. La clave era guardar respetuoso silencio y hablar sólo cuando se había para halagar al ex.
Antes que cualquier otra cosa señalaremos que no puede haber nada de tan mal gusto como referirse en términos poco amables a la persona con quien muy poco tiempo atrás se pensaba fundar una nueva familia. Si en el caso de la mujer esto revela descortesía, en el del hombre constituye una falta flagrante de caballerosidad y hombría de bien. Por tal motivo, es absolutamente necesario ejercer un severo dominio sobre toda manifestación, comentario o gesto que traduzca resentimiento, y abstenerse de cualquier juicio desfavorable. Lo más fácil y discreto, cuando no se puede contener una reacción hostil o una opinión adversa, es eludir el tema y desviar la conversación, para no descubrir ante terceros lo que debe guardarse celosamente en la intimidad de la propia conciencia.
No es, pues, algo trivial y de poca trascendencia el comportamiento de un caballero en estos casos, e insistimos en que no hay atenuante ni disculpa para el que no respete de modo absoluto la norma que lo obliga a la mayor discreción. El silencio más comedido y la reserva más hermética a todo cuanto pudiera molestar a la mujer con quien en un tiempo pensó casarse, es la única actitud que cuadra a un hombre bien educado.
En cuanto a la elegancia y el buen gusto del que no se reduce a esto, sino que ni siquiera permite que se haga en presencia suya la menor insinuación sobre esa mujer, y prefiere asumir la responsabilidad de todos los cargos ante la opinión pública, no merece más que elogios y lo definen por sí solos como un verdadero hombre de honor.
La misma discreción que se pedía a los novios luego de romper, se reclamaba a los parientes y amigos.
Idéntica actitud corresponde a quienes, por motivos circunstanciales, deben ser espectadores de una ruptura. No arriesgar críticas ni comentarios es en tales ocasiones lo más acertado y prudente, ya que no es raro que estas reyertas acaben en reconciliación y que los ex novios reanuden sus relaciones. Cuando así ocurre, el recuerdo de las palabras de censura o encono deja un sedimento de rencor y un resabio amargo.
Esas eran las normas sociales hace unos setenta años. Sin embargo, fueron simplemente una transición y no lograron sostenerse por mucho tiempo. La próxima generación le dio a sus relaciones un carácter más personal e íntimo que arrasó con las costumbres de sus padres y abuelos.
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