La cronista estrella de la CNN que narró al mundo la caída de Kabul publica unas memorias sobre su carrera y sobre los conflictos de un mundo en continua transformación
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MADRID (EL PAÍS). - Clarissa Ward (Londres, 42 años) entendió cuál era su destino fumándose un porro. Lo vio claro de adolescente, “colocada a tope” en el baño de los padres de su amiga Chiara: “No voy a escribir novelas ni rodar películas. Soy un recipiente. Soy capaz de entender a la gente y de transmitir sus ideas. Soy una comunicadora”, vaticinó triunfante. Aquella epifanía tardaría años en materializarse. Criada a base de patinaje, ballet y equitación entre selectos internados y los circuitos más privilegiados de Nueva York y Londres -a sus ocho años ya había pasado por 11 niñeras; su padre es un antiguo banquero de inversiones que remó en Cambridge y su madre es una exclusiva decoradora de interiores-, nada hacía presagiar que, varias décadas después, acabaría vestida con una abaya subida a la moto de un brigada de los mártires sirios, huyendo de un tiroteo en una zona muy cercana de los bombardeos en los que fallecería, un día más tarde, la mítica cronista Marie Colvin.
Tras más de una década trabajando para los canales de televisión Fox, ABC y CBS, Ward es la actual jefa de corresponsales internacionales de la CNN. En su carrera ha informado desde Irak, Líbano o Yemen. Vivió en Moscú, Pekín y cubrió la revolución en Ucrania, la ofensiva militar rusa en Georgia y hasta el tsunami en Japón. Su fama explotó globalmente al narrar la caída de Kabul el año pasado, un episodio que explica en la adenda de En todos los frentes (Roca, 2022), las memorias sobre qué pasa cuando se narra este mundo cambiante y en las que se abre sobre su vida privada y anécdotas sorprendentes, como haber sido la doble de Uma Thurman en Kill Bill. Ward se conecta con este diario por Zoom desde su casa en Londres, recién llegada de Ucrania, un día después de la muerte de la periodista de Al Jazeera Shireen Abu Akleh por disparos del Ejército israelí en Yenín, Cisjordania. “Es una tragedia. No la conocí personalmente, pero he seguido su trabajo. No puedo decir que esta profesión se haya vuelto más peligrosa que antes, pero cada vez acumulo más colegas y amigos que han perdido la vida cubriendo conflictos”.
-¿Cómo acaba una joven privilegiada que estudia literatura comparada en Yale convertida en cronista de guerra?
-Fue por el 11-S. Me sacudió y lo puso todo patas arriba. Entendí que estaban pasando muchas cosas en el mundo a las que no había prestado atención. Supe de inmediato que esto es lo que quería hacer, que quería ir hasta la punta de la lanza y entender por qué sucedían estas cosas, quién era responsable. Investigar por qué en América nos vemos de una forma tan distinta a la que nos ven allí.
-Cuenta que “el privilegio de presenciar la historia tiene un precio”, ¿cuál es?
-Ser testigo de un trauma puede ser traumático en sí mismo. Tienes el riesgo de perder a seres queridos y colegas. Ves morir a la gente, a niños heridos y asesinados. Tienes que navegar por este mundo y luego volver al que se considera normal y lo debes hacer sin volverte loca. Debes encontrar la paz, y no es fácil.
-Susan Sontag escribió sobre el horror de volver a Berlín de la Guerra de los Balcanes y entender que el resto de Europa seguía como si nada ante lo que pasaba en Sarajevo. ¿Qué mecanismo de defensa tiene para encontrar esa paz y evitar el trauma?
-Mis hijos. Antes, me sentía desapegada de mi vida cuando llegaba a casa. Con niños, en mi experiencia, no es posible desafección alguna. No importa lo cansada que esté, lo deprimida que esté; cuando veo a mis hijos, los aprieto como si fueran un géiser de amor. No puedes controlarlo, no puedes aplastarlo, pero está ahí, es hermoso y es real. Es muy físico.
-Relata las punzadas de culpa que siente al dejar a sus niños en casa, coger un avión y seguir informando desde una zona de conflicto. Esa “culpa” no la suelen visibilizar los corresponsales masculinos. ¿No la sienten igual?
-Es difícil saberlo. ¿No la sienten de la misma manera o simplemente no hablan de ello? Sospecho que muchos de ellos simplemente no lo comentan.
-¿Se siente distinto siendo periodista y madre?
-Creo que es más difícil. Durante mucho tiempo les hemos dicho a las mujeres jóvenes que pueden tenerlo todo. Que puedes tener una gran carrera y ser madre. Y la realidad es que no se puede tener todo al mismo tiempo. Es un tira y afloja. Estás sobresaliendo en tu carrera, te sientes terriblemente culpable como madre. Estás siendo una madre maravillosa, la culpa te abruma porque en tu trabajo es como si no estuvieras presente. Y no solo pasa con las que cubrimos guerras. Al resto de mujeres profesionales, también.
-En el libro cuenta que gritó “¡Eres un puto cretino!” a Matt, un condescendiente asesor de seguridad en la guerra del Líbano “al que no le gustaba trabajar con mujeres”. ¿Se ha encontrado con muchos así en su carrera?
-No sé si hay menos que antes, creo que han entendido que deben tener mucho más cuidado con lo que dicen en voz alta y cómo tratan a las mujeres. La misoginia cotidiana todavía está en el aire. Pero no es tan omnipresente ni tan ofensiva como solía ser. Quizá porque somos más mujeres haciendo este trabajo y, en términos más generales, porque culturalmente estamos aprendiendo de nuestro pasado sobre la forma en que hablamos, tratamos y vemos a las mujeres.
-¿Hay un cambio de paradigma sobre el trato a las periodistas?
-Sí, totalmente. Por ejemplo, cuando empecé no había estos límites del flirteo que sí hay ahora. A menudo te encontrabas como mujer joven y atractiva en situaciones en las que tenías que ser encantadora, pero también reírte de aquellas bromas machistas, dejando claro que no eras una amargada, pero sin ser demasiado audaz. Me aburro solo de pensarlo. Es algo que nos hace perder el tiempo y es incómodo. Centrémonos en el trabajo. No es que esté en contra del romance trabajando. Si dos personas tienen una conexión profunda, adelante. Pero me alegro enormemente de que ya no tengamos que lidiar con la insinuación constante, extraña y de coqueteo. Era tedioso.
-En las memorias narra un episodio de acoso sexual en un coche con Saif Gadafi, hijo de Muamar el Gadafi. ¿Por qué ha querido contarlo?
-En primer lugar, porque asumí que nunca me daría una entrevista porque parecía que estaba muerto. Ahora resulta que no lo está, así que probablemente no conseguiré esas declaraciones jamás [ríe]. Lo incluí porque él nunca dijo que fuera off the record y porque la forma en que se comportó fue vergonzosa. No me traumatizó en absoluto, soy mayorcita, pero la arrogancia de asumir que debido a quién eres, todas las mujeres realmente quieren desesperadamente que les hagas insinuaciones sin siquiera consultarlas es profundamente peligrosa en muchos niveles.
-Usted llegó a escupirle en la cara mientras la manoseaba.
-Sí. Si está ahí escrito es para visibilizar cómo el poder corrompe a las personas. No es solo un episodio sobre una especie de famoso hijo de un dictador tratando de manosear a una joven periodista en la parte trasera de un coche. Es la historia de cómo las personas con demasiado poder explotarán y se aprovecharán de aquellos que son más vulnerables que ellos sin pensarlo dos veces.
-Dice que los pintalabios para las reporteras son “una distracción”, pero cronistas como Oriana Fallaci hicieron del suyo un aliado poderoso.
-Es un tema complicado. A lo largo de los años, he creado un uniforme con mi aspecto en zona de conflicto. Yo me maquillo. Si no lo hiciera, el espectador diría: “Vale, nunca volveremos a ver la CNN”. No lo hago para estar sexy, sino porque necesito presentarme pulida. Lo que tengo claro es que mi aspecto no puede ser una distracción. Cuando me veas, me tienes que ver igual siempre. Si llevas una blusa escotada o el pelo suelto se podría decir que distraes la historia que estás tratando de contar. Céntrate en la historia, no en mi pelo.
-Sobre la vestimenta femenina y la libertad de género, escribe de la “fractura cultural” de los ideales feministas entre Occidente y Oriente. ¿Es difícil navegar entre esas dos visiones?
-Esto es realmente complicado. Una de las lecciones más importantes que aprendes como periodista es que no siempre debes asumir que tu forma de vivir es la mejor, la más ilustrada y la más abierta. Rápidamente te darás cuenta de que otras personas tienen una comprensión totalmente distinta. Probablemente acabaremos hablando de la libertad de expresión y la igualdad, si las mujeres pueden hacer esto o aquello. Y alguien vendrá y te dirá: “¿Y qué pasa con la prostitución y la pornografía?” Hay una línea borrosa.
-¿En qué sentido?
-Las culturas tienen sus propias normas, tradiciones y estándares de belleza. Tienes que respetarlo. Creo que hay una diferencia, sin embargo, cuando tienes mujeres que te dicen, como pasa en Afganistán en este momento: “Podía estudiar y ya no puedo”. Si sabes lo suficiente sobre el islam, sabrás que no hay absolutamente nada que impida que las mujeres vayan a la escuela. Al contrario, la educación se fomenta para hombres y mujeres. A eso lo puedes llamar una injusticia. Sin embargo, no lo es cuando señalas a quien elige ponerse un pañuelo en la cabeza. Eso es arrogancia. Es una noción preconcebida. Como periodista, tampoco es tu lugar opinar sobre muchos de estos debates, pero cuando veas intolerancia, corrupción o discriminación, denúncialo. Ese es tu trabajo.
-Muchas corresponsales de conflictos recurrían a anillos falsos de casada para sentirse más seguras. ¿Ha fingido mucho?
-Antes de casarme, fingí tener un prometido solo porque me hacía la vida más fácil. Lo decía y ya no me molestaban más. Me inventé un futuro marido. Cuando me infiltraba, también me inventaba mi vida. En Siria, una vez dije que era decoradora de interiores y que quería comprar antigüedades. Cosas así. En general, la mayor parte del tiempo quieres ser lo más transparente como periodista porque hay muchos conceptos erróneos sobre el trabajo que hacemos y las motivaciones detrás de él. Eso no quita que a veces lances una mentira piadosa aquí o allá para que la gente se sienta más cómoda.
-“Un buen conseguidor (fixer, en la jerga periodística) puede constituir la diferencia entre una misión infernal y otra exitosa y placentera”, escribe en el libro. Usted cuenta con un equipo a su servicio y está muy protegida por su cadena, pero ahí afuera cada vez hay más cronistas freelance que prácticamente van a ciegas y no suelen estar bien pagados. ¿Les está fallando la profesión?
-Este es un trabajo mucho más accesible de lo que era antes. En Estados Unidos, por ejemplo, solo había tres cadenas de televisión. Ahora hasta The New York Times tiene equipo de video. El panorama de cómo contamos historias y quién las cuenta ha cambiado por completo. Hay muchos más trabajos y más freelances. Eso es algo bueno. Pero, como industria, tenemos una responsabilidad con nuestros colegas independientes. Tenemos que asegurarnos de que estén asistidos, que tengan el chaleco antibalas adecuado, que estén trabajando con editores responsables que los mantengan con los mismos protocolos de seguridad que exigirían a sus propios empleados directos. Creo que en Siria vimos demasiados casos de periodistas independientes que se pasaron de la raya y nadie les dijo que necesitaban pisar el freno. Debemos encontrar un equilibrio.
-Su fama explotó en Twitter cuando narró la caída de Kabul. ¿Qué relación tiene con las redes sociales?
-De amor y odio. Las redes sociales han democratizado el acceso. La historia ya no solo las cuentan personas como yo, las cuentan mujeres en Afganistán y personas en todo el mundo. Eso es importante. Pero también hay desinformación, insultos, troleos, ira, indignación. Solo puedes estar ahí si eres lo suficientemente fuerte. Lo que quiero decir es que tienes que estar dispuesta a desconectarte del ruido y, honestamente, no solo de las críticas, también de los elogios. Ambas cosas pueden ser una distracción, consumirte durante horas y horas. Eso es una pérdida de tiempo. Céntrate en el trabajo.
por Noelia Ramírez - El País
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