Antes de llegar leí que Copenhague había sido elegida la ciudad más feliz del mundo. Es cierto que el nivel de vida es alto, altísimo. La educación y la salud son gratuitos, es una de las ciudades más verdes del continente–acaban de inaugurar una planta procesadora de basura en forma de montaña y con una pista de esquí en la cima–; la inflación ronda el 1,4% y hay cero corrupción. Ni la falta de trabajo ni los vaivenes políticos son un tema, puro estado de bienestar nórdico. Pero un escenario similar podría ocurrir también en otras ciudades europeas, ¿qué hay de especial aquí?
Para Meik Wiking, director del Instituto para la Búsqueda de la Felicidad de Copenhague la respuesta es hygge. La traducción literal de la palabra podría ser bienestar, pero los daneses llenaron el significado de ejemplos. La transformaron en verbo y adjetivo, se la apropiaron y hasta la hicieron souvenir. Lejos del policial negro que se ve en las series nórdicas de Netflix y mucho más lejos aún de la felicidad irónica del cineasta danés Lars von Trier, esta felicidad parece más ingenua y simple.
Hygge es prender las velas para la cena, sentir el calor del café al apoyar las manos en la taza, taparse con una manta suave, usar unas pantuflas de piel, quedarse en casa toda la familia junta, comer algo delicioso, mirar el fuego.
Algunos de estos significados me los cuenta María Fernanda Lago, una argentina que vive hace 13 años en Dinamarca. Tiene cuarentipico, es licenciada en Ciencias de la Comunicación y está casada con Jakob Hansen, danés, y tienen dos hijos (10 y 12 años) muy rubios como él y como la mayoría de los daneses.
El significado de hygge se explica mejor con ejemplos que con una única definición
Cuando Fernanda llegó a vivir a Dinamarca no encontraba el hygge por ninguna parte. El invierno es largo y gris:amanece tarde y oscurece antes de las cuatro; si uno trabaja de 8 a 16 no ve el sol. Los primeros años se pasaba tres meses allá y tres en Argentina, le escapaba a la oscuridad.
–Sentís el cielo muy bajo, yo decía ¡por favor, levantame el techo! Me dolía la panza; te cambia la digestión.
Jak, su marido, trataba de ayudarla, sabía que la adaptación no sería sencilla. Su hermana y otros daneses desayunan con una lámpara que provee vitamina D. Lámparas que imitan la luz del sol, como si eso fuera posible.
Además del invierno le costó que todo terminara temprano ("Cuando llegué los negocios cerraban a las cuatro"), que no hubiera pochoclo dulce y que se repitiera tanto la comida. ("Mis suegros comían todos los días lo mismo"). Se refiere al smørrebrød, el sándwich abierto típico de Escandinavia. La base es un pan rico en cereales untado en manteca y el topping cambia: el clásico es de sild o arenque –en pickle, marinado–, pero también puede llevar pescado frito, queso y tomate, albóndigas.
Le llevó años, pero un día Fernanda salió del enojo y entendió cuánto le había dado la ciudad a su vida y empezó a caminarla, a conocerla, a quererla y a promocionarla en español a través de su popular cuenta de IG: @mecopenhague.
Planeta bici
Al llegar a la estación central de trenes vi un mar de bicicletas estacionadas y cuando salí a la ciudad, un río de bicis andando. Nueve de cada diez daneses tiene bici y sólo en la capital hay 454 kilómetros de bicisenda. Cuando alquilo una me advierten que siga las reglas: 1) conservar la derecha, 2) respetar las señales de tránsito, 3) en caso de doblar a la izquierda, levantar la mano, detenerse al costado y esperar el semáforo de los autos para doblar, 4) usar luces cuando oscurece, 5) no usar el teléfono, 6) no tomar alcohol.
Al salir a las calles las advertencias son útiles: no hay quince ni veinte ciclistas en la bicisenda, somos miles, una masa en movimiento. La bici los lleva al trabajo y a la fiesta, a comprar algo y a la peluquería, a la universidad y a la escuela y a Noma, el restaurante elegido cuatro veces el mejor mejor del mundo.
La mayoría de las bicis tiene canasta adelante y durante los días que estoy en Copenhague veo canastas cargadas con: carteras, ramos de flores, un perro, una mochila, la compra del supermercado, una silla, mantas, una maceta, una tabla de skate, un carry-on, un pan, un ventilador.
Voy en bici al cementerio de Assistens, en Nørrebro, un barrio pequeño donde viven unas 75.000 personas con alto porcentaje de inmigrantes. Hasta hace algunos años estaba catalogado como problemático y hoy, en pleno proceso de gentrificación, es tierra de hipsters, cafés de especialidad, tiendas independientes de diseño y de ropa usada, y restaurantes étnicos con opciones veganas.
De camino paso por iglesias de ladrillo a la vista. Los daneses son evangélicos luteranos y, salvo en Navidad, bautismos, casamientos y funerales no van a la iglesia. Paro porque veo un casamiento. Los novios salen al sol después de la ceremonia. Son mujer y hombre pero podrían haber sido hombre y hombre o mujer trans y mujer cis entre otras combinaciones porque en Dinamarca la unión civil existe desde 1989. Las mujeres votan desde 1915, el aborto es legal desde 1973 y, a comienzos del siglo XX, la pintora Lili Elbe fue la primera mujer trans operada de la historia, como vimos en La chica danesa (en el puerto de colores de Nyhavn se reconocerán algunas escenas de la película).
Las puertas del cementerio están abiertas, la bicisenda lo atraviesa y hago un ocho entre robles y tilos hasta la tumba del filósofo danés Søren Kierkegaard, el hombre que hace dos siglos desarrolló el concepto de angustia y escribió sobre la desesperación y la libertad. En Assistens hay más de 300.000 muertos –enterrados, según la costumbre, en cajón blanco–, y uno de ellos es Hans Christian Andersen, quizás el danés más famoso, que murió en 1875. El autor de El Patito Feo y La Sirenita –en el puerto se puede la puede ver en bronce desde 1837–, el símbolo de la ciudad con su escultura en el puerto. En la tumba de Andersen hay un ramo de flores frescas y un cartel que dice tak fur dine evntyr que quiere decir gracias por tus aventuras. Tak es la única palabra que recuerdo del viaje danés: gracias.
100 % diseño danés
Uno de los edificios famosos en el mundo por su diseño es la Ópera de Sidney y el diseñador, Jørn Utzon, era danés. El diseño danés se convirtió en una marca país, un sello de calidad y originalidad. Desde mediados del siglo pasado, Dinamarca comenzó a producir y exportar muebles elegantes, minimalistas y funcionales. Algunos de los exponentes de esa corriente funcionalista y creativa fueron Finn Juhl, Kaare Klint, Poul Henningsen, Verner Panton, Georg Jensen y el gran arquitecto Arne Jacobsen (1902-1971), creador de The Ant, en español, la silla Hormiga. La veo en el Museo de Diseño, donde hay una galería de las sillas danesas, y más tarde la vuelvo a ver en Skovshoved tankstation, una estación de servicio también diseñada por Jacobsen hace más de cuarenta años. ¡Una estación de servicio de diseño! La gente toma sol con un café o una cerveza cerca del surtidor. Basta que asome un rayo y los daneses salen a los parques, a las veredas, a buscar vitamina D. Si hay viento, es decir casi siempre, los bares proveen mantas de polar y pyt knap con el clima. Ahora que lo escribo veo que aprendí algo más de danés. Pyt knap sería como se acabó o vuelta de página, y se usa mucho.
–¿Qué te gusta de los daneses? –le pregunto a Fernanda.
–Que tienen palabra, que son simples y prácticos, y rechazan el drama y la victimización.
Le hago caso al cartel y pruebo la silla Hormiga: tiene la espalda angosta pero alcanza para apoyarse cómodamente. Es liviana, estable y sintética y fue la primera silla producida en masa en el país, desde 1952. Los daneses disfrutan de rodearse de buen diseño: la silla hormiga está en las casas, en bares y en el aeropuerto de Copenhague. A propósito, cerca del aeropuerto, en Ørestad, se concentran los edificios más nuevos, como la Casa 8, un enorme complejo residencial accesible del diseñador danés Bjarke Ingels pensado en función de la luz.
Jacobsen también diseñó la silla Huevo y la Cisne, y el Banco Central, el Royal Hotel SAS –el primer rascacielos de Copenhague– recientemente restaurado por la cadena Radisson, un teatro con techo corredizo, un complejo residencial y las torretas de guardavidas de la playa de Bellevue.
Desde un banco frente a la torre de guardavidas (sin guardavidas) parecida a un faro veo a una mujer de unos setenta años que viene desde su casa envuelta en una bata blanca. Al llegar se la saca y la apoya en un banco. Está desnuda, todos la vemos. Baja por una escalera y se larga a nadar. A los cinco minutos, llega un hombre en bata y el mismo ritual, él con traje de baño. Y al rato, una más, y otro. Después de nadar se seca con una toalla y, como si hiciera una terapia de luz, espera unos minutos al rayo del sol.
En cuarenta minutos pasan seis bañistas y todos salen del agua con una sonrisa. Me pregunto si se podría considerar un momento hygge a pesar del agua helada.
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