Contra lo que piensa el resto, Magalí no quiere ser mamá
Magalí Santi sintió como una verdadera liberación haber tomado, al fin, la decisión de que no quería ser madre. "Me tuve que hacer cargo de mi deseo", dice. Ese ruido interno que venía escuchando, a veces más, a veces menos, cada vez que el tema se le ponía adelante, encontró a sus 28 años la caja perfecta de resonancia. Magalí lo puso en palabras: "Lo que me pasaba tenía nombre y apellido; era No- tener- hijos", y decidió ligarse las trompas de Falopio.
Fue algo meditado durante años, incluso en terapia, que su entorno juzgaba como un salto al vacío, como una mala decisión. "No tenía muchas dudas; tenía mucha presión de mi entorno. Fue difícil empezar a decirlo a viva voz. Tenía amigas que me decían: ‘No, que sos muy joven, que te vas a arrepentir, que si estás segura… y eso a mí era lo que me echaba para atrás".
De chica le gustaba jugar con muñecas, a la mamá y al papá. De joven corría la meta de la maternidad, incluso ignorando peligrosamente los límites biológicos: "Que cuando me reciba, que a los 30, que a los 40, que en la premenopausia"; hasta que le puso nombre y apellido.
Después vino la otra etapa: poder concretar su decisión. El primer ginecólogo, su médico desde la adolescencia, la miró con el seño fruncido y la retó por habérsele ocurrido tan joven hacerse una ligadura de trompas; le dijo que no sabía si el día de mañana ella iba a querer ser madre y que él no lo haría. En la cuarta cita con el segundo, después de soltar el "Me quiero ligar", escuchó otra vez que de ninguna manera. Con el tercero encaró el tema de entrada. Otra vez se fue con la sensación de ser mirada como a una niña obstinada. Entonces volvió al segundo, el que más confianza le había inspirado, con la ley 26.130 en la mano. Ella era mayor de edad, solo era necesario su consentimiento; empresas de medicina prepaga, obras sociales y hospitales tenían que hacerle la intervención sin pagar un peso. Recién ahí el médico la derivó a un cuarto especialista, quien respetó su deseo.
Mientras todo eso acontecía, al hablar del tema, empezaron a juzgarla. Un exnovio le dijo que era cosa de homosexuales. Y ella aún sabiendo que estaba mezclando peras con bananas, llevó al diván su sexualidad, sin miedos, para terminar reafirmando que le gustaban los hombres. Otros la acusaron de ser egoísta y pensar solo en ella misma; de ser egoísta con un hijo que no existía. Alguien más le dijo: "¡Pero al menos uno tenés que tener!", como si fuera un vestido de marca, una mascota, un celular, como si tener un hijo no nos cambiara la vida. Un exjefe le apostó con seguridad que no se ligaría las trompas. Ella lo llamó por teléfono al día siguiente de la intervención, cuando le dieron el alta, para contarle que se había sacado cien kilos de encima y que se sentía feliz.
Magalí dice que cree que no va arrepentirse, porque se siente muy segura de las decisiones que va tomando para su vida. Que vivió el sacrificio de su madre, la opresión de ser hija no deseada y que quizá por eso decidió que no le haría a nadie repetir su historia; ni a ella misma repetirla. Que las pastillas anticonceptivas la esclavizaban, que el DIU le parecía invasivo, que no quería correr el riesgo de que quedara embarazada y tuviera que pasar por la pena de pensar en un "plan B".
Está segura de que no deseará concebir. Pero Magalí deja una puerta abierta. Ve la maternidad no como una posesión, ni como algo ligado necesariamente a lo biológico, si no, eventualmente, con la oportunidad de dar amor y una buena vida a alguien que lo necesite. Y si en algunos años se da cuenta de que tiene ganas, no descarta la posibilidad de adoptar un "niño grande", de esos miles que esperan en hogares que alguien les dé la oportunidad. Cree que la vida es, sobre todo, responsabilidad sobre nuestros actos. Y así va empuñando sus decisiones.
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