Hace seis meses, la propiedad ubicada sobre la calle Tronador, entre Padilla y Echeverría, adoptó el aspecto de una representación extranjera
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Algunos se ríen; otros se asustan. Pero lo cierto es que ninguno de ellos, ni los vecinos, ni los alumnos que estudian en los colegios de la zona, terminan de entender si lo que ven es real o si es simplemente una broma a gran escala.
El gran misterio de Belgrano R se encuentra en la calle Tronador, entre Padilla y Echeverría, a una cuadra del colegio San Vicente Pallotti y a dos del Instituto Bethania. Se trata de una casona de estilo californiano que solía ser una vivienda como cualquier otra del barrio, siguiendo el estilo pacífico y residencial de la zona, pero que hace poco más de un año cambió de dueño y, entonces, pasó a tener una imagen totalmente diferente. Ahora, a ambos lados de la puerta flamean dos banderas de la Unión Europea. Sobre el portón de ingreso, custodiada por una cámara de seguridad, se ve una placa de bronce con la inscripción “Consulado del Ciberespacio”.
Pero lo que más inquieta a los vecinos no es la duda de si realmente existe o no una representación en suelo argentino del espacio virtual, sino el cartel led programable que se extiende por encima del ingreso principal a la casa, en el que se puede leer de a partes: “Este es el Consulado del Ciberespacio. Si usted tiene prendida la función Bluetooth, acabamos de ingresar por ese medio a su celular y tenemos todos sus datos y fotos. Lo tenemos controlado y sabemos quién es. Circule y no se detenga, por favor”.
Pablo Bañares, el dueño de casa, se ríe al relatar la reacción de sus vecinos. “Todas las personas que pasan y se quedan leyendo el cartel automáticamente agarran el celular y se fijan si tienen prendido el Bluetooth. Realmente están en la duda de si es en serio o no. Yo creo que piensan: ‘Nadie puede haberle puesto tanta garra para una joda’. Pero sí”, dice, desde el living de su casa.
Bañares es médico flebólogo especialista en medicina estética y cantante de una banda de rock. Pero no solo eso: también es maestro masón, cinturón negro de taekwondo, instructor de esgrima japonesa con espada samurái, conductor televisivo y motociclista amateur. “Me aburro fácilmente en la vida”, explica, para justificar la diversidad de sus ocupaciones.
El multifacético dueño de casa no se limitó a dejar su impronta en la fachada del “Consulado”: su humor y creatividad están presentes también en en cada habitación, y hasta en el jardín. Así, la casa combina una planta baja de pisos negros, un baño totalmente rosa de estilo kitsch, un pequeño boliche que emula las discos berlinesas de la época soviética, una “pecera humana” y un cartel luminoso de dos metros de alto que dice “Elvis”, entre otras extravagancias.
“Esa cartelera la mandé a hacer a los que hacen los carteles de arriba de los edificios -acota Bañares, mientras pasea por su jardín-. La escala de letras que iba bien para mi quincho, me dijo el especialista, era de un metro. Pero yo pedí que sea de dos metros porque era la escala que tenía Elvis en su casa. El tipo me dijo: ‘Esto es un error. Estamos haciendo un cartel para un edificio de 22 pisos. Cuando lo prendas, te vas a quedar ciego’. Pero le dije que lo hicieran igual. La luz es fuerte, sí -dice, entre risas-. Pero lo bueno es que podemos iluminar toda la casa con la luz de Elvis, que entra por la ventana. Es como un chorro de luz blanca que baña toda la casa”.
Bañares también se inspiró en Elvis Presley, uno de sus grandes ídolos, para la construcción de su “pecera humana’', que aún está en obra. “Es una pileta que, en vez de ser para abajo, es para arriba y tiene una pared de vidrio. Cuando puse el cartel de Elvis, dije: ‘Falta la pileta de Elvis. Él tenía una piscina con paredes de vidrio y, entonces, mientras sus chicas nadaban, él las miraba. Yo veré a mi novia o ella me verá a mí -se ríe-. Abajo le voy a poner un piso de led, así cuando te tirás a nadar, prendés el color que quieras: rojo sangre, azul, verde”.
El propietario, dueño de una cadena de centros de estética, compró la casa hace 10 años como inversión. El anterior dueño era un millonario irlandés que había construido la casa en los ‘60, inspirándose en las antiguas mansiones de Malibú, aunque siguiendo una escala menor. Durante la pandemia, los inquilinos que hacía años ocupaban la casa decidieron no renovar el contrato y, mientras Bañares refaccionaba la casa para volverla a alquilar, terminó de tomar la decisión de divorciarse y mudarse allí. “Era una casa antigua y oscura. Tuve que levantarla arquitectónicamente. Todas las aberturas que ves acá, eran paredes”, dice, desde el living de su casa, que funciona también como sala de ensayos cuando se reúne con su banda.
Bañares vive en el Consulado del Ciberespacio junto a su novia, Josefina Sempé, programadora y diseñadora. “Como estoy a dos cuadras de mi antigua casa, tengo la dinámica esta de que mi hijo se queda a dormir cuando quiere. Ayer a la noche durmió acá, por ejemplo”, cuenta. Uno de los pocos objetos que se llevó de su antigua casa fue una parte del fuselaje de un avión, que tiene tres ventanas. Antes, durante la pandemia, solía tenerlo en su habitación, al lado de la cama, para sentir que estaba viajando en primera. Pero cuando se mudó le encontró un mejor lugar, dice. Se encuentra en el quincho, junto a su colección de motos intervenidas. En cada ventana del avión colocó a un personaje diferente, con un fondo de nubes, como si los viera en el cielo. Puse a David Bowie, a Elvis y a la reina de Inglaterra. Elisabeth está viva, pero me imagino que no le queda mucho, y yo la adoro”, dice el médico con una sonrisa.
De la Embajada al Consulado: una vida marcada por el humor
El Consulado del Ciberespacio no es la primera broma a gran escala que emprende Bañares. Su hogar anterior funcionó durante 15 años como la “Embajada de Transilvania”, y aún figura en Google Maps como tal. “Muchos dejaban su CV en el cartero o tocaban la puerta para pedir información turística de Transilvania. Cuando entraba o salía, alguna vez me preguntaron si era el embajador. Yo siempre respondía: ‘No, soy empleado, el embajador sale solo de noche”, cuenta, entre risas.
Más allá de los detalles decorativos, como vitrales con símbolos masónicos, un coche fúnebre, un insectario y un piano de cola rojo, lo que Bañares más destaca de su anterior casa es la cúpula, que no es de época, sino que fue encargada por él. “Fue la última cúpula que se hizo en la ciudad de Buenos Aires. Contraté a los cupuleros de la Avenida de Mayo”, cuenta.
A diferencia de la “Embajada”, cuyo único fin era alegrar a los vecinos porteños, el nuevo “Consulado del Ciberespacio” tiene, además, una verdadera función. Allí dentro se llevan a cabo reuniones con especialistas en tecnología para terminar de desarrollar un producto que él y su novia definen como realmente innovador. El proyecto, llamado Escapada Virtual, es desarrollado en conjunto por Bañares y Sempé.
“Es una pagina donde alquilamos los lentes Oculus, de realidad inmersiva. La idea es que los alquilen personas que están internadas, por ejemplo, una señora de 80 que se acaba de operar la cadera y tiene que estar semanas en reposo en su casa. Nosotros le llevamos los Oculus y esa persona, si quiere, puede, por ejemplo, pasar la tarde en Café de la Fleur, en París, o caminar por Madrid, lo que quiera.”, explica Bañares. “Los anteojos ya están. Ahora estamos juntando material de diferentes partes del mundo de gente que ha puesto cámaras 360 y haya filmado lugares. Es un rubro que todavía no está muy desarrollado”, suma Sempé.
Además, como parte del mismo proyecto, la pareja está organizando workshops con distintos grupos de especialistas para ver de qué forma poder aplicar la tecnología de los lentes Oculus a diferentes campos de trabajo, como la arquitectura o la medicina. Hace pocas semanas, hicieron un encuentro con especialistas tecnológicos y cirujanos de cadera, y los últimos contaron que les gustaría poder utilizar esta tecnología para poder contar con el asesoramiento en vivo y directo de cirujanos de otros países durante una cirugía.
Bañares ve este nuevo proyecto como parte de un nuevo ciclo en su vida, que también incluyó un divorcio y una mudanza. “No es una crisis de los 50, es más bien una nueva etapa. Yo dividí mi vida en tres bloques de 25 años. Los primeros 25, para estudiar. Los siguientes 25, para trabajar y hacer lo que tengo que hacer, y los terceros 25, que recién empiezan, para seguir trabajando, pero más enfocado en hacer lo que me da la gana, enfocado en disfrutar”, explica el médico.
De todas formas, acepta que durante toda su vida le dio mucha importancia al disfrute. Esa postura tiene que ver con su filosofía de vida. “Se llama ‘Memento mori’, es un principio filosófico de la antigua Grecia, significa: ‘Recuerda que vas a morir’. Hay gente que no hace cosas que realmente quiere hacer, por diversas razones. Y, al fin y al cabo, después se mueren. Yo eso lo vi muchas veces. Apenas me recibí, hacía guardias en el Hospital Sirio Libanés, que es de PAMI. Había muchos pacientes con cuidados paliativos, y ellos siempre me decían que tenía que hacer lo que tenía ganas de hacer. Ellos, desde la cama, no se arrepentían de haber hecho, sino solo de no haber hecho. Eso me marcó muchísimo. Por eso siempre en mi vida hice todo lo que quise, como la pecera, la cúpula de la embajada. Toco el piano. ¿Bien? ¿Mal? No importa, lo hago igual porque me gusta”, dice.
Siguiendo esa misma filosofía, hace siete años, Bañares se tatuó en ambos brazos los años que creía que le quedan de vida, a modo de cuenta regresiva. Entonces, como si fuera un calendario de pared, cada cumpleaños, él visita a su tatuador y le pide que tache el año que pasó con más tinta.
En mi familia lo hombres se mueren jóvenes. Mis tíos se murieron a los 59 y 62 y mi papá, a los 72. Por eso diseño mi vida en tres bloques de 25 años, sabiendo que llegar a 75 está bien biológicamente. Yo quiero llegar a los 90, obviamente, pero, por lógica, el peral da peras, entonces yo me tendría que morir alrededor de los 70. Cuando cumplí 45, dije: bueno, me quedan 30. Entonces me puse 15 años en un brazo y 15 en el otro. A medida que los voy cumpliendo los voy tachando. Por alguna razón, el tatuador se olvidó del numero 11, justo cuando tengo 65 años. Se dio cuenta un amigo. Entonces, decidí tatuarme el 11 en el culo, par cuando me pregunten: ‘¡Che te falta el 11′ poder responder: ‘Lo tengo en el culo’. Ese año ya le dije a Jose que me lo tiene que pagar todo ella, es mi año sabático.
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