
Conscripto Morganti. Desembarcó en Malvinas el 2 de abril, permaneció en las islas hasta el final y volvió al continente con un tesoro invaluable
Con 40 días de instrucción militar, el soldado Carlos Marcelo Morganti formó parte del Batallón de Comunicaciones de Comando 181, unidad responsable de las comunicaciones entre las islas y el continente; fue testigo de la histórica charla entre el general Menéndez y el presidente Galtieri
15 minutos de lectura'

En la mañana del 2 de abril de 1982, los argentinos despertamos con una noticia que nos sorprendió: en las Islas Malvinas flameaba la bandera celeste y blanca. La noche anterior, miembros de la Agrupación Comandos Anfibios pertenecientes a la Armada Argentina dieron inicio al “incruento” operativo de reconquista, que proponía la captura de autoridades civiles y militares británicas, para su posterior desalojo.
En esas primeras horas de combate y confusión participaron diversas unidades de la Armada Argentina y del Ejército Argentino, como el Batallón de Comunicaciones de Comando 181, unidad clave para mantener el enlace entre las islas y el continente.
Todo “el 181″, incluida su plana mayor y su personal de cuadro, estaba compuesto por 36 hombres. Entre ellos se destacaba la presencia del cabo Daniel Fernández, operador de radio y tropa de elite (entrenado como Comando) quien más tarde sería condecorado por sus acciones de guerra en San Carlos. Completaron el grupo 16 conscriptos que eran, en su mayoría, soldados ‘modernos’, ingresados al Servicio Militar Obligatorio a comienzos de 1982. Entre ellos se encontraba Carlos Marcelo Morganti que, con 18 años de edad y apena 40 días de instrucción militar, tomó parte activa en el desembarco desde el rompehielos ARA Almirante Irizar.

El conscripto Morganti
La llegada del soldado Marcelo (extrañamente nadie usa su primer nombre, Carlos) a las Islas Malvinas es confusa, difícil de explicar. Pudo ser un accidente, un error en la cadena de comunicación... o quizá, simplemente, era su destino. Antes de cumplir con “la colimba” se ganaba la vida como dibujante, trabajaba en una agencia publicitaria de Bahía Blanca, su ciudad natal. Cuando le dieron su uniforme de fajina, lo enviaron a una oficina de la plana mayor del Batallón de Comunicaciones de Comando 181, bajo órdenes directas del mayor Ferro. “Estaba desafectado del movimiento diario del resto de los conscriptos, hacía carteles, señales, indicaciones...”, recuerda. Nunca perteneció a ninguna de las dos compañías existentes en la unidad, la A y B, que hacían el trabajo de comunicaciones.
Su suerte comienza a definirse cuando llega a “el campito”, como llaman los soldados al proceso de instrucción militar. Allí conoce a su instructor, el cabo Fernández, que en pocos días sorprende con su destreza para liderar a la tropa. Durante una formación en el segundo piso de la unidad, desafía a los reclutas: les dice que si alguno logra llegar a la planta baja antes que él, les dará a todos un fin de semana de licencia.
Los conscriptos entusiasmados se lanzan carrera abajo por las escaleras... pero toda su emoción se esfuma cuando descubren que Fernández los espera en el patio con una gran sonrisa. Nadie entiende cómo ha podido hacerlo tan rápido. Más tarde lo descubren: es un truco que el cabo hace con todas las promociones, a las que derrota lanzándose de forma temeraria desde el balcón del segundo piso.

El 26 de marzo, luego de una habitual jornada de trabajo, al conscripto Morganti le ordenan dirigirse al pañol para retirar “guantes, un casco, una campera Duveé y un fusil automático FAL”. Según le informan, va a participar en maniobras dentro de un terreno que dispone el Ejército Argentino en inmediaciones de la ciudad de Pigué.
El grupo debe partir a las tres de la mañana. Ante la posibilidad de quedarse dormido, Morganti permanece en vigilia. Como no pertenece a ninguna de las dos compañías, espera solo, con ansiedad. De pronto, se hacen las seis de la mañana. “Algo raro debe estar pasando”, piensa. En el cuartel suelen ser extremadamente rigurosos con los horarios. “Quizá estoy equivocado”, duda. Con la luz del amanecer, observa a un grupo de oficiales y suboficiales formados en semicírculo que saludan a un superior. Morganti, que es oriundo de la ciudad de Bahía Blanca, se acerca a ellos y les pregunta: “¿Me van a llevar?”. Le ordenan que espere, que siga esperando.
Minutos más tarde, un camión del Ejército Argentino se detiene a su lado. Un mano que asoma desde la caja lo invita a subir. “¡Vamos a Pigüé!”, repiten entusiasmados otros conscriptos que ocupan los asientos laterales del camión.
Media hora después de partir, el chofer detiene la marcha. “¡Llegamos!”, festejan alborozados algunos conscriptos mientras apagan sus cigarrillos. “No deben ser locales”, piensa Morganti. Él, como buen bahiense, sabe que el viaje hasta Pigüé demora poco más de una hora...
La lona trasera del camión permanece baja, no permite ver hacia afuera. La curiosidad puede más y Marcelo asoma la cabeza -con su casco puesto- para comprobar que se encuentra frente a una mole de acero que lo espera: es el venerado rompehielos Almirante Irizar amarrado en la Base Naval de Puerto Belgrano.
Empujado por la sorpresa, extiende su torso fuera del camión y observa destructores, fragatas y corbetas con sus calderas encendidas y personal en las cubiertas desplazándose de un lugar a otro. Se da vuelta hacia sus compañeros y advierte: “¡Boludos, no estamos en Pigüé! ¡Estamos en los muelles del Comando de Flota de la Base Naval Puerto Belgrano!”.
Hay risas, algunos todavía creen que se trata de una broma... hasta que levantan la lona y sus miradas, al unísono, revelan el asombro generalizado. La gran mayoría de estos soldados solo han visto buques de guerra en revistas, libros y en la televisión.
Rumbo a Malvinas
Todos son embarcados en el rompehielos Almirante Irizar. Zarpan el 28 de marzo, pero nadie les revela el destino: ninguno de los conscriptos sabe aun que van a recuperar las Islas Malvinas. Lo curioso es que muchas reuniones relacionadas con la Operación Rosario (nombre que le pondría luego el coronel Mohamed Ali Seineldín) se realizaron en el Batallón de Comunicaciones 181, cerca de la oficina donde prestaba servicio Marcelo. Las otras reuniones, con los navales, se concretaron en Puerto Belgrano. Pero jamás se filtró información entre los soldados.

Marcelo, como casi todos, se enteró en alta mar por un mensaje del almirante Carlos Büsser, cuando pronuncia un discurso donde rebela a la tropa el propósito de semejante despliegue.
En los cuatro días de navegación, los buques argentinos son alcanzados por una severa tormenta que los tiene a mal traer. Olas negras de cinco metros o más se abalanzan contra las cuadernas de los cascos y los impactan una y otra vez. La proa del rompehielos parece suspenderse en el aire. Alcanza la cima de las olas y luego en cámara lenta se dirige hacia al vacío como un gigante herido y embiste la superficie del mar.
Morganti, que no ha navegado jamás en su vida, vomita todo lo que come o toma durante su estadía en el buque. El rompehielos, ignorando la situación, continúa su derrota hacia Puerto Argentino.
Finalmente, en la mañana del 2 de abril, el Irizar se prepara para la siguiente etapa: desembarcar tropas en Puerto Argentino, donde ya flamea la bandera argentina. Al soldado Morganti le ordenan tomar su fusil, su bolso y junto a sus compañeros se dirigen hacia la cubierta de vuelo. Sigue mareado y se tambalea mientras camina por los pasillos del buque. Su sorpresa es mayor cuando les informan que va a ir “por aire” a tierra firme.
No entiende cómo. El frio de la mañana lo golpea en el rostro devolviéndole la cordura. Entonces descubre una sombra que se agiganta en el aire con sus luces de posición encendidas. Se trata de un helicóptero Sea King de la Aviación Naval Argentina. Es el único disponible a bordo para sacar a todos los integrantes del batallón. El segundo helicóptero se averió durante la tormenta.

El sonido del motor satura los oídos, el viento frio barrido por las aspas se multiplica y quienes operan en la cubierta a los gritos les ordenan a Morganti y sus compañeros dirigirse al helicóptero que se ha posado.
Los conscriptos corren atropellándose, dan un salto y están dentro de la aeronave. El sonido del motor es peor dentro que afuera. La luz mortecina que ilumina el compartimiento parece volverse más tenue. En la puerta de la aeronave hay un operador atado con un arnés de seguridad que ordena la carga. Su casco es blanco, tiene un visor negro que lo protege del viento y lleva un micrófono instalado que le permite comunicarse con el piloto y el copiloto. Tras unos minutos, levanta su pulgar indicando que la carga está completa y el Sea King está listo para partir.
Morganti vivencia algo nuevo, siente como el helicóptero se eleva, parece un ascensor. Estira su cuerpo y observa cómo es el amanecer en Puerto Argentino. Minutos después, emocionado, pisa por primera vez las Islas Malvinas. Pero sigue balanceándose de un lado a otro como si aún estuviera a bordo del rompehielos.
El batallón se establece en el Cuartel de Royal Marines en Moody Brook, a pocos kilómetros de Puerto Argentino. Allí se instala instala el Centro de comunicaciones Fijo llamado, simplemente, Malvinas. Desde el ex cuartel británico se efectúa el primer enlace con el continente, dirigido al Centro de comunicaciones Fijo Comodoro Rivadavia. En los días siguientes se abren nuevos canales de enlace con otros puntos en las islas, como Puerto Darwin y Bahía Fox.

El trabajo de las comunicaciones se incrementa con el arribo a las islas de la Décima Brigada de Infantería Mecanizada, creándose la Agrupación de Comunicaciones Malvinas conformada por los batallones 181, 10 y 9.
El panorama en el cuartel de Moody Brook sorprende a Morganti y sus compañeros. Aparte de los pañoles de armamento, los sectores de vida cotidiana de la tropa británica parecen formar parte de una activa tienda erótica. No solo encuentran revistas pornográficas, también aparece una muñeca inflable y distintos juguetes sexuales.
En las habitaciones, donde residían las tropas, descubren fotografías de soldados británicos travestidos en fiestas llevadas a cabo en sus tiempos de paz. Hay prendas desparramadas por doquier, varios equipos de música, pilas de cassettes, documentación personal de los soldados, billetes de libras esterlinas y relojes de pulsera.
Un superior ordena sacar todo fuera del cuartel. La información del inédito hallazgo toma pocos minutos en llegar a oídos del coronel Seineldín, quien se apersona en Moody Brook con un capellán católico. Su propósito es “limpiar” el lugar con oración, agua bendita y fuego.
El mayor Ferro le ordena a Morganti elegir una habitación y dejarla en condiciones para ser habitada por ellos. El soldado no demora mucho en encontrar el mejor dormitorio. Cuando abre el placard, una pila de revistas Playboy cae sobre sus botas. Sin perder tiempo, las oculta bajo la cama de Ferro pues sabe que en algún momento se convertirán en objeto de trueque con otros soldados que han descubierto un sector de abastecimiento que incluye alimentos y partidas de cigarrillos. Todo es moneda de cambio y esas revistas quedan bien protegidas debajo de la cama de un mayor que desconoce por completo su existencia.

Poco después, un grupo del batallón se traslada a Puerto Argentino para operar el sistema de comunicaciones. Todas las órdenes deben ser asentadas en un libro de guerra de la unidad. El responsable de escribirlas, con letra precisa, es el soldado Morganti, quien decide hacer otra copia, un “duplicado”, en un cuaderno escolar de tapa dura que le obsequian a mediados de abril.

En ese cuaderno, entre las órdenes escribe también sus memorias, reproduce su vida diaria en Malvinas, asienta novedades y requerimientos. La información oficial y clasificada se mezcla con sus pensamientos. Todo sucede sin que sus superiores tomen conocimiento de ello.
Apenas tiene tiempo de pensar en su familia. En la partida, tan secreta como intempestiva, no tuvo tiempo para despedirse. Alicia Bartoli, su madre, se entera que Marcelo está en las Islas Malvinas por la radio, cuando reconoce la voz de su hijo en la radio, en una entrevista a “un joven soldado de la patria”.

La noticia es devastadora para Alicia, quien casualmente se encuentra con su hermana Mabel. Ambas quedan paralizadas. Mabel se retira del hogar, toma su automóvil y sin saber por qué se detiene afuera del Hospital Interzonal Penna (que recientemente fue arrasado por las inundaciones que asolaron Bahía Blanca). Llora desconsolada por el destino de su sobrino, pero sabe que debe ser fuerte para apoyar a su hermana.
La guerra finalmente comienza el 1 de mayo cuando un bombardero Vulcan británico lanza sus bombas sobre el aeropuerto de Puerto Argentino. Las explosiones sorprenden a Morganti, quien se encuentra junto a sus compañeros Corral, Chevallier y Meringer. Es la primera invitación formal a visitar un pozo de zorro, movimiento que repetirán casi todos los días ante los bombardeos aéreos y navales.
En aquella primera jornada, la de su bautismo de fuego, los cuatro conscriptos descubren volando a baja altura a dos jets Sea Harrier del Royal Navy. Van rumbo al aeropuerto cuando las baterías antiaéreas argentinas los reciben con fuego continúo. De fondo, escuchan el eco de bombas explotando. Un misil lanzado desde tierra viborea errático hacia las nubes y Marcelo lo confunde con una bengala blanca. Es la primera vez que ve un misil en acción de combate. Luego, sin más preámbulo, llega la calma.
De alguna manera, Marcelo y sus compañeros aprenden a vivir en estado de guerra. Mientras tanto, su cuaderno personal recopila poemas, pensamientos, ilustraciones y órdenes recibidas al Batallón de Comunicaciones que cubre el conflicto “de punta a punta”.
Dos días antes de que Puerto Argentino caiga a manos de la Fuerza de Tareas británica, la muerte desfila por la capital y Marcelo presiente que es su fin. Solo ruega que sea un disparo certero el que ponga fin mientras combate con el enemigo. Se lamenta por su madre, que perderá a su único hijo. Piensa que, en caso de perder la vida, Alicia debería recibir el cuaderno. En una de sus páginas escribe;
“Son las 16 horas, es inminente el ataque inglés final, anoche los ataques fueron muy duros y esto no da para más. Si este diario no llegara al continente, a quien lo lea, quiero que sepa que desde mi lugar de combate he cumplido con mi deber. Quiero decirle a mi familia que los quiero y los extraño muchísimo y pase lo que pase jamás los voy a olvidar. Que Dios los bendiga y los proteja a todos”.
Sin embargo el presagio no se cumplirá y Marcelo será, antes de caer prisionero, testigo de un momento único en la historia del conflicto.

Prisionero 1075
Morganti y parte de la plana mayor del Batallón de Comunicaciones 181 es sorprendida por la imprevista aparición del gobernador de las Islas Malvinas, general Mario Benjamín Menéndez. Él ordena enlazar con la Casa de Gobierno para hablar con el presidente Leopoldo Fortunato Galtieri. Toma el teléfono y con una mirada adusta aguarda la comunicación con Buenos Aires. El dialogo es extenso y Marcelo es testigo del final del conflicto:
Menéndez: -Esto se acabó. Ya no nos quedan medios. Se combatió duramente hasta las últimas horas. Me avisan que los ingleses están a cuatro o cinco cuadras de este lugar.
Galtieri: -Use todos los medios que tiene a su alcance y continúe el combate con toda la intensidad posible, moviendo al personal fuera de las trincheras.
Menéndez: -Mi general no he logrado darle una sensación de lo que hemos vivido (...) A esta tropa ya no se la puede exigir más después de lo que han peleado.
Luego sucede lo inevitable: se declara el cese al fuego. El conscripto Marcelo Morganti, con sus compañeros, se convierte en prisionero de guerra. Fue uno de los primeros soldados argentinos en llegar a las islas y será uno de los últimos en abandonarlas.
Las tropas británicas requisan a los prisioneros argentinos en el muelle, antes de embarcarlos rumbo al continente. Descubren que Morganti lleva entre sus ropas un “souvenir de guerra”: se trata de un perfume Paco Rabanne que un civil le compró algunos días antes del fin del combate con el dinero que le envió su madre (que no había podido gastar en ningún lado). También lleva oculto, debajo de la campera, el cuaderno donde copió todos los mensajes que transmitió durante la guerra.

Durante el cacheo, el soldado ingles advierte la botella del perfume, la extrae y esbozando una sonrisa exclama: “Oh, Paco Rabanne!”. Luego descubre el cuaderno, pasa algunas de las páginas, se detiene en algún dibujo y le hace señas a Marcelo que se lo quede. Pero le secuestra el perfume. Luego ordena a Marcelo y sus compañeros que aborden un lanchón que los llevará al transatlántico Nordland. Allí le pegan en la campera una etiqueta con la cifra 1075 que corresponde a su número de prisionero. A diferencia del viaje de ida, que lo hizo en una bodega, esta vez tiene un camarote.
“Morganti: Islas Malvinas”-
Carlos Marcelo Morganti sobrevivió a la guerra. Hoy tiene 62 años, cuatro hijos y dos nietas. Vive en Bahía Blanca, es jubilado, pero desarrolla actividades a favor de “la causa Malvinas”. En 2012, con sus propios recursos, editó un libro con sus memorias en la guerra al que tituló ”Póker de amigos”. Nunca perdió contacto con su jefe directo, el mayor Ferro, del que tiene altísima estima.
Aun conserva el cuaderno con la trascripción de todas las comunicaciones que hizo durante la guerra. Es su compañero de Malvinas, testimonio de una gesta histórica y de una marca dolorosa que grabó en su alma a sus 18 años. Salvado de ser secuestrado por fuerzas británicas, de su destrucción en la guerra y de la reciente tragedia de la inundación que azotó la ciudad de Bahía Blanca. En su portada, se puede leer el título que Marcelo escribió: “Morganti, Islas Malvinas”.

Más notas de Historias LN
- 1
Sentinel: cómo vive la tribu aislada de India que un turista de EE.UU. trató de contactar antes de ser detenido
- 2
La fruta rica en vitamina A que favorece la visión y fortalece el cabello
- 3
Científicos aseguran que el pis de ballena tiene un costado positivo para el ambiente marino
- 4
Efemérides del 6 de abril: ¿qué pasó un día como hoy?
Últimas Noticias
Ahora para comentar debés tener Acceso Digital.
Iniciar sesión o suscribite