No se buscaron pero la vida los encontró. Y también los puso a prueba en una historia de amor que pudo sortear muchos obstáculos, excepto uno.
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“Me debés un beso”, le dijo esa tarde de julio mientras dejaba un bombón en su mesa de trabajo y la miraba con una sonrisa que hizo tambalear sus estructuras. “Fue de la nada, de repente, no sé cuándo ni cómo. No habíamos cruzado muchas palabras, solo lo justo. Y encima él casi no sonreía, tenía aspecto de una persona de más edad de la real”. Pero ese día cuando le llevó el chocolate, la tomó completamente por sorpresa.
“Mañana te lo pago”, dijo ella. Había comenzado hacía unos meses a trabajar en aquella distribuidora donde lo conoció. Tenía entonces 34 años, un matrimonio que a duras penas se mantenía a flote y la realidad era que los días de ese vínculo estaban contados. Ella ya sabía que no amaba más al padre de sus hijos.
Al día siguiente fue la primera en llegar a la oficina. Él fichó unos minutos después. Había madrugado para cobrar el beso que ella había prometido. Se lo dio en la mejilla, no se animó a más. Él se dio media vuelta y siguió su camino. Pero ella lo detuvo con una frase que lo obligó a retroceder. “Ese no era el beso que pensaba darte”, apenas balbuceó. Él volvió a mi de inmediato y nos dimos un beso soñado, yo puse mis manos en su cara, por unos segundos nos olvidamos de que alguien podía entrar y vernos… Probé su boca, sentí su sabor, miré sus ojos de cerca, olí su aroma y volé todo el día, cada día… Todo lo que iba probando me gustaba. Empezamos con una infinidad de mensajes, con la sensación del enamoramiento, de la desesperación de vernos… De algo nuevo para él, y para mí… Éramos amantes…”.
La adrenalina de la aventura
Al principio todo estuvo teñido por miedo, por la necesidad de calcular horarios. Y luego llegaron las locuras, las salidas a cualquier hora, las excusas en la casa, las ausencias y los sueños. El flechazo había sido mutuo. El amor surgió naturalmente entre ellos: se sentían en confianza, podían relajarse con el otro, hablar, contarse lo que fuera. Pero ambos tenían una vida paralela. “Con todos nuestros miedos e inseguridades, tuvimos nuestro primer encuentro sexual. A él lo habían menospreciado. Yo había estado muchos años con el mismo hombre y era difícil que otro me viera en la intimidad, poder estar relajada. Pero estábamos nerviosos por igual”. Pero a medida que los cuerpos desnudos se iban encontrando bajo las sábanas, todos los miedos y dudas comenzaron a desaparecer, la pasión se había apoderado de ellos. Pasaron los meses, los años y el vínculo creció,
Sin embargo, pronto las cosas se hicieron cuesta arriba. Ambos aún convivían con sus otras parejas. “Empezamos a inventar mil maneras de vernos, y lo hacíamos, pero lo nuestro iba más allá de un encuentro, queríamos compartir algo de la vida cotidiana. Así que, entre medio de escapadas, por ejemplo íbamos a algún lugar alejado y compartíamos un asado, otras veces nos tomábamos unos mates en el auto, mientras escuchábamos música y charlábamos”.
Luego de cada encuentro venía la despedida y eso era un dolor en el corazón. “Yo sabía que compartía la casa con otra mujer, y él sabía que yo regresaba a casa con otro hombre. Ninguno de los dos quería estar donde tenía que estar”. Muy pocas veces decidieron -y pudieron- tomar distancia. Era imposible que se mantuvieran alejados. “Habíamos logrado una confianza con el otro única en todo sentido, era comodidad pura estar al lado del otro. Soñábamos con dormir juntos, con hacer el amor, abrazarnos y no despertar hasta el otro día”.
Más adelante él cambió de trabajo: comenzó a hacer viajes en camión de larga distancia. Al tiempo ella se separó finalmente, sus hijos estaban grandes, se habían ido a estudiar a otra provincia y eso generó mayor libertad en el vínculo. “Mientras él viajaba y tenía señal pasábamos horas hablando por teléfono, los dos con auriculares. Yo mientras ordenaba mi casa lo iba acompañando del otro lado del teléfono. Algunas madrugadas, para que no le diera sueño también lo llamaba y hablamos de cualquier cosa o cantábamos. Por momentos había silencio, pero nos escuchábamos la respiración y sabíamos que estábamos cerquita. Y cuando volvía siempre lo esperaba con una comida o algo distinto, una sorpresa, algo pensado para él. Venía cansado de manejar horas, pero siempre sentíamos tanto deseo que las ganas podían más que el cansancio. Luego llegaba el abrazo y su pierna entre las mías, el calor de su pecho en mi espalda y querer que la noche fuera eterna”. Sin embargo, las despedidas se hacían cada vez más dolorosas. Los domingos, las fiestas de fin de año, todo llegaba a su fin y no podían estar juntos como deseaban.
Poner el cuerpo
Habían pasado ocho años desde aquel primer beso a cambio de un bombón. Pero las trabas eran muchas. Ella ya no quiso seguir esperando que él se separara y dejó de contactarlo. “Ya no podía con ciertas cosas, él le estaba poniendo su cuerpo a los miedos, angustias, a tener que permanecer en una casa donde no quería estar”. Hasta que en 2019, luego de unas vacaciones, él comenzó con fuertes dolores en la espalda a la altura de los riñones.
Se hizo estudios, consultó a varios especialistas y la conclusión fue que debía operarse para que le extirparan un riñón que ya no funcionaba. Y, en agosto de ese año, tuvo que poner fin a su vínculo extramatrimonial. “Era su hijo o yo, esa era la amenaza que siempre había tenido para no separarse. Así que no nos vimos más. El primer mes fue muy difícil para mi. Después empecé a estar mejor. Y cuando menos lo esperaba, después de dos meses, retomó el contacto y ahí empezó otra historia”.
Si bien se había separado definitivamente, ahora el tema que los acuciaba era el de su salud. Los dolores se habían hecho cada vez más intensos. Hubo que adelantar la operación. Salió todo según lo planeado, hasta que una nueva molestia anunció lo que vendría. “Ahí empezó la parte más triste, terrible, desesperante, de enseñanza, de agradecimiento, de felicidad, de amor, de cuidados. El amor de mi vida tenía cáncer con metástasis en la columna y la ingle. También se habían afectado su otro riñón, los pulmones, los huesos, hasta en terminaciones nerviosas”.
Luego de unos días en el sanatorio, finalmente pudo estar en casa, en cama, con ella, que lo cuidaba de día y noche. Desde fines de enero a julio, pudo levantarse algunas veces después ya no. Había días que estaba muy dolorido y de todas maneras ponía lo mejor. “Pensábamos y proyectábamos viajes, mates en la playa, cosas simples que nos hacían felices. Mirábamos series, escuchábamos música, llorábamos, mucho, él estaba totalmente sensible. Amábamos cuando llegaba el finde y yo no me movía de la casa, teníamos el tiempo solo para nosotros… Nos decíamos cuánto nos amábamos”.
Y así, él se fue apagando, lentamente. “Su última semana dormía mucho, se despertaba y algunas veces se desconectaba un poco con la realidad. Después entendí que de a poco se estaba yendo, hasta último momento me agradeció todo lo que hacía por él. Me queda su amor, un amor que está en lo más profundo del alma, un amor que tuve la dicha de conocer porque a no todos les pasa, porque aunque lo cuente y lo describa, no es ni cerca de lo que sentíamos, es algo que solo se vive una vez”.
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