Con la camiseta puesta
Hace ya casi diez años, sin emblemas ni zapatillas, en un terreno prestado se juntaron unos 20 pibes convocados con una propuesta deportiva inclusiva para chicos de bajos recursos del Gran Buenos Aires.
Mucha adrenalina, estallido de hormonas y poca ilusión. Hoy ya son más de 600 los chicos que juegan al rugby en el Club Virreyes, de San Fernando. Organizados por categorías según las edades, con canchas, seguimiento nutricional, programas educativos y de entrenamiento, el proyecto crece y mucho. Para participar tienen como único requisito estudiar. El club se ocupa de conseguir becas y tutorías por tratarse de una población en condiciones socioeconómicas desfavorables. "Los más grandes -cuenta Michingo O’Reilly, impulsor y entrenador de estos equipos- ya están dando una mano con las categorías menores. Los de 17 años ayudan con empuje y alegría a los de 9 o 10."
El salto de crecimiento adolescente, su desmesura, sus extravíos y sus riesgos suelen despertar en el mundo adulto sentimientos encontrados. Cuesta entenderlos, y el desafío que provocan, no bien se despiden de la infancia, genera, entre otras cosas, impotencia.
Crecer en un contexto social adverso, que no se ocupa de sus jóvenes, promueve actitudes de resignación en algunos adolescentes, y de transgresión y marginalidad en otros. Por el contrario, utilizar su energía desbordante en pos de un cauce saludable como lo es un deporte produce admiración y, además, enseña.
El Club Virreyes se gestó con ese capital: la convicción de que brindar a chicos de familias humildes una oportunidad que los integre, que los motive y que los mueva era una apuesta llena de sentido. Mientras practican un deporte fortalecen valores, buscan superarse, ejercitan la tolerancia, nutren la conciencia de ser parte de un conjunto. Palpitan el fervor de dicha pertenencia colectiva. Cumplen con un programa de entrenamiento sistemático y esforzado, compiten, se integran. Se implican en un proyecto vital. Tanto más cuando la pasión de quienes los dirigen y conducen impregna la cruzada con intensidad y fuerza.
Experiencias solidarias como estas -que felizmente las hay. nos sacuden. Nos muestran otra perspectiva de intervención con los jóvenes. Nos inquietan y nos abren la cabeza en relación con nuestro compromiso adulto con los excesos adolescentes y sus comportamientos tóxicos. El tormento de la droga y la inundación de alcohol entre los menores no se acalla con advertencias y negociaciones horarias. ¿Hay acaso mejor campaña de prevención contra los desbordes que propuestas como éstas, que los albergan y preparan para la vida?
Salir de la inacción como padres, docentes, profesionales, parece ser posible. El debilitamiento del sostén adulto desprotege a las nuevas generaciones y las deja desamparadas, a la intemperie. Disponibilidad y presencia comprometida son, posiblemente, dos modos de acompañar la desorientación vital y turbulenta de los más jóvenes. Sumar esfuerzos activos en proyectos solidarios y creativos, con la camiseta puesta, puede ayudarnos a no quedar inmovilizados en la queja y el lamento. Que el fenómeno Virreyes nos contagie y se multiplique.
La autora es psicoanalista; autora, junto con Noemí May, del libro Desvelos de padres e hijos (Emecé)