La investigación para su tesis le permitió advertir su propia realidad y buscar el cambio que necesitaba
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Su situación era estable tanto en lo laboral como en lo económico. Hacía cuatro años que trabajaba como especialista senior en el departamento de Recursos Humanos de la Embajada de Estados Unidos en Argentina. Desde su puesto, había logrado varios objetivos: mejorar los beneficios al personal local y que los salarios estuvieran denominados en dólares pero pagados en pesos en cuentas locales a la cotización oficial.
Pero también confiesa que trabajar en la embajada fue por momentos muy frustrante. “Estudiando el mercado de trabajo argentino, las posiciones y los salarios, la Embajada estaba muy bien posicionada. Pero la naturaleza del argentino es siempre quejarse. En definitiva, fue una buena experiencia pero cansadora por el cliente interno que había que contentar”, recuerda Maximiliano Gil (52).
En los últimos dos años también sintió y comprobó que Argentina iba en picada. En todo sentido. “La pérdida de valores y cohesión social, la destrucción del tejido social se me hacía cada día más evidente. Hay una guerra de todos contra todos. No hay reglas, no hay valores. Hay zonas liberadas, donde la vida no tiene valor. La pobre gente está a merced de tener la buena suerte de poder llega a su casa vivo cada día. Naturalizar la anormalidad es terrible, porque no deja espacios para nada. La vida misma se pone en juego a diario -ya en cualquier lugar, a plena luz del día-. Y no quería vivir eso”.
Cuna de expatriado
Criado con una valija en la mano, Maximiliano conoció desde sus primeros años la vida fuera de su país. Su padre, expatriado por compañías transnacionales del rubro textil, había sido designado en diferentes oportunidades para cubrir puestos en el exterior. Puerto Rico, Portugal, Londres, Malta (La Valetta), Estados Unidos y España fueron algunos de los lugares donde vivió y cursó sus estudios. Cuando comenzó el secundario, sus padres se divorciaron y su madre optó por retornar a Buenos Aires. “Yo tenía 15 años y para mí, Argentina era un país desconocido. De hecho en el colegio me decían el gallego. Luego, una vez terminado el secundario fui a Costa Rica (San José) durante un año, de vuelta a Estados Unidos (Miami) unos nueve meses, y luego entre idas y vueltas a Londres (mi segunda casa) donde viví en total más de seis años”.
Su paso por la universidad había sido un tanto sinuoso. En las instituciones privadas no lograba asentarse. Arrancaba a cursar y ya en el primer cuatrimestre, abandonaba. Hasta que un 31 de diciembre a los 24 años le agarró la desesperación de pensar que no había terminado una carrera universitaria y que sus compañeros ya estaban por recibirse. “Creo que esa idea y la de un futuro -sin futuro-, me hizo recapacitar y decidir estudiar. Me prometí que iba a terminar la carrera en cinco años, costara lo que costara. Y así fue. Me lo había tomado muy en serio. A los 30 años terminé la carrera”. Obtuvo un título como Licenciado en Relaciones del Trabajo por la Universidad de Buenos Aires.
Durante esos tiempos de estudio conoció a quien luego se convirtió en la madre de su hijo. Se recibieron el mismo día y, en 2001, se animaron a probar suerte en el Reino Unido. Los hermanos de Maximiliano estaban asentados allí desde la década de los ´90. En ese momento aún no tenía la ciudadanía europea, con lo cual pensó que no se encontraba en la mejor de las situaciones. Recién en 2004 pudo culminar con todos los trámites. Pero para ese momento, la pareja ya había retornado a la Argentina.
Ocho países en veinte años
De regreso en su país, Maximiliano apostó, una vez más, a la formación académica. En 2011 estudió la Maestría en Ciencias Sociales del Trabajo, también en la Universidad de Buenos Aires. Como tema de tesis abordó los migrantes altamente calificados que regresaban a la Argentina. Para ello, hizo un pequeño estudio de casos donde comparaba aquellos que retornaban con aquellos que se quedaban en Inglaterra. Parte del trabajo de campo, incluyó viajar a Inglaterra a entrevistar a los que se quedaron. Todos ellos con doctorado, la mayoría enseñantes en universidades.
“Ver el contraste, también me llevó a repensar mi propia historia. En migraciones hay algo que se llama síndrome de Ulises, que es aquel que sufren los nómades que están en continuo movimiento. No se sienten verdaderamente parte de ningún lugar. Para ellos -para mí-, son no lugares (en palabras de Marc Augé). Son sitios en los que estás de paso, desprovistos de identidad y pertenencia”.
Por eso luego decidió completar su formación con el Doctorado en Ciencias Sociales (UBA) sobre las trayectorias de manager argentinos expatriados que trabajan en organizaciones transnacionales en Argentina. Una elite cosmopolita, móvil, que tiene ciertas competencias buscadas por las corporaciones transnacionales para mantener un pool de talento móvil activo. Y a medida que pasaba el tiempo y se adentraba en la investigación, se sentía cada vez más identificado con una frase de San Agustín del siglo V en su obra Confesiones: El mundo es como un libro, y aquellos que no viajan, leen una sola página. Hasta ese momento, Maximiliano había vivido más de veinte años en ocho países y diez ciudades del exterior.
“Mi experiencia me dice que la patria es un invento”
Sin embargo, a pesar de las experiencias vividas, algo lo hacía regresar, una y otra vez, a la Argentina. “Creo que es justamente lo que tiene Argentina es algo de atroz en la diaria y algo de encanto en la nostalgia. Pero últimamente crecí”. Las dos últimas veces que retornó asegura que fue porque su hijo (hoy mayor de edad), era aún pequeño y sus miedos a reclamos futuros hicieron que volviera para estar presente.
Llegó a la conclusión de que “la patria es un invento. Pueden enojar mucho mis palabras, pueden ser repudiables, pero es mi experiencia. No soy un nuevo migrante o me la contaron. Desde chico aprendí que hay un mundo mejor, otro mundo posible donde la diaria se hace más llevadera. Lo único que agradezco a la Argentina es la educación universitaria de calidad y accesible que me brindó. Aún así, queriendo devolver algo de todo eso y habiéndolo intentado dos veces, me cerraron la puerta en la cara. Con gusto hubiera dado clases pro bono. Pero no, la Facultad de Ciencias Sociales es un círculo cerrado que promociona más la militancia que la academia. Fue un gran desencantamiento. Aún así, agradezco haber obtenido las credenciales que obtuve gracias al libre acceso”.
Advirtió entonces que sus ganas de dejar el país para siempre habían estado reprimidas, aunque latentes en su ADN. Es más, recordó que tampoco a su padre -que había vivido en tantos países- le gustaba Argentina. Le parecía violenta, hostil, agresiva. “Como yo, estaba convencido de que es un lugar donde no se debaten ideas, sino que el objetivo es destruir al otro. No se buscan consensos, sino beneficios personales. Incluso en países como Costa Rica, uno puede encontrar otra calidad de vida. Cuánto más crecía, más consciente era de que Argentina es un eterno cuesta abajo. Puede estar un poquito mejor durante un tiempito, pero inevitablemente, por la idiosincrasia argentina, sabemos que cambia de gobierno y de vuelta a deshacer lo que hizo el anterior (porque hay que destruir todo lo que hizo bien el gobierno anterior sin importar que bandera política tenga). Todo es personal. Hay una necesidad de destruir al que disiente, una manía por eliminarlo a cualquier costo…”.
“Argentina no es un país, es una trampa”
Renunciar a su trabajo y elegir Barcelona, España, como nuevo lugar de residencia fue completamente liberador. Luego de haberse mudado más de treinta veces de casa, a ocho países y once ciudades (incluyendo Buenos Aires), dice que -aunque todos vivan la mudanza como una experiencia traumáticas, para él fue liberador.
¿Por qué Barcelona entre tantas otras opciones? Creyó que, al ser profesional, hablar idiomas y contar con experiencia internacional, podría competir en un mercado laboral que estaba creciendo. “Recién los datos del mes de julio indican que el desempleo subió en 1.200 personas en la ciudad de Barcelona. En junio el dato era de 59.400 personas y ahora subió a 60.600. Aún así, sigue teniendo índices más bajos que el resto de las comunidades autónomas”.
Maximiliano siente que la ciudad lo trató muy bien desde su llegada. Los empleados del servicio público son muy serviciales. “Tal vez haya tenido suerte pero todo lo que necesité fue bastante rápido. Dentro de unos días se cumplen seis meses desde que llegué y siento que me acostumbré bastante rápido. Se vive a otra velocidad. A veces un día de semana parece un sábado”.
Su lugar de trabajo, el Ajuntament de Catalunya, queda literalmente a 700 metros de su piso, en Gloriés, cerca de la torre Agbar. Se levanta a las 6 a.m., pasea 2 km a su perro rescatado Homero, regresa, se ducha, se cambia y va al trabajo. Cumple el horario de 8 a.m. a 3 p.m. de lunes a viernes. Trabaja en el sector de Economía y Promoción Industrial, en la Gerencia de Estudios de Economía y Estadísticas. Allí hacen varios productos con datos macro orientados a distintas audiencias. Él está más enfocado al mercado de trabajo y seguimiento de indicadores como desempleo, afiliación a la seguridad social, tipo de contrato, por barrio, por sector económico. Los fines de semana va a la playa, eso sí, temprano porque en verano parece La Bristol. También frecuenta el parque de Glories en una reposera para leer.
Sin temor a equivocarse dice que ganó tranquilidad y calidad de vida. “Uno se da cuenta de lo mal que se vive en Argentina cuando se va. Y siempre me pasó lo mismo, cada vez que me fui. Espero no tener que volver al país. Me pasaría como a Ulises que, luego de vagar diez años hasta regresar a Ítaca, creo que yo en seis meses ya no reconocería lo que una vez viví allí. Y además no quiero. Como dijo bien Luppi, eso no es un país, es una trampa”.
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