Con hablar basta
Sorprende comprobar que incluso personas revestidas de una importante representatividad social se comunican de un modo procaz y violento, impensable hasta no hace mucho
Escuchar radio, mirar televisión y hasta sorprender una conversación en la vía pública de manera involuntaria, descubren el grave deterioro del modo en que nos comunicamos. Se está generalizando una lengua disgregada y vulgar en la que la grosería encubre la carencia de vocabulario. Ya nadie parece escapar a una tendencia que ha terminado por borrar las diferencias que existían entre la lengua pública y la privada. Asumiendo que en todos los hogares las familias se comunican de manera primitiva y rozando el insulto, se ha instalado en el espacio público una grosería expresiva que, aparentemente, supondría la democratización de la comunicación. No pocas veces sorprende comprobar que incluso personas revestidas de una importante representatividad social se comunican de un modo procaz y violento, impensable hasta no hace mucho.
Las causas de esta corrupción de nuestra lengua son múltiples y diversas, pero entre las importantes cabe destacar el escaso interés con el que enseñamos a manejarla con propiedad. Como el niño ya habla, olvidamos que no sólo se aprende la lengua expresándose, sino que también se lo hace leyendo, escribiendo y escuchando. Antes en la escuela a los niños se les decía: "He aquí nuestra lengua", y se los invitaba a aprenderla, a sumergirse en ella, a construirla con cuidado, a memorizar poemas porque los poetas son quienes mejor la conocen. Hoy resulta más cómodo decirles: "Habla". La lengua es concebida como un utilitario medio de comunicación sin que importe su primitivismo. Al considerar que el principal problema de los jóvenes es la inhibición expresiva, privilegiamos la espontaneidad, el intercambio, el debate. Subyace en la conducta actual la exaltación del individualismo y una vigorosa resistencia a aprender normas como las que rigen el empleo de la lengua.
En relación con la falta de preocupación por el respeto a las reglas ortográficas, una maestra declaraba hace poco: "Hoy son los alumnos los que dictan a la maestra y luego se trabaja sobre ese relato". Esa frase refleja el papel secundario que le cabe al docente: recibir el dictado de los alumnos. En consonancia con la idolatría actual por el individualismo y la libre expresión por parte de chicos y jóvenes, tanto éstos como sus mayores se resisten a todo intento de enseñarles, pues están convencidos de que no necesitan aprender. Se conciben como creadores consumados, que ya lo saben todo por el solo hecho de operar con destreza la tecnología que les es contemporánea. Puesto que pueden hablar es redundante enseñarles la lengua y sólo nos queda escucharlos expresarse con monosílabos que prenuncian un acelerado retroceso a etapas previas de la evolución. Hace poco señalé que aparentemente debemos limitarnos a recibir el dictado del infante, escucharlo y no molestarlo pretendiendo que se esfuerce en aprender reglas que lo único que consiguen es interferir con su creatividad. ¿Dictados, leer en voz alta, escritura cursiva en lugar de la básica letra de imprenta, aprender ortografía y sintaxis, proponer lecturas de calidad, comprender lo que se lee? Absurdos esfuerzos superados. Sin embargo, hasta hace poco, si bien los niños también hablaban, los mayores no creíamos inútil enseñarles estas habilidades hoy consideradas reliquias.
La construcción cuidadosa de la lengua hablada y escrita y el contar con un rico vocabulario no son añoranzas de reaccionarios nostálgicos, de puritanos pasatistas, como se pretende hacernos creer. Está en juego un patrimonio esencial del ser humano del que no deberíamos privar a nuestros chicos. Tienen derecho a hacerse de las herramientas que les permitan expresar mejor su visión del mundo y de sí mismos, a ser capaces de poner su vida en palabras. No es casual que Confucio haya respondido a la inquietud de sus discípulos acerca del modo en que comenzaría a gobernar un país diciendo: "Quisiera mejorar el lenguaje".
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