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Le temblaron las piernas. En cuanto lo miró, se perdió en sus ojos verdes y su corazón sintió una bocanada de aire fresco. La química había fluido en los dos sentidos. Desde la vereda de enfrente, él la miraba como hipnotizado: sus enormes ojos y su pelo largo y rubio lo habían dejado sin palabras. Hacía unos minutos que ella había llegado de la playa en la que había pasado todo el día. Con unos shorts blancos y la inocencia de la temprana etapa adolescente, estaba por empezar a jugar al elástico con sus amigos de la cuadra cuando la voz de una mujer la interrumpió.
— Con ese chico te vas a casar, le dijo al oído mientras señalaba con su dedo al jovencito que estaba sentado contra un paredón en la vereda de enfrente.
— Pero… no lo conozco. ¿Cómo se llama?
— Se llama José Luis, vive en Buenos Aires y viene de vacaciones todos los veranos con sus abuelos y hermanos.
“Cuando me reciba de ingeniero, me caso con vos”
La mujer que muy segura le había vaticinado su futuro era un personaje al que todos querían en el barrio. “Vivía frente a la casa de veraneo que tenían mis abuelos en Mar Del Plata. Cuidaba la casa durante el invierno y también era la persona que planchaba en la casa de Silvia. Tenía una huerta y todos los vecinos le comprábamos verduras y frutas”.
Sonrojada por la timidez, Silvia quiso corroborar lo que la mujer le había dicho. Pasó por la vereda donde él estaba sentado, lo miró, le sonrió y él le devolvió el gesto. Y así, entre charla y charla, comenzaron los paseos diarios en bicicleta con una enorme comitiva de amigos.
Ese verano se les escurrió como agua entre las manos. Disfrutaron cada mañana y cada tarde. Entre juegos, salidas en bicicleta y rondas de amigos, él le robó el primer beso. Se sintieron entre las nubes, con la emoción de quien finalmente logra aquello que ha deseado por mucho tiempo.
— Me voy a recibir de ingeniero y me voy a casar con vos, le dijo seriamente. Pero todavía eran muy jóvenes y sabían que necesitaban madurar para poder estar realmente juntos. Y así, con inviernos eternos, cartas de amor que viajaban perfumadas y húmedas por las lágrimas derramadas, pasaron cinco años.
“Me caso... pero con otra”
Ninguno de los dos supo bien qué pasó en ese entonces. O en realidad, José Luis tenía una pista de lo que podría haber pasado. “Cerca de los 16 años, Silvia se estaba convirtiendo en una hermosa mujer . Yo tenía un amigo que vivía a la vuelta de la casa de mis abuelos. Él tenía un almacén y ella lo veía todos los días. Antes de volver para capital le pedí por favor que cuidara de Silvia. A los pocos meses de haber vuelto a Buenos Aires, recibí una carta de ese amigo. Me decía que me pedía disculpas pero que él y Silvia se habían enamorado y se habían puesto de novios. Después me enteré de que todo había sido una mentira para sacarme de la cancha. Ese fue el motivo por el que no le escribí más a Silvia. Pensé que me había traicionado y perdimos la comunicación”.
Sus corazones se enfriaron y sus caminos se distanciaron. Hasta que una tarde, él apareció en la puerta de la casa de Silvia. Tenía ya 25 años. Efectivamente -como había anticipado- se había recibido de ingeniero. Había viajado hasta Mar del Plata para verla y hablar un tema importante con ella. Se abrazaron, se rieron y emocionaron al recordar viejas épocas.
— ¿Me venís a buscar para casarnos?, preguntó ella
— Me caso. Pero con otra chica.
El frío los envolvió junto con la tristeza y el dolor. Lloraron, hablaron y se despidieron de madrugada. La vida pasó, para ambos. Cada uno hizo su camino, como pudo. Perdieron el contacto, pero nunca se olvidaron del sentimiento que los había unido.
“¿Sos feliz?”
Pasaron los veranos, los inviernos, muchos meses y muchos años. Ella contrajo matrimonio y al tiempo quedó viuda. Por su parte, con una relación ya desgastada, él se divorció. Y luego de 35 años sin noticias del otro, un 20 de noviembre, dos simples pero emotivas palabras escritas en un mensaje en Facebook cambiaron la historia para siempre.
“Feliz cumpleaños”, leyó ella con una sonrisa imposible de contener. Como la primera vez, las manos le temblaron, los ojos se tornaron vidriosos, el corazón latió acelerado y la emoción la transportó a esos ojos verdes que la habían cautivado. El amor que siempre había conservado en lo más profundo de su corazón pudo liberarse.
— ¿Sos feliz?, se atrevió a preguntar ella.
— No. Y me separé. Pasame tu numero de teléfono.
Dos minutos después estaban hablando. Ese mismo fin de semana se abrazaron y se perdieron el uno en el otro. “Fue una sensación inexplicable volverla a ver después de 35 años”. Él la pasó a buscar por el departamento donde ella vivía en Mar del Plata. “Apenas hicimos una cuadras, paré el auto y le pedí que se bajara. Nos dimos un beso y un abrazo interminable y nos pusimos los dos a llorar“.
Hoy Silvia y José Luis están felizmente casados y se radicaron en Cafayate, provincia de Salta. “Tenía razón la mujer que a los 12 años me dijo que me iba a casar con José Luis. Ella fue un ser especial; vino a dejarnos un mensaje. Como apareció, un buen día desapareció y sin dejar rastros. La situación asombró a todos, menos a nosotros que comprendimos con el tiempo que era la vocera de nuestro destino”, dice ella emocionada.
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