"Soñé que se caía la estatua", se preocupa Alberto Pérez mientras acciona la cerradura de una puerta roja. El lunes soleado es la secuela de un fin de semana tormentoso que castigó a La Paternal, en especial a los que se acercaron al estadio Diego Maradona para sufrir el empate sin goles de Argentinos contra Godoy Cruz. Apenas a una cuadra, el local de Alberto (ex búnker de su agrupación De Paternal Vengo) parece entero, más allá de alguna bandera torcida. Después de atravesar una planta baja de paredes descoloridas –los restos de un prostíbulo que funcionó a inicios del milenio– llegamos a la terraza. El anfitrión respira. La escultura sigue firme, bien asegurada por el hierro de los botines y el cemento de la pelota. La luz del mediodía resalta las facciones concentradas y la tonicidad portentosa de un emblema nacional. El Diez está ahí.
El Maradona que domina la terraza de Álvarez Jonte 2173 se inclina hacia delante con el pecho inflado, el brazo derecho extendido y la zurda en el aire. Equilibra la pose con el otro brazo hacia atrás, el cuerpo apenas sostenido por la punta del pie derecho. Los detalles son precisos: el escudo de AFA, la cinta de capitán, los pliegues de la camiseta, los cordones rodeando los tobillos. Diego mira al arco y al horizonte, la materia que forma los sueños. Las cabezas humanas llegan a la altura de su rodilla. Con 2,8 metros sobre un pedestal de 1,1, la estatua duplica largamente el original. Alberto y su hijo César, impulsores del homenaje, aseguran que es la más grande del país, donde hay al menos otras tres: dos en Bahía Blanca y otra en el Museo de la Pasión Boquense. El récord parece estar en Calcuta, que aloja una de 10 metros.
"Representa el momento en que arranca su carrera contra los ingleses, el camino a la gloria", explica el escultor Jorge Martínez, que buscó inmortalizar la fuerza imparable que conmocionó en México 86. Una investigación minuciosa en diarios y revistas reforzó algo que siempre había llamado su atención: Diego estaba fuerte como un toro. Jorge tuvo que calcular varias veces las proporciones para confirmar la anchura de esos muslos desmesurados. Quiso transmitir "su corporeidad física recta, el movimiento de los brazos, el puño cerrado. La actitud de ir para adelante como sea, las agallas y la sangre que tenía para jugar". Aunque aquel 22 de junio Diego jugó con la icónica camiseta azul de Le Coq Sportif, el escultor decidió calzarle la albiceleste: una reafirmación de pertenencia, una afirmación personal. "La imagen de ese partido, después de la guerra, me marcó. Mi regimiento estaba convocado y yo había estado esperando la carta. Diego representó terriblemente bien a todos los pibes". Mientras armaba su Maradona, un recuerdo recurrente lo visitaba desde la adolescencia: "Un pibe chiquito, morocho y enrulado que corría en los entrenamientos frente a la General Paz. Decían que jugaba bien".
Alberto, ex secretario general del club durante los días germinales del astro en Argentinos, tenía una visión para el barrio: terminar con la frialdad que todavía sobrevuela aquel romance, sobre todo después de que –en octubre de 1995– Diego les marcara de tiro libre jugando para Boca. Aunque el festejo fue medido, la herida todavía duele. No a Alberto, que contactó a Jorge para una primera experiencia que resultó un éxito: la réplica en granito reconstituido para la casa de la calle Lascano que Diego ocupó hasta 1980, hoy transformada en museo.
El proceso para la megaescultura arrancó hace dos años. Jorge empezó modelando la cara en arcilla. "Peleé mucho para que fuera Diego, para tratar de transmitir su espíritu", explica. Cuando llegó a una versión satisfactoria, siguió por las distintas partes del cuerpo. Su casa-taller de Parque Leloir lucía como un campo de batalla, con miembros desperdigados por todos lados. Entonces armó los moldes de yeso, sobre los que vació una mezcla de resina, fibra de vidrio y bronce molido: el mordiente exterior, resistente a los elementos. Volvió a unir las partes para llegar a un bloque blanco deformado y grotesco, que rompió con martillo y cortafierros hasta que emergió la matriz originaria. Tras el pulido y el lijado, apareció el bronce de la resina. Con la estructura interna de hierro, la pieza llega a los 180 kilos.
El trabajo terminó a principios de este año. "No me interesaba el dinero, sino la obra y el homenaje", aclara. Marcela Copello –esposa y colega– ayudó a pensar la pose y la estructura, además de hacer aportes clave en el pulido, la corrección de los gestos y la longitud de las manos. La obra también fue clave en sus vidas. "Asistió a nuestro casamiento", dice ella. La escena transcurrió en abril, en el jardín de Leloir: una ceremonia andina con artistas amigos y la efigie como testigo.
El día que fue a buscar la estatua, el encargado del flete –fanático de Argentinos– quedó obnubilado. "Como si hubiera visto a Dios", recuerda Jorge. "No se animaba a arrimarse, tenía miedo de tocarla". Vencido el pánico escénico, Jorge empezó a seguirlo con el auto. Los vecinos aplaudían cada vez que paraban en un semáforo. "Como una santificación", insiste el artista. Cuando la obra se instaló en la terraza, después de un ascenso con sogas, hubo alivio y satisfacción. Jorge bajó a la calle, cruzó y la miró de frente. "Está buena", se dijo. "Ya está". Al cierre de esta edición se esperaba una fecha para la inauguración oficial, cuando la Junta de Estudios Históricos de La Paternal y Villa Gral. Mitre proclame La Paternal "capital mundial del fútbol".
Aunque hubo varios interesados en alquilar el local, los Pérez buscan generar un proyecto en línea con la obra, como un bar futbolero. Mientras tanto, crece el halo de divinidad. La obra estaba descubierta antes del gol mundialista de Marcos Rojo contra Nigeria: el primer milagro que le atribuyeron. Antes del partido contra Francia, cuando volvió a estar tapada, un grupo de hinchas fue hasta la casa de Alberto para pedir que la descubrieran. El hombre obedeció, aunque el influjo maradoniano no logró frenar a los futuros campeones. Después de los días febriles, Jorge contempla el futuro con optimismo: "Me gustaría que este lugar sea abierto y muy visitado. Se trata de arte popular sobre un ídolo popular que, con todas sus virtudes y todos sus defectos, tiene que ser reconocido en vida".
La casa-museo
A tres cuadras del local donde asoma la estatua de Maradona, Alberto y César Pérez armaron un museo en la casa que el jugador compró en 1978 después de firmar la renovación de su primer contrato con Argentinos. "Diego estaba muy integrado en el barrio, no se enclaustraba. Si veía que los muchachos jugaban a la pelota, salía a la calle y se metía", contaba hace dos años –durante una visita que hizo este cronista– el hincha y vecino histórico Adolfo Melnik. En el 80, cuando el crack se mudó, empezó una sucesión de ocupantes: familias del barrio, un inquilino brasileño, una fábrica de carteras. Alberto siempre tuvo la propiedad entre ceja y ceja. Durante dos décadas recuperó adornos, muebles, vajilla y espejos. En 2008 logró comprarla por US$100.000. La artista plástica Liliana Dursi, madre de César, orientó la reconstrucción.
La casa de Lascano 2257 funciona como un túnel del tiempo a los días de inocencia del Diez. Están el living con el piso original de pino tea; la estatua tamaño natural que Jorge Martínez levantó con granito reconstituido; la escritura original firmada por Don Diego, "de profesión obrero"; la cocina de azulejos rosas y heladera Siam gigante; la habitación del crack, modesta, con los auriculares que se calzaba para perderse en el sonido del Winco. Como refuerzo a los visos de divinidad, en la planta alta se armó una capilla de piedra con un santuario para fanáticos. Alberto dice que ya le ofrecieron un millón y medio de dólares. Y que no los necesita. La memoria es más emotiva que económica.
El lugar abre de martes a sábado, de 10 a 18. ($200 para argentinos y residentes; $250 para extranjeros; $100 para socios de Argentinos Juniors, y menores de 12, gratis). Si todo sale como planean los Pérez, la estatua podrá visitarse en un futuro cercano.
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