Cuando Benjamín llegó a su casa en San Bernardo, miró a Marcela, su mamá, y se largó a llorar. "No sé si fue porque se aflojó o si largó todo lo que venía conteniendo, pero nos abrazamos y le dije: 'Ya estás en casa'", recuerda. Después de más de un año de tratamientos y de ir de hospital en hospital, su hijo de dos años había superado el cáncer y tenía un nuevo desafío por delante: recuperar la niñez.
Descubrir que tenía cáncer
En diciembre de 2018, cuando estaba por cumplir un año, ella notó que tenía un poco desviada la vista y una especie de moretón debajo del ojo. "Quedate tranquila, que es un golpe", le repetían, pero ella sabía que había algo que no estaba bien y pidió una consulta con la jefa de pediatría del hospital de Mar de Ajó.
Cuando la doctora me dijo que era un tumor, me puse la campera de Benja en la cara, y se me vinieron un montón de imágenes a la cabeza
Ese lunes Marcela lo llevó a hacerse la tomografía llena de nervios. "Yo tenía la camperita de River de Benja en las manos y, cuando la doctora me dijo que era un tumor, me puse la campera en la cara. Se me vinieron un montón de imágenes a la cabeza. Llamé a Elio, el papá, que estaba trabajando, y vino volando. Ahí nos explicaron todo. Nos teníamos que ir a Mar del Plata urgente".
El nacimiento de ese hijo había sido un milagro para ella, no solo porque tenía endometriosis y creía que no iba a quedar embarazada, sino también porque había nacido seismesino. Por eso, al escuchar la noticia, Marcela no pudo pensar en el tratamiento o evaluar las posibilidades que tenían de vencerlo, sino que la hundió el miedo. "Fue el día más triste porque nos dimos cuenta de que se nos venía todo abajo. Lo veía tan chiquito, que sentí que no íbamos a poder", cuenta. "En ese momento empezó su batalla. Y la nuestra".
Poco después, la situación se agravó. Estaba con Elio, el papá de Benjamín, y notó que el niño tenía la panza hinchada. "Basta, dejá de buscar cosas y quedate tranquila", le respondió él. Una vez más, Marcela decidió averiguar qué sucedía y salió de la habitación de internación para hablar con una doctora. Su hijo tenía un tumor en el estómago, que había hecho metástasis en el neuroblastoma ojo: esa primera señal que habían podido detectar.
El tratamiento, en una nave espacial
Ante tanta angustia, se sentaba en la cama de su hijo y no podía evitarlo: se le caían las lágrimas. Sin embargo, todo cambió un día que estaba en la sala de oncología y vio cómo un chico miraba a su mamá llorar. "En ese momento hice un click: aunque a veces sea imposible con algo así, tenía que ser positiva para levantarlo a él". Ahí surgió la magia.
Marcela comenzó a hacer del tratamiento un juego. Le decía que las máquinas de rayos pertenecían a una nave espacial y que, si él se quedaba quieto allí, después le daría un premio. También comenzaron a decorar la habitación, dibujar, bailar y a jugar -con mímica- a que tocaban la guitarra. "Si la enfermera le decía que haga algo, por ejemplo buches, todos hacíamos lo mismo que él y le gritábamos ‘vamos campeón’ las pocas veces que se ponía a llorar".
Así fue con todo. "Lo más difícil vino cuando se le empezó a caer el pelo, por más de que era chiquito fue algo muy duro para él. Estaba el papá con nosotros y se peló también. Intentamos hacerle una fiesta a Elio cuando se peló, así después lo pelábamos a Benja. Le decíamos que le había quedado hermoso, pero él no se podía mirar al espejo".
A pesar de que era muy chico, Marcela intentaba explicarle de la mejor forma posible lo que estaba sucediendo. "Le decía que los doctores no eran malos, sino que lo iban a curar. Que íbamos a hacer un montón de cosas para que él después pudiera disfrutar en su casa, jugar a la pelota y estar con su hermano". Sin embargo, notó que -de tanto ir de un lado a otro- su hijo "no tenía claro cuál era su lugar". Entonces, comenzó a hablarle de "la casa de la playa", esa a la que irían una vez que terminase todo.
Lo más difícil vino cuando se le empezó a caer el pelo. No se podía mirar al espejo
El final comenzó a vislumbrarse un día en el que la doctora les contó que el tumor del ojo había desaparecido y que el de la panza -que antes era muy grande, desplazaba a la vena aorta y comprometía a varios órganos- se había reducido a tal punto que ya podían viajar a Buenos Aires para hacer la operación. "Gracias a Dios", suspira Marcela al teléfono, y añade: "Las guerras que tuvo fueron impresionantes".
Abrazos en el piso y una excursión al Monumental
Marcela viajó sola y, al igual que en el tiempo que estuvo en Mar del Plata, en Buenos Aires vivió en un departamento que le brindó la obra social Ospedyc. Vivían al día, así que el padre no podía viajar siempre. "Lo extrañaba horrores. A veces tenía fiebre, no sabíamos por qué era, pero Elio viajaba a verlo y se le pasaba todo".
Lo mismo sucedía con su hermano Joaquín, que en aquel entonces tenía 11 años y se tuvo que quedar en San Bernardo. "Cada vez que lo llamaba me partía el alma porque se extrañaban mucho". La angustia era tal que en una ocasión Joaquín viajó y, por primera vez, lo vio hospitalizado. Antes, para que no sufriera, Marcela evitaba esas situaciones y solo se encontraban cuando el más pequeño estaba dado de alta.
Las guerras que tuvo fueron impresionantes
Pero esa vez no se veían desde hacía dos meses y, como los dos le pedían mucho verse, decidió ceder y hablar con las doctoras. "Dos minutos", le contestaron. En ese entonces, intentaban que Benjamín caminase un poco por la habitación porque estaba mucho tempo recostado, así que cuando Joaquín abrió la puerta, Benjamín estaba parado y lo vio inmediatamente. El adolescente se arrodilló y Benjamín fue a abrazarlo. "Fue automático. 'Te amo, hermano', se decían los dos tirados en el piso, abrazados".
Como ese episodio, en el período en el que estuvo en Buenos Aires, Benjamín vivió otros momentos de gran alegría, como el día en que conoció el estadio de River, el club que ama. El departamento en el que estaban era en Núñez y cada vez que pasaba por la cancha camino al hospital él saludaba al estadio. "Chau River", gritaba desde el auto. Por eso, celebrando este fanatismo, un día su padrino decidió premiarlo por haberse portado bien "en la nave espacial" y lo llevó a conocer el Monumental. "Estaban todos callados en la tribuna mientras les contaban la historia del club, y Benja gritaba: '¡Vamos, River!'. Solo se lo escuchaba a él hablando. Estaba emocionado por todo: el pasto, el escudo, todo... Salió superfeliz de ahí".
Las últimas batallas
Los dos capítulos finales contra el cáncer fueron la operación en la que le sacaron el tumor de la panza y el trasplante de médula. "Cada vez que tenía que entrar al quirófano y se veía con la cofia y el barbijo se asustaba mucho", relata Marcela, que recuerda que el día que le quitaron el tumor fue distinto. Antes de que entrara al quirófono, estaban intentando disimular los nervios con música para que él estuviera tranquilo. "Benja estaba parado en la cama, meta baile y con buena energía porque estaba rodeado de su familia. Estaba feliz".
Esta vez, Marcela encaraba el proceso transformada. El cirujano le explicó todo lo que tenían a favor y los riesgos, pero ella solo pudo absorber lo positivo. Finalmente, después de más de 4 horas dentro del quirófano, el doctor volvió y dijo las palabras más esperadas por todos: "Salió todo perfecto".
Este es un momento muy importante porque ahora sí te vas a curar
Ella celebró el gran paso, aunque en su mente sabía que aún quedaba el trasplante. Ese 17 de diciembre fue la batalla final. "Este es un momento muy importante. Las doctoras van a venir y ahora sí te vas a curar", le dijo Elio a Benjamín, que con solo dos años tenía que dar una nueva pelea. Esta vez la música que sonaba de fondo era de los '80, y las enfermeras -para que pudiera estar relajado- optaron por dejarla. Así que, de un lado quedaron Benjamín, los médicos, las canciones y las máquinas y del otro, los padres.
"Pensé: 'Va a tirar todo'. A veces, le agarraban ataques y era una tristeza inmensa. Veía que lo agarraban entre cuatro para pincharlo y sabía que los tenía que dejar porque era lo mejor y porque no quedaba otra; pero, en el fondo, sentía un dolor en el alma", cuenta Marcela. La realidad aquel día fue otra: "Nos vio que salimos de la habitación, pero en ningún momento lloró ni nos llamó".
A la hora y media, salió la doctora y se confesó ante ellos: "Es el mejor paciente. Es una persona grande en un cuerpo chiquito. Hubiese preferido que llorara un poco para no sentirme tan mal". Según les comentó la médica, en un momento dijo que le dolía la cabeza, le preguntaron si estaba bien y dijo que sí. "Era como si con la mirada les dijera: 'Sigan'", reflexiona. Para esta madre, su hijo es un guerrero.
Es el mejor paciente. Es una persona grande en un cuerpo chiquito
"No podía verlo porque tenía cables por todos lados. Estaba dormido y me era muy fuerte verlo sedado". Esa noche Marcela se descompuso, así que Benjamín se quedó con el papá y ella dejó el hospital por unas horas para reponerse. "Cuando entré a la mañana, lo ví en la cama, con la mano en la nuca y cruzado de piernas. Había sido una operación desde el pecho hasta abajo del ombligo. Yo no lo podía creer, y pensaba: 'Este pibe me va a matar de un infarto'", dice, entre risas.
Si bien en aquel entonces parecía que la odisea en la que estaban inmersos hace poco más de un año llegaba a su fin, la vida les planteaba un nuevo escenario y debían esperar todavía un poco más para volver a casa. Al cabo de dos meses, cuando Benjamín terminó el tratamiento de rayos y solo quedaba que le quitaran el catéter, comenzó a regir la cuarentena en la Argentina. Por eso, pasaron el primer período del aislamiento los dos solos en el departamento, hasta que -finalmente- se allanó el camino para que pudieran coronar el final de esta historia. El día en que le sacaron el catéter, Marcela respiró y dijo por primera vez: "Ya está".
Volver a la "casa de la playa"
La obra social se encargó de los permisos y el primero de mayo pudieron regresar a San Bernardo, a la famosa "casa de la playa", escenario de muchas de las historias que Marcela le contaba a su hijo para darle fuerzas. "Por suerte no perdió las ganas de jugar. Está todo el día con la guitarra que le regalamos". Es un instrumento, pero también es un símbolo para ellos, porque escuchar música y simular que tocaban la guitarra era lo que les daba energía para encarar cada uno de los pasos del tratamiento.
Ya me curé y ahora soy un niño muy feliz
Benjamín mira la cicatriz que tiene en la panza. "Yo estaba enfermo, pero ya me curé y ahora soy un niño muy feliz", dice este pequeño adulto de tan solo dos años, que siente que ahora todos los días son su cumpleaños. "Agarra cualquier cosa o imagina que tiene algo en las manos, y me dice: 'Mirá, mami, tengo un regalo para vos porque es mi cumpleaños'. Yo le digo que yo le tengo que dar algo si es su cumpleaños, pero me responde: 'Mi regalo sos vos'. Este nene es un ángel".
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