Para Isabel de Estrada, ese invierno fue crudo en todos los sentidos. Lo había meditado, le había dado vueltas al asunto y concluyó que lo mejor era retirarse al campo que la había visto crecer en la provincia de Buenos Aires. Una dolorosa ruptura de amor la había llevado a tomar otros rumbos, lejos de la ciudad. Confiaba que, en soledad, podría lamer sus heridas, como tantas veces lo había visto hacer en el reino animal.
Había crecido en una familia tradicional de campo, para la cual los animales habían sido creados al servicio del hombre. Los perros cuidaban la casa, trabajaban con la hacienda o satisfacían los juegos de los niños y se adaptaban a quien les tocara en suerte. "Sin embargo, cada noche, mis amigos los animales, adquirían otra entidad. Una y otra vez, la dulce voz de mi madre daba vida a las páginas de El libro de la selva, a los cuentos de los hermanos Grimm, a Andersen o a Quiroga y nos deleitaba con las canciones de María Elena Walsh, en las que las tortugas iban a la peluquería, los gatos usaban galera y las vacas estudiaban en la escuela. Pero en el mundo real, las vacas iban a parar al matadero, los monos pasaban sus vidas en jaulas con el único objetivo de entretener a la gente, y a los perros de la calle se los llevaba la perrera y nunca más volvíamos a saber de ellos".
Durante los largos veranos en el campo familiar, al sur de la provincia de Buenos Aires, sobre la playa, con sus hermanos rescataban pingüinos, delfines y lobos de mar, que llegaban a la costa impregnados de alquitrán o enfermos, en su camino hacia la Patagonia. A lo largo del tiempo Isabel aprendió a criar avestruces, zorrinos, liebres, palomas, gatos, perros y ovejas, cualquiera que se encontrara en dificultad. Más tarde quiso ser veterinaria; pero durante mucho tiempo, la vida la llevó hacia otros horizontes y trabajó como periodista de arquitectura, arte y decoración durante veinte años. Mostraba las bellezas ocultas del país y viajaba incansablemente.
Ayudar para sanar
Pero ese invierno, desilusionada y dolida, se recluyó en el campo, lejos del bullicio de la ciudad con la esperanza de encontrarse consigo misma y volver a confiar en que, con el tiempo, podría sentirse mejor y olvidar aquella relación que había mantenido por 20 años pero que había llegado a su fin. Adaptada al ritmo del campo, sus ojos comenzaron a posarse sobre otras circunstancias que antes habían pasado desapercibidas y durante sus recorridos por la provincia de Buenos Aires, comenzó a ver cientos de animales desesperados, desgarrando bolsas de basura, madres hambrientas a la caza de alimento para sus cachorros, cuzcos extraviados, enfermos, y cadáveres tirados a los costados de las rutas. "Ante los casos más desesperantes, detener el auto se convirtió para mí en una costumbre. Veía entrar a un ser asustado que, entre la desconfianza y la esperanza, se entregaba a su nuevo destino. Con cuidado y tranquilidad, en poco tiempo recuperaba la alegría y las ganas de vivir. El agradecimiento me emocionaba. Intentaba imaginar las historias detrás de esas heridas y, ante mi asombro, casi siempre hallé un error humano o, al menos, una responsabilidad".
Enfocada en esa tarea, Isabel se acercó convencida al refugio de perros del pueblo más cercano a donde vivía, en el partido de Luján. Una vez a la semana, limpiaba caniles, recibía animales moribundos y ayudaba en lo que podía. Pero a pesar del esfuerzo cotidiano de un puñado de mujeres, poco cambiaba la realidad de esos seres sufrientes, desesperados, atrapados en un sistema precario al que nadie daba demasiada importancia.
Así, descubrió que, en cada rincón del país, sucedía algo parecido y que muchos corazones y esfuerzos individuales hacían lo imposible por salvarlos, pero que colectivamente poco cambiarían. Pidió ayuda. Se informó acerca de lo que hacían en otros países y a partir de ese momento, supo que quería cambiar esa realidad; la de sus amigos de la infancia. Con mucho esfuerzo, le dio forma a una fundación, Fundación Zorba, con el objetivo de ayudar a los perros y desenmascarar el mundo clandestino de las carreras de galgos.
Con el objetivo de ayudar a todos los que podía, Isabel llegó a convivir con más de 40 perros. Pero confiesa que, aunque trata de mantener su manada en un promedio de diez animales, su mayor deseo es lograr generar conciencia a nivel país y que las personas puedan comprender la importancia de ayudar para salvar vidas. Así,entre los tantos a los que asistía, sintió especial afinidad con Mandorla, una hembra que murió de vieja el año pasado. "Todavía hoy no la puedo nombrar sin que se me haga un nudo en la garganta. Mandorla era una parte de mi. No tenía que mirarla siquiera para comprender todo. No nos separábamos ni estando juntas. Ella hacía todo conmigo. Era delicada, suave, inteligente, mandona".
Instalada en el campo, se levantaba muy temprano cada mañana. "En el campo, si uno o sigue el ritmo de la naturaleza, queda afuera de todo", asegura. Lo primero que hace es abrir la puerta de la casa para que su gigante Irish wouldfhound salga a hacer sus necesidades. Luego desayuna y organiza el trabajo el día. Escribe o lee, si tiene tiempo. Y sale religiosamente a correr con los perros, pues ellos la esperan para esa actividad. Isabel divide su tiempo entre su trabajo como periodista, la Fundación y las tareas del campo. Pero siempre está acompañada por algún perro.
Estas historias son solo algunas de las que atesoró durante todos años, entre los cientos de animales que se cruzaron en su camino o ella, en el de ellos -y que recopiló en Aullidos del viento, un libro de editorial Grijalbo, que reúne doce cuentos sobre perros por ella rescatados -. "Y con cada silueta que recuperó sus formas, en cada mirada de ojos tristes, encendida, con los saltos, ladridos y lengüetazos, mis heridas fueron cicatrizando y encontré yo también aquella alegría perdida. Muchos de ellos ya no están, pero se fueron habiendo conocido la mano del hombre que acaricia… Otros corren todavía a mi lado, viven y me acompañan en esta aventura diaria: la de ayudar a mis amigos de la infancia".
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