Comparaciones y competencias
Para nuestros chicos, y desde muy chiquitos, el simple hecho de descubrir que no son únicos, ya sea para mamá, papá, un amigo, el abuelo o la maestra, los lleva a compararse y a querer destacarse y a ser mejores que el otro (o los otros).
No podemos evitarlo, pero podemos poner nuestro granito de arena para que no ocurra tanto o sea menos intenso, ya que muchas de esas dificultades se relacionan con nuestra natural tendencia a compararlos. Lo hacemos para impulsarlos a que hagan lo que queremos sin darnos cuenta de que así los ponemos a competir uno contra otro: "Comé rápido así le ganás a tu hermano"; "¿por qué no saludás?? como hace tu primo"; "metele garra al juego, igual que tu amigo"; "¿por qué no serás simpático como tu hermana?".
Los adultos tenemos tan incorporado el mecanismo que ni se nos ocurre dudar de él. Nosotros también queremos tener un auto mejor que el de un hermano, o estar más lindas que una amiga, o parecer más jóvenes que? o ganar un sueldo más alto o tener los hijos mejor educados o más inteligentes o más precoces. Como vivimos comparándonos y compitiendo, hacemos lo mismo con nuestros hijos y los acostumbramos desde muy chiquitos a tener esa misma necesidad de destacarse, de ser los mejores, de superar a otros.
"Mi hijo dejó los pañales antes de los dos años"; "mi hija come sola"; "el mío no dice malas palabras"; "la mía escribe su nombre a los tres años"; "el mío?". Las comparaciones son interminables, y no tienen en cuenta que cada chico tiene un crecimiento único, irrepetible, que no hay dos maduraciones iguales, que el que habla pronto a lo mejor camina tarde, que el que come sin ayuda al año de edad puede que deje los pañales más tarde que otros. Además, hay estilos muy diferentes y ninguno es mejor que otro: tímidos, sociables, introvertidos, extrovertidos, deportistas, temerosos, osados, sensibles, alegres, serios, etcétera. Algunos estilos nos dejan más tranquilos porque son los más habituales, o los que nos gustaría que tuvieran, pero no necesariamente son superiores a otros que no tienen tan buena prensa.
Para complicar un poco más las cosas solemos comparar a nuestros hijos, no con otro chico, sino con el "ideal", con lo mejor de cada uno de los conocidos de su edad sin darnos cuenta de que todos tienen áreas fuertes y otras flojas, algunas que maduran precozmente y otras que se resisten a hacerlo, que algunas pueden moldearse y que otras tendremos que aceptarlas como son.
Yo intento no hacerlo y a cada rato me encuentro comparando y usando ese recurso para "foguear" a hijos, nietos ("apurate a vestirte así le ganás a tu prima"), marido, empleados, amigos ("por qué no serás como Juana, que nunca se olvida de mi cumpleaños"). Es un recurso tan eficaz -aunque dañino- que cuesta dejarlo.
Cuando los chicos saben que nuestro amor no se mide por resultados ni compara, sino que acepta, conoce y celebra las identidades y las diferencias, ellos también van a comparar y pelear menos, no van a competir tanto por nuestra atención ni van a necesitar pisotearse entre ellos para hacerse mirar, elegir, reconocer.
Por el solo hecho de tener hermanos, primos, vecinos y compañeros de colegio ellos van a estar sujetos a competencias y comparaciones permanentes. Con esto no pretendo cambiar el competitivo mundo en el que vivimos, sino resaltar la importancia de evitar las comparaciones y las competencias durante los primeros años, hasta que tengan suficiente seguridad y confianza en sí mismos.
Y eso, como ya vimos cuando hablé del juego de competencia, ¡lleva varios años!