Cómo se hace una masa: escribir es seguir hasta terminar
Cuando te dedicás a escribir, todos los días viene alguien a contarte que tiene un relato, una novela o un guión que por esas cosas de la vida nunca terminó. Los motivos para haberlo empezado son variados. Está el que quiso escribir porque tenía una buena idea, el que lo hizo porque le gusta mucho, el que creció fascinado con la figura del escritor, el que necesita desahogarse en la hoja en blanco. Las razones para no terminarla también son disímiles: falta de tiempo, demanda familiar, un trabajo agotador, o un desinterés que no saben explicar del todo. Lo único que los une es una novela inconclusa guardada en un cajón.
Empezar a escribir es fácil porque es el momento más feliz del proceso: tenés una idea, te imaginás las escenas, sos pura ilusión. Y es fácil porque no hay nada más simple que meterse en problemas. Una mujer casada se enamora de otra persona. Un hombre descubre una estafa en la empresa en la que trabaja y queda involucrado. Un niño ve un asesinato por error. Un héroe recibe la misión pero pierde su amuleto. Un deportista tiene una enfermedad incurable en lo mejor de su carrera. Cualquiera puede ser un buen argumento porque lo difícil no es armar el lío sino deshacerlo. La vida es así. Todos sabemos tomar un mal camino, meternos en una relación espantosa, o endeudarnos hasta el cuello. Lo que pocos saben es salir. Y ser escritor es eso. Saber cómo salir del barro, no cómo meterse adentro.
La primera vez que entendí algo de esto fue a los ocho años. En esa época yo estaba decidida a ser artista plástica. Mi papá me había comprado lápices acuarelables y una resma de hojas A4. Todas las tardes, al volver del colegio, me encerraba en mi cuarto a dibujar. Estaba decidida a tener una carrera en las artes así que pasaba días practicando ahí adentro. Agarraba una hoja atrás de otra y ensayaba minuciosamente la cara de un caballo, el cuello de una mujer, un paisaje alpino, pero apenas cometía un error tiraba la hoja y empezaba de nuevo. A la noche juntaba decenas de bollos de papel del piso y al día siguiente empezaba de nuevo.
A los ocho me llevaron a mi primer concurso de manchas. Lo organizaba una automotriz y la única condición era que el dibujo incluyera un auto. Me dieron una hoja con el logo de la marca, materiales, y me sentaron en una mesa con otros chicos. Tenía dos horas para dibujar. Tracé las primeras dos líneas y supe que algo estaba mal en la trompa del auto. La perspectiva no es el fuerte de un nene de ocho años. Llamé a una de las organizadoras y le pedí otra hoja. Se rió y me explicó que en los concursos había una sola hoja por participante, firmada y sellada por un jurado. Si hubiera muchas, todos podían llevar un dibujo ya hecho de su casa, y hacer trampa. Miré las dos rayas y me derrumbé. Pasé una hora mirando el auto, girando la hoja, buscando un ángulo nuevo, hasta que encontré otra perspectiva que podía absorber esas rayas e hice un dibujo nuevo. Salí primera. Yo me sorprendí más que ellos.
Unos años después estaba en la clase de gimnasia haciendo el test de Cooper, esa prueba de resistencia en la que te obligaban a correr doce minutos. Salvo los deportistas, todos nos escondíamos atrás de unos arbustos, esperábamos ocho minutos, y después salíamos sin que nadie se diera cuenta. Un día el profesor nos descubrió y nos empezó a vigilar de cerca. No nos quedó otra opción que hacer el test completo. Fue la primera vez que corrí doce minutos y en la mitad pensé que se me iba a salir el corazón para afuera, que me moría ahí, pero me daba tanta vergüenza parar que seguí porque era mejor desplomarse a que te vieran con la lengua afuera. Hacia el final, descubrí que hay un momento en el que cruzás un umbral de cansancio imposible, de dolor de piernas, y aparece una energía nueva. No sé por qué, ni de dónde sale, pero está ahí. Sólo hay que aguantar el peor momento. No escuchar nada y seguir.
La tercera vez que aprendí algo sobre escribir fue en la cocina. Estaba haciendo una masa que llevaba huevos, cacao, avena, azúcar, sal, aceite. Cualquier persona que alguna vez haya hecho una masa sabe que cuando empezás a unir los ingredientes parece que nunca se van a unir. Al principio la masa nunca es una masa. Son cascotes, arenilla, una esponja chirle, pasta pegada sobre los dedos y la mesada. En ese momento estás segura de que la receta está mal o que vos te olvidaste algo de líquido, harina, un huevo. Mucha gente se desespera: vuelve a leer la receta, le agrega agua impulsivamente, la tira a la basura porque piensa que se equivocó. Sin embargo, si seguís amasando, hay un momento en el que el calor o el movimiento hacen su trabajo y de repente se une y queda perfecta.
Desde entonces, y un poco por esas tres razones, sé que escribir es seguir. Quedarse sentado cuando querés huir por la angustia, no cerrar el archivo cuando sentís que lo que estás haciendo es una porquería, clavarte en la silla cuando querés tomar aire, café o un recreo. Escribir no tiene nada que ver con empezar, ni con las ideas, ni con ser bueno con las palabras. Escribir es terminar. Sólo el que aguanta el umbral de angustia, de cansancio y de desconcierto se vuelve un escritor, los demás sólo tienen media novela.
Por supuesto que tampoco es un trabajo mecánico, al contrario. A veces con mi socio pasamos días enteros en skype, en bares o en autos mirándonos las caras, tirando ideas tontas que no logran arreglar la columna vertebral de la trama, ni sacar al actor del pantano en que lo metimos. A veces ni siquiera sabemos cuál es el problema pero sentimos que algo está mal. Si fuéramos dos chicos que escriben algo juntos para divertirse seguramente abandonaríamos en ese momento. Pero cuando viste muchas veces dos rayas sin sentido en un papel que después se transforman en un auto o cuando sabés que al final la manteca se derrite con el calor y la masa se arma perfecta, también sabes que lo único importante es seguir. Escribir profesionalmente es un poco eso. Tener el temple para aguantar la angustia y desarrollar montón de estrategias y trucos para saber cómo salir. No es diferente a sacar un cuerpo metido hasta el cuello de la arena movediza, remolcar un auto trabado en el lodo, o encontrar a un nene perdido en el medio de un bosque oscuro.
Tampoco sé si dedicarse a escribir es ser escritor. Nadie sabe, supongo. ¿Es el que gana plata por escribir? ¿El que sacó un libro? ¿Es el que sacó diez? ¿El que publicó un libro genial a los veinte años y nunca más escribió? ¿Y si nunca publicó ninguno pero escribe diez horas todos los días? ¿Y si publicó 20 libros pero es malísimo? No sé qué es ser escritor y creo que no me interesa. Pero sé bien qué es escribir. Y escribir no es tener ideas, ni empezar, ni sentarse muchas horas en la computadora. Tampoco es vender libros, ni ganar premios, ni hacer una linda frase llena de firuletes. Escribir es seguir hasta terminar. Es saber soportar la angustia hasta saber cómo salir del barro.