La muerte de la “princesa” Kawānanakoa”, quien supo ser último eslabón de lo que fue la monarquía del archipiélago, reabrió parte de la historia
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El 11 de diciembre se anunció en Honolulu la muerte de Abigail Kinoiki Kekaulike Kawānanakoa, conocida como “la última princesa de Hawái”. El Palacio ‘Iolani -la única residencia real en los Estados Unidos- señaló que la heredera al trono había fallecido pacíficamente a los 96 años, legando casi la mitad de su fortuna de más de US$200 millones a una fundación que apoya a la comunidad nativa hawaiana.
La muerte de Kawānanakoa volvió a poner sobre el tapete un tema que aún genera polémica en este archipiélago famoso por sus paradisíacas playas: el derrocamiento de la monarquía hawaiana por parte de empresarios de EE.UU. en 1893, que llevaría a su anexión a ese país.
Aquí te contamos cómo estas islas ubicadas en medio del Océano Pacífico, a 3200 kilómetros del continente americano, pasaron a convertirse en el estado número 50 de EE.UU., el último en ser admitido a la Unión, y qué pasó con la familia real hawaiana que había gobernado hasta entonces.
El reino de Hawái
Las 137 islas volcánicas que forman Hawái fueron regidas por diversos clanes pequeños hasta 1810, cuando se unificaron bajo el mando de Kamehameha I, un caudillo de la isla de Hawái (que le dio nombre a todo el archipiélago).
El rey Kamehameha “El Grande” -como fue bautizado- fundó la dinastía que reinaría por seis décadas. En 1820 su heredero, Kamehameha II, le abrió las puertas a un grupo de misioneros de Nueva Inglaterra, EE.UU., quienes en pocos años lograron convertir a la mayor parte de la población en cristianos protestantes.
Los misioneros también atrajeron el interés de inversores de su país, que fueron comprando grandes terrenos en Hawái, seducidos por los reportes de tierras prístinas y condiciones climáticas ideales para plantar caña de azúcar. La influencia de estos terratenientes estadounidenses fue creciendo. En 1839, el nuevo rey Kamehameha III promulgó la Constitución de Hawái, y transformó el archipiélago de una monarquía absoluta a una constitucional, algo que muchos historiadores consideran una señal de que el poder real se estaba empezando a diluir.
Los descendientes de los primeros misioneros, que habían hecho fortunas en Hawái, formaron su propio partido político, el de la Reforma, más conocido como el Partido Misionero. Para la década de 1870 la economía hawaiana dependía fuertemente de su comercio con EE.UU. y los empresarios y terratenientes del Partido Misionero empezaron a reclamar un mayor poder político.
En 1887 decidieron tomar el toro por las astas y, bajo amenaza de usar la fuerza, obligaron a quien gobernaba en ese momento, el rey Kalākaua I, a firmar una nueva Constitución que solo les daba el derecho a votar a los terratenientes blancos, un evento recordado como la “Constitución bayoneta”.
Nueva dinastía
David Kalākaua, quien había llegado al trono por ser descendiente de una prima de Kamehameha I -y luego de que Kamehameha V muriera sin dejar herederos-, fue el fundador de lo que sería la última dinastía en reinar Hawái. Durante sus primeros años debió enfrentarse a las crecientes presiones del Partido Misionero, que quería reformar el sistema para convertirlo en un modelo monárquico más parecido al británico, donde el rey es una figura con prestigio, pero sin poder real.
“El monarca alegre”, como era conocido, comenzó su reinado en 1874 recorriendo las islas, lo que aumentó su popularidad. También negoció un tratado de reciprocidad con EE.UU., incluso reuniéndose en Washington DC con el presidente Ulysses S. Grant, que permitió que los principales productos de exportación hawaianos -azúcar y arroz- entraran a ese país libre de impuestos.
El acuerdo también le dio a EE.UU. derechos exclusivos para mantener bases militares en las islas. Durante su reinado, Kalākaua puso mucho énfasis en las relaciones internacionales, al ser el primer monarca de la historia que dio la vuelta al mundo, en 1881. Empezó en San Francisco, EE.UU., visitó, entre otros países, Japón, China, India, Egipto y varias naciones europeas. También se entrevistó con muchos jefes de Estado, incluyendo a Humberto I de Italia, el papa León XIII y la reina Victoria de Reino Unido.
El monarca utilizó muchos de los objetos y muebles que trajo de sus viajes para decorar una nueva residencia real: el Palacio ‘Iolani, considerado una joya arquitectónica, que mandó a reconstruir por el mal estado del palacio original, erigido durante el reinado de Kamehameha IV. El rey buscaba conformar una confederación de países polinesios, y llegó a enviar representantes a Samoa con ese fin, pero el proyecto quedó trunco tras la Constitución bayoneta, que drenó el poder de la realeza y aumentó el del Partido Misionero.
Pocos años después, en 1890, el soberano de 54 años empezó a sufrir graves problemas de salud y, bajo consejo médico, viajó nuevamente a San Francisco. Falleció en esa ciudad estadounidense, sin haber dejado descendencia. Por ello, quien asumió el trono fue su hermana, Liliʻuokalani, quien se convertiría en la última soberana de Hawái.
El final de la monarquía
Liliʻuokalani había ejercido como regente en 1881 durante la gira internacional de su hermano, el rey. Cuando llegó al poder intentó derogar la Constitución bayoneta para devolverles a los nativos el derecho al voto (y a la corona el poder perdido), pero fue acusada por sus súbditos blancos de subvertir la Constitución.
Además de buscar poder político, este grupo quería derrocar a la monarca por motivos comerciales: EE.UU. había decidido eliminar el estatus de privilegio del azúcar hawaiano y ellos querían que Hawái se anexara a esa potencia para poder disfrutar así de los mismos beneficios que los productores locales.
Aunque el presidente estadounidense Grover Cleveland encargó un informe que concluyó que el derrocamiento había sido ilegal, el Congreso de ese país pidió otro reporte, el informe Morgan, que en 1894 determinó que ni el embajador Stevens ni las tropas estadounidenses habían sido culpables del derrocamiento.
El 4 de julio de ese año, día en que se celebra la independencia de EE.UU., el Gobierno provisional hawaiano proclamó la República de Hawái con Sanford Ballard Dole como líder, Gobierno que fue reconocido por Washington. La reina Liliʻuokalani permaneció bajo arresto hasta 1896 y tras su liberación se mudó a otra residencia donde llevó una vida de perfil bajo hasta su muerte en 1917.
Al igual que su hermano, no tuvo hijos. Sin embargo, siguiendo la tradición, nombró a otros familiares herederos. Abigail Kinoiki Kekaulike Kawānanakoa, quien falleció el 11 de diciembre, era descendiente de uno de esos sucesores.
En 1898, el presidente estadounidense William McKinley -un republicano que había derrotado a Cleveland- firmó la anexión de Hawái a EE.UU., a pesar de las protestas de la oposición que consideraba la anexión ilegal. Ese acto allanaría el camino para que décadas más tarde, en 1959, Hawái se convirtiera en el quincuagésimo y último estado de EE.UU, una decisión en la que pesó el rol central que tuvo el archipiélago para Washington durante la Segunda Guerra Mundial.
Después de todo, EE.UU. recién se unió al conflicto a finales de 1941, cuando el Imperio de Japón atacó sorpresivamente a la Armada estadounidense basada en Pearl Harbor, en la isla hawaiana de Oahu. Bajo el argumento de que los derechos de los comerciantes y terratenientes de origen estadounidense estaban siendo vulnerados, el embajador de ese país en Hawái, John L. Stevens, pidió que intervinieran las tropas estacionadas en las islas.
En 1893 pusieron a la reina Liliʻuokalani bajo arresto domiciliario en el Palacio ‘Iolani y se formó un gobierno provisional. En plena Guerra Fría, durante el gobierno de Dwight D. Eisenhower, el Congreso estadounidense finalmente aprobó el ingreso de Hawái a la Unión, decisión que fue ampliamente ratificada por los hawaianos.
No obstante, algunos nativos mantuvieron su protesta contra lo que es considerado uno de los principales ejemplos de colonialismo estadounidense. En 1993, 100 años después del golpe, el gobierno de EE.UU. se disculpó formalmente con los hawaianos por haber derrocado su reino, privándolos de su derecho a la autodeterminación.
Pero, aunque también reconocieron que el pueblo nativo había tenido que ceder a la fuerza más de 700.000 hectáreas de tierra, no ofrecieron compensación alguna e incluso aclararon que no admitirían reclamos.
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