Cómo influye el tamaño de las porciones y de los platos
Hace rato que pasaron las Fiestas… pero quedaron las pancitas. Antes de desesperar frente al espejo porque no nos entra la bikini o la zunga, vale la pena reflexionar en por qué estamos condenados al destino manifiesto de comer sin parar. Las últimas décadas han visto un aumento de las porciones de comida envasada, y en nuestra voracidad por acabarlas cuanto antes. Según el experto Brian Wansink (quien ha tenido algunos problemas con la replicabilidad de sus resultados), la disponibilidad de tamaños de grandes a gigantes en los supermercados –al menos en los EE.UU.– se ha multiplicado por 10 entre 1970 y 2000, y las porciones "mega" se han multiplicado en restaurantes. Más aún: el tamaño de platos y vasos también creció más de un 30%; ¡hasta los libros de recetas aumentan en algunos casos la indicación de los ingredientes!
La consecuencia es obvia –e inconsciente –: con porciones más grandes, comemos más. Mucho más: entre un 30 y un 50% hasta sentir que estamos satisfechos. Un estudio de Wansink en una fiesta universitaria demostró que los invitados con recipientes más grandes se sirven más helado –y por supuesto que lo comen–. Aunque mi experimento favorito de todos los tiempos es el de la sopa sin fondo. Se pone a los comensales de Indias a tomar sopa hasta que no quieran más. Mientras que un grupo tenía una sopa normal, al otro se le rellenaba el tazón a medida que comían, a través de una manguera escondida en el fondo del plato. Sin darse cuenta, los del plato rellenable tomaron un 73% más de sopa que los otros hasta quedar llenos, pero no sentían que habían comido más que los otros. Primera conclusión: usar porciones justas y adecuadas y, de paso, cuando se compren o cocinen raciones más grandes, convendrá separarlas en porciones más pequeñas.
Ojo: si bien esta tendencia se relaciona con la obesidad, parece afectar a todo comensal, de todos los tamaños y clases económicas. Y es peor cuando se nos ofrece algo tentador en el lugar adecuado. Otra investigación encontró que la gente en el cine come más pochoclo cuando viene en baldes grandes –¡incluso si recién acaban de almorzar!–. Para empeorar las cosas, los pícaros investigadores incluyeron un grupo en el que el pochoclo no era maravillosamente sabroso (se sentía más duro, o más viejo), y aún así los pochocleros le dieron sin asco. La clave no fue determinar cuánto querían comer –o incluso el estado de la comida– sino dejar el balde vacío antes de que Godzilla venciera a King Kong.
¿A cuántos de nosotros nos enseñaron a limpiar el plato, de manera que no quede nada cuando terminemos? ¿Será esta una explicación de nuestra tendencia a acabar con todo? Sin duda es bueno no desechar comida y aprender a comer bien variado, pero siempre es mejor que la porción refleje la necesidad del comensal. Hay que saber escuchar al cerebro del estómago, que sabe lo que hace y sabe cuándo parar.
Uno de los problemas parece ser que en esta catástrofe la educación sola no sirve. Aun sabiendo que el tamaño de porciones y platos influye sobre cuánto comemos, volvemos a sobrellenarnos una y otra vez. Algo en nuestra mente está preparado para pasar el invierno, y si aparece un mamut en la puerta de la cueva, mejor despachémoslo enterito, ya que no sabemos cuándo encontraremos otro. Si esto es así, y ser conscientes no basta, habrá que tomar los paquetes, las porciones y los platos por las astas… y reducir su tamaño. Cambiar el mundo, para cambiar nosotros. La situación es grave, y no podemos dejarla pasar. Continuará.
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