Antes de que esta historia comience, Gabriel Pozner hacía de todo. Había trabajado siete años con papá en un taller de chapa y pintura. Había sido lavacopas. Y hasta durante un tiempo se ganó la vida cuidando jardines. Su trabajo más estable hasta entonces fue limpiando vidrieras. No había podido terminar el industrial, así que la falta de título le jugaba en contra. Había estudiado siete años de teatro, pero no la pegaba. Trabajando de repartidor para un local de fundas de sillones, conoció a la encargada: Itatí Montechiani, diseñadora gráfica de Rosario. Y, desde el 2000, fue amor y sociedad a primera vista.
Él era de adolescente un loco de las zapatillas ochentosas. Era un peregrinar casi religioso recorrer la galería Bond Street los fines de semana descubriendo zapatillas únicas, importadas, flamantes. Otros buscaban discos. O chicas. O libros. Él salía a cazar calzado.
En un momento, Pozner se hizo fan de unas botitas de cuero, de Ona Saez. Estaba fascinadísimo. Estaba tan identificado con esas botas que parecía ya como un superhéroe con su baticalzado. Llegó a tal grado su fervor en sangre que cuando se le gastó la suela, las llevó al zapatero para que le hiciera otra nueva. Pero el tiempo pasó y cuando ya no había zapatero que las salvara, Pozner decidió jugársela. "Yo puedo hacer algo como esto", se dijo, envalentonado. Encontró un zapatero de mente abierta en la zona de Villa Crespo y le pasó un diseño para que se inspirara en esas botitas tan queridas, pero con un toque de autor: una base de colores, y cierre de velcro. El resultado lo llenó de entusiasmo.
Le comentó a Itatí sobre su emprendimiento y sintieron el llamado de la aventura. Se propusieron, juntos, crear en serie su propia marca de zapatillas. Ella al principio le dijo que le sonaba raro. Luego, tanto era el entusiasmo de su pareja que, cual bacilo de la gripe, se lo contagió también a ella.
Todo el emprendimiento de calzado estaba pensado bajo un mandato innegociable: no usar cuero de animal. Series limitadas de modelos para no quemarlos y darles ese sentimiento de pieza única que tenía él cada vez que hallaba un modelo importado en la Bond. No seguir las modas. Y dejarse llevar por el instinto. La llamaron Puro, tal vez por el emblema de no copiar a nadie y hacer siempre las cosas de acuerdo con el irresistible impulso de hacer lo que a uno se le cante la reverenda zapatilla.
Para hacerse el loco y no terminar en la canaleta, se necesita estudio y dedicación. Ni él ni eIla tenían conocimientos de la industria del calzado, así que Pozner se pasó tres años investigando cómo era todo. Para dejar la novatez de lado, él se apuntó en el taller de corte y modelaje que brindaba el Sindicato del Calzado. Los primeros 20 pares de la marca los armó Guillermo Villa, su profesor en el taller de corte y modelaje. Y, de gauchito nomás, no quiso cobrarles. Tal vez, porque vio en ellos a los nuevos innovadores del zapatillismo vernáculo. O, tal vez, porque solo vio en ellos la inocencia y el entusiasmo de todo aquel que emprende sin medir las consecuencias. Les puso el algodón antes de recibir el pinchazo de la realidad.
Fuera cual fuera la intención del profe Villa, lo cierto es que aquellos 20 pares multicolores, sin cuero, y con un smells like teen spirit encima, fueron, sin escalas, exhibidos en la feria de Tazz, en Plaza Serrano, en pleno corazón del modernismo textil. Hubo una señal primera de buen augurio, un colega que, como ellos, diseñaba y vendía ropa en Tazz –dueño de la joven marca Visti–, a quien le copó tanto la propuesta –ya se la dijimos: colores rutilantes, corte de manga a la moda y nada de andar sacrificando animalitos– que se transformó en su primer cliente. Esos 20 pares se vendían de a tres o cuatro por fin de semana. Y así nació Puro.
Los dueños hacían todo: tenían la visión y, además, debían lidiar con proveedores, mandar a coser el calzado, cortar telas, ponerles el pecho a las balas de la crítica y todo eso desde un dos ambientes en Malabia, frente a la Plaza Armenia.
El capital inicial era un pequeño ahorro de Ita –US$3.000 por si les interesa el dato– que pensaba destinarlo para un viaje por Europa. Pero el sueño del calzado propio se lo absorbió completo, cual tallarín. Ricardo, el papá de Gabriel, que lo empleó en el taller de chapa y pintura, también aportó un granito de arena.
La facturación del primer año inaugural fue chaucha y palito. Solo vendían en las ferias y había que disputar presencia y originalidad con medio mundo. Para colmo, había que lidiar con un inconsciente colectivo que imponía únicamente consumir zapatillas de marca. El resto era un riesgo que pocos se atrevían a asumir. Sin embargo, cada vez que la malaria les llegaba al cuello, irrumpía una venta al por mayor y les devolvía la esperanza y el aire.
Recién al segundo año desembarcaron en un espacio compartido con diseñadores en Rodríguez Peña y Santa Fe. Una casona grande con muchos emprendedores jóvenes. A Puro le subalquilaron una habitación de dos por tres, y ahí se pusieron a hacer magia. Desde entonces, el boca en boca empujó el negocio. A partir del primer local propio que abren en Palermo, al tercer año –actual local de Jorge Luis Borges 2184–, fue todo pum para arriba. Los clientes les decían que sus zapas eran diferentes, originales y únicas.
En breve, cayeron las celebridades: de Leo García –que tocó gratis para un evento de Puro solo por su condición de fan– a la cantante de axé brasileña Daniela Mercury, que vive subiendo fotos saltando en los recitales con sus zapatillas. Desde Kevin Johansen hasta Liniers. Desde Mike Amigorena hasta Julieta Díaz, todos portan zapas Puro. Y hasta Mex Urtizberea redobló la apuesta y se compró unas zapas de plataforma de mujer y las usó en la tele, per jodere.
Pero el caso de mayor fanatismo de la crème de las celebrities fue el de Geraldine Chaplin. La actriz, mientras grababa una peli en el sur, vio a una chica en el rodaje con unas zapatillas tan súper que le pidió el contacto del local. Pero la chica olvidó dárselo. Se lo pidió una segunda vez. Y una tercera vez. Al final, le regaló sus zapatillas. Y la misma Geraldine le contó la anécdota al dúo de creadores de Puro, quienes en tren de fans le regalaron tres pares en obsequio.
Al principio, en Puro vendían entre 20 a 50 pares por mes y ahora llegan a los 3.300 productos cada 30 días. En 2006, empezaron a fabricar bolsos y carteras –de las ventas totales, representan el 30%–. Hoy en día tienen cuatro locales propios –proyectan abrir dos más en lo que queda de 2018–, la tienda online y 70 puntos de ventas multimarcas. En cuanto a la fabricación, hacían el calzado con una cuota artesanal, casi hippie, con moldes de cartón, y ahora implementan la fabricación con sacabocados a través de cinco talleres. Evalúan a largo plazo poner un pie –o los dos para que el par calce– en China, a pedido de su público. También recibieron consultas de interesados para llevar la marca a España, la India y Londres. Pero, por ahora, las altas tarifas del mercado interno hacen que exportar sea un disparate competitivo. En un año más esperan abrir la primera línea de Puro para niños.
Antes, Itatí y Pozner hacían todo. Hoy tienen un equipo de 25 personas. Y hace dos años, los asiste una consultora para ponerse día a día más pro. Y Ricardo, el papá de Pozner, que trabajaba en el taller de chapa y pintura, ahora está a cargo de la logística de la empresa. Un reconocimiento por ser uno de los primeros que creyó en que los pies de su hijo iban por el buen camino.
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