Cómo es la frontera más caliente del mundo
Entre Corea del Sur y Corea del Norte, un recorrido por el único lugar donde sobrevive la Guerra Fría
A un soldado norcoreano le pica la cabeza. Hoy, que es un jueves cualquiera, este hombre flaco y largo hace guardia en la frontera entre Corea del Norte y Corea del Sur, una de las divisiones más vigiladas del mundo. Enfrente, a 80 metros, hay tres militares enemigos que lo están observando. Él no los ve de cuerpo entero porque ellos apenas se asoman detrás de las casetas celestes en las que, de vez en cuando, las autoridades de los dos países se reúnen en negociaciones espinosas y antipáticas; y se asoman porque no pueden darse el lujo de ofrecerse a él, y a sus camaradas norcoreanos, como blancos. En cualquier momento puede tronar un disparo por aquí o por allá, y los hombres permanecen a cara de perro, sin moverse y sin mostrarse del todo, durante horas. La mera disciplina intimida; el silencio también. Pero al soldado del norte, que está apostado en la puerta de un gran edificio, le pica la cabeza.
Este militar sirve a la República Popular Democrática de Corea, que en la prensa anglosajona suele aparecer como “el reino ermitaño” porque es el país más cerrado del mundo. Esta Corea, que es la del Norte, está gobernada por un joven barrigón que sólo viste trajes oscuros y que ahora mismo está embarcado en una impetuosa carrera nuclear de consecuencias difíciles de calcular. Se llama Kim Jong-un y es el tercero de los Kim que mandan en el país: primero fue su abuelo, Kim Il-sung, y luego su padre, Kim Jong-il.
Por lo poco que sabemos acerca de su Ejército, todos los hombres y todas las mujeres deben servir obligatoriamente durante al menos diez años, y las comodidades no abundan (tampoco la comida: tres pequeñas raciones diarias), pero el orden es estricto y el compromiso es total, y para la mayoría de los jóvenes formarse en las fuerzas armadas es un orgullo que, además, viene con algunos privilegios sociales. El puesto de frontera está a 215 kilómetros de Pyongyang, la capital del país, y este soldado toma una decisión: de repente, en el medio de una milimétrica guerra de miradas con sus enemigos, se rasca la cabeza.
La escena también es vista por un grupo de visitantes occidentales, desde el lado sur, y es todo lo que veremos de un soldado norcoreano de carne y hueso en los quince minutos que dura su excursión. Algo es algo.
La frontera entre las dos Coreas, que corre sobre el paralelo de 38 grados a lo largo de 238 kilómetros, se ha transformado en uno de los sitios favoritos de los turistas que llegan a Seúl: es el último rincón del mundo en el que aún sobrevive la Guerra Fría y donde una de las banderas luce una estrella roja. Sobre esta frontera se extiende la Zona Desmilitarizada (en inglés, Demilitarized Zone, DMZ), un eufemismo que denomina a un segmento en el que no debe haber enfrentamientos, aunque esté repleto de campos minados, alambres de púas, rifles cargados, puestos de vigilancia y cámaras omniscientes. Reunificada Alemania, sólo Corea permanece dividida entre capitalistas y comunistas, y cada año alrededor de 100.000 extranjeros pagan por un tour de entre 45 y 130 dólares, llegan aquí y entienden que el silencio de los soldados del Norte y del Sur no se debe a la armonía y a la convivencia, sino a la tensión y al rencor. La frontera es un monumento vivo a la enemistad entre los hombres.
El sitio en donde todo esto se administra se llama y hace mucho tiempo fue una aldea sin importancia, cuyos moradores huyeron bajo el fuego y la metralla. La guerra de Corea, que duró tres años y que involucró a Estados Unidos y a China, aún no terminó: en 1953 apenas se acordó un cese de fuego, pero no la paz. Los jefes de los dos ejércitos se reunieron aquí mismo, en Panmunjeom. Firmaron los documentos y se retiraron sin siquiera darse la mano.
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El ómnibus turístico sale de la capital y avanza en una autopista que bordea un río de aguas calmas, llamado Imjin. Al otro lado se extiende la costa de Corea del Norte, que ahora se ve a simple vista. El río está vigilado palmo a palmo: en 1968, un comando de 31 soldados norcoreanos lo cruzó con la misión de asesinar al presidente Park Chung-hee, el hombre que mantuvo el poder durante 17 años y que dirigió el despegue económico de Corea del Sur. La operación falló: sólo dos de los atacantes sobrevivieron.
“Ésta es la distancia más pequeña entre las dos Coreas”, dice la guía, una mujer llamada Ha-neul, que viste una remera con la leyenda “DMZ” y un sombrero de mimbre al estilo vietnamita. “Pueden tomar fotos. Por ahora, no hay problema…”.
A Panmunjeom, el nodo central de la frontera de las dos Coreas, sólo se puede llegar con un tour contratado. Hay muchos, y con recorridos variados: algunos ofrecen también una visita a cuatro de los túneles que Corea del Norte excavó para invadir Seúl; o al observatorio Dora, desde el que se puede ver la vida cotidiana de los comunistas. Nuestro tour comenzó a las nueve de la mañana: el ómnibus esperaba en un hotel de varias estrellas, cercano al parlamento surcoreano y rodeado de varios restaurantes internacionales de comida rápida. Por debajo de la tierra corría un subterráneo con una red de 328 estaciones y cuando regresáramos, a la noche, veríamos que el neón lo iluminaría todo. A sólo 56 kilómetros de distancia comenzaba Corea del Norte, y ahí todo era diferente. Según una investigación de la Universidad Corea, de Seúl, la inequidad entre las dos Coreas es hoy cuatro veces más grande que la que separó a las dos Alemanias. Es famosa la foto satelital nocturna que muestra al Norte completamente a oscuras: cuando la Unión Soviética desapareció, Pyongyang perdió acceso al petróleo barato y además –según se dice– los norcoreanos, que atravesaron una hambruna masiva entre 1993 y 1995, rapiñaron la red de cableado público para contrabandear el cobre a los chinos y obtener algo de dinero.
Ha-neul, nuestra guía turística, es buena compañía porque este trayecto la toca de un modo personal. A los 18 años, su padre escapó del Norte y se refugió en Busan, al sur del Sur. Para él, todo ocurrió muy rápido: un día, al regreso de la escuela, su madre lo esperaba con una valija en la que había algo de ropa y algo de comida, y le dijo que huyera tan lejos como le fuera posible. La madre, que le prometió que ella y sus hermanos lo alcanzarían cuando pudieran, había visto cómo un joven vecino era asesinado por no querer sumarse al ejército norcoreano.
Ese muchacho escapó cuando aún era fácil. Ahora es casi imposible pasar por la frontera. En los últimos años se registraron apenas dos casos (en 2012 y en 2015), y ambos eran soldados que salieron corriendo, entre las minas y los alambres de púas, al estilo del alemán Conrad Schumann, que partió hacia Alemania Occidental en 1961 y en su carrera se convirtió en un ícono que hoy se ve en postales, remeras e imanes. Los norcoreanos que escapan de su país eligen la frontera norte, que no está sembrada de minas porque del otro lado hay un país amigo: China. Según cálculos no oficiales, en ese país viven unos 200.000 norcoreanos clandestinos. La ruta usual de ellos, que les puede llevar años, es llegar hacia Tailandia o Laos y pedir asilo en la embajada de Corea del Sur.
Por qué escapan es también una forma de preguntar por qué esta frontera está tan vigilada. En Seúl conocí a dos refugiados que habían llegado desde Corea del Norte. Con uno de ellos, un hombre llamado Ken Eom, hablé en Teach North-Korean Refugees, una ONG que da clases de inglés. “Allá, todas las personas están sistemáticamente controladas, hasta en lo más privado de su vida: nadie quiere vivir así”, me dijo. “Existe la Agencia de Seguridad Nacional, la policía, el Partido de los Trabajadores y todo tipo de organizaciones que vigilan, y además los vecinos se vigilan entre sí y todo el mundo puede ser delatado.”
Otra desertora, Hyeonseo Lee, que tiene 37 años y escribió La chica de los siete nombres, un libro en el que cuenta su vida que se convirtió en best seller, escapó simplemente por curiosidad. “Yo había aprendido en la escuela que Corea del Norte era el mejor país del mundo y, como vivía muy cerca de la frontera con China, quise salir para comprobarlo”, me dijo. “No pensé que ya no iba a poder volver jamás”. En Corea del Norte, todo desvío puede ser considerado una traición al Estado y, para los delitos más graves, el castigo puede llegar a afectar no sólo al acusado, sino también a tres generaciones de su familia.
Escapar del país es uno de esos delitos graves.
El padre de la guía turística Han-neul nunca volvió a ver a su familia. Y Han-neul jamás habló con sus primos del Norte. Ni siquiera sabe si los tiene. Pero aquí, en Corea, la historia no es extraña: unas 66 mil personas están anotadas en un programa gubernamental de ayuda para la reunión con familiares del Norte. La guerra dividió a las familias y dejó también una multitud de muertos: 620 mil soldados surcoreanos, 160 mil de las fuerzas conjuntas; 930 mil norcoreanos; un millón chinos; y dos millones y medio de civiles.
En el viaje a la frontera, toda la tragedia de este pueblo desafortunado se hace evidente.
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Muchos años atrás, el abuelo de Kim Jong-un, Kim Il-sung (que fundó la República Popular Democrática de Corea y comandó la guerra con el Sur), plantó un árbol aquí, en la base de Panmunjon: un hermoso álamo que dio dos troncos y que, después de las batallas que dividieron a las dos Coreas, florecía en verano con una elevada copa de hojas tupidas.
Pero en Panmunjon todo lo que ocurre es asunto de seguridad nacional para dos estados, incluso plantar un árbol, y el 18 de agosto de 1976 un grupo de cinco militares surcoreanos recibió la orden de talarlo: en el verano boreal, su copa de 25 metros de altura impedía la visión de los guardias que miraban hacia el norte. Una escolta militar de las Naciones Unidas, compuesta por once soldados estadounidenses y surcoreanos, marchó junto a la brigada de jardinería. Pero cuando comenzó la poda, llegó una patrulla de soldados norcoreanos. “El árbol no puede ser podado”, dijo el teniente mayor norcoreano Pak Chul. “Lo ha plantado Kim Il-sung personalmente, y se nutre y crece bajo su supervisión.” El otro jefe, el capitán estadounidense Arthur Bonifas, lo miró, le dio la espalda y no le hizo caso.
En un instante, apareció, desde el Norte, un camión con más soldados. El teniente mayor Pak, envalentonado, ordenó de nuevo el fin de la poda. Pero Bonifas ni siquiera le respondió. El teniente mayor se quitó entonces su reloj, lo envolvió en un pañuelo y lo guardó en su bolsillo.
“¡Maten a esos bastardos!”, gritó.
Sus soldados les quitaron las hachas a los jardineros y corrieron detrás de Bonifas y de los otros. El propio Pak lo alcanzó y lo echó al suelo. Entre cinco, lo golpearon con palos. Le dieron duro, tan duro como se habían dado en la guerra, y en menos de cinco minutos se retiraron con la misión cumplida.
Bonifas yacía muerto, y otro soldado también había sido asesinado.
Desde entonces, la base de Panmunjeom tiene un sector para los norcoreanos y otro para los surcoreanos. La administración conjunta de la frontera no es un negocio sencillo.
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A medida que el ómnibus avanza, la hostilidad se percibe: en los tramos finales de la ruta a Panmunjeom hay una serie de puentes y pilotes llenos de explosivos. En el caso de una invasión de tanques norcoreanos, estos se detonarán y les cerrarán el paso.
Pero cuando el micro por fin entra a Panmunjeom, todo luce muy tranquilo: la base tiene, más que nada, jardines con flores. Y cuando un helicóptero militar aterriza estruendosamente, da pena ver cómo las sacude. También hay un pueblo adentro de la base. Le pusieron el nombre de Freedom Village. Los 200 agricultores que viven ahí ganan 10 mil dólares por mes y cosechan el mejor arroz de la región, pero están bajo toque de queda, casi al estilo de sus vecinos del Norte. Del lado opuesto, hay otra pequeña ciudad a la que los soldados del Sur le dieron el nombre de Propaganda Village porque se cree que fue construida para mostrar una vida comunista utópica. Además de los dos pueblos, el Norte y el Sur compiten con sus banderas: el mástil en el que flamea la de Corea del Sur mide 100 metros de alto; el del Norte llega a los 160 metros.
En su competencia por superar a sus odiados hermanos, los norcoreanos se hicieron con una marca global que sólo ha sido superada en sitios tan alejados como Azerbaiyán y Tayikistán.
La primera parada adentro de Panmunjeom es un anfiteatro en el que habla un soldado de las fuerzas conjuntas de las Naciones Unidas, un americano muy joven con un marcado acento yanqui, que lleva un brazalete en el que se lee “M.P.” (Military Police) y una pistola en el cinturón. El americano, que viste uniforme camuflado, se presenta: su apellido es Smith. Y luego pregunta: “¿Alguien lleva hoy armas o cuchillos?”. Silencio. Cincuenta turistas en silencio. “¿Alguien está hoy bajo los efectos de las drogas o el alcohol?”. Silencio, de nuevo. “¿Alguien tiene hoy la intención de escapar a Corea del Norte?”. Silencio, todo es silencio.
Las luces se apagan y la pantalla se enciende. Smith, all-American, comienza con una exposición sobre la historia de la guerra de Corea y de la frontera. En las imágenes: mapas, Kim Il-sung, mapas, George W. Bush, mapas, Kim Jong-un, fotos satelitales, mapas.
“… Así es que estamos aquí, listos para repeler cualquier agresión de nuestros enemigos”, dice el M.P. Smith, con cierta jactancia. “In front of them all!”.
Y justo en ese momento aparece, por detrás de él, una última imagen en la que se lee: “In front of them all”, algo así como: “Enfrente de todos ellos”. Es el lema del Área de Seguridad Conjunta (mejor conocida por su nombre en inglés: Joint Security Area, y su sigla, JSA), que es el nodo central de la frontera entre las dos Coreas. Pero la idea es un poco paradójica cuando todos ellos ya no son más que un solo país. Corea del Norte hoy no tiene aliados visibles. Es de este lado, en cambio, donde se podría hablar de un todos.
Al salir del anfiteatro, nos cambiamos a un ómnibus de las Naciones Unidas. Luego de un recorrido breve, descendemos y Smith nos ordena formar en dos filas antes de subir por unas escaleras que nos conducirán a la Freedom House, el último edificio de Corea del Sur antes de las casetas celestes en las que los tres soldados surcoreanos montan guardia frente al militar norcoreano al que le pica la cabeza.
Por fin ha llegado el momento de atravesar las puertas de la Freedom House y ver la frontera misma.
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El episodio del teniente mayor Pak Chul y del capitán Arthur Bonifas, ocurrido aquí mismo en Panmunjeom en 1976, espantó al mundo. Corea del Norte dio su versión en la conferencia de Naciones no Alineadas, en Sri Lanka: dijo que los podadores habían agredido primero, y logró el apoyo de los países presentes al tiempo que, en Estados Unidos, el presidente Gerald Ford formaba un gabinete de crisis y evaluaba un ataque de misiles. Luego de algunas reuniones, Ford descartó la guerra pero tomó la decisión de talar el álamo.
Para eso reunió un convoy de 23 vehículos en los que viajaban agrónomos con motosierras. Como apoyo se sumaron dos pelotones de 30 hombres de las fuerzas conjuntas de seguridad, una compañía de 64 soldados de las fuerzas especiales surcoreanas (algunos de ellos, armados con bates y entrenados en taekuondo; otros, con una mina atada al pecho y el detonador en la mano); y, sólo por las dudas, 12.000 soldados adicionales fueron trasladados a Corea, incluyendo 1800 marines de Okinawa. En tres bases aéreas cercanas había bombarderos listos para despegar y un portaaviones esperaba en la costa. Sobre el cielo de Panmunjeom volaban 20 helicópteros utilitarios y siete de ataque, y un avión B-52 daba vueltas escoltado por cazas.
Corea del Norte, que había sido tomada por sorpresa, no lo pudo impedir. Pero mantuvo por siempre su versión. Hace poco, cuando se cumplieron 40 años del incidente, el diario local Rodong Sinmun informó que el capitán Bonifas y sus hombres habían actuado como “una jauría de lobos”.
El álamo de Kim Il-sung, finalmente, había sido talado.
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Esta Panmunjeom que visitamos es un poco más tranquila. De hecho, podemos entrar a una de las casetas celestes que están entre los edificios administrativos de Corea del Sur y Corea del Norte. Son casetas neutrales, adonde los funcionarios de ambos países se han juntado en los últimos 64 años a negociar cosas tan pequeñas como el cese de la agresión auditiva de los altavoces apostados estratégicamente; y tan grandes como, incluso, la reunificación de los dos países.
La línea de la frontera pasa imaginariamente por el medio de la caseta celeste, adonde hay una mesa con una bandera de las Naciones Unidas, y los turistas repetimos, uno detrás de otro, la experiencia de ir al lado norcoreano del sitio. Técnicamente, hemos estado en Corea del Norte y hemos vuelto para contarlo.
Dos soldados surcoreanos vigilan todo detrás de sus lentes oscuros, inmóviles como robots. El chasquido de las fotografías no los conmueve; tampoco la charlatanería de los visitantes. Estarán así durante las próximas dos horas, hasta que puedan tomar un breve descanso. El turno completo es de doce horas. Del lado Norte también hay una puerta: si se abre y entran los enemigos del soldado Smith, el consejo es no retroceder. Si ellos nos sacan fotos (con los posibles fines de usarlas como propaganda política de regreso en Pyongyang, mostrándonos como capitalistas maleducados), nosotros podemos tomarles fotos a ellos.
Pero Smith nos deja claro que nunca, nunca, nunca hay que abrir esa puerta y salir hacia el Norte. Si lo haces, Smith dice que ya no podría cuidarte. “Y quién sabe qué harían los soldados norcoreanos con un turista occidental”, sigue.
Todos los días circula un documento de cesión de responsabilidad, con membrete de las Naciones Unidas, que requiere la firma de los visitantes. Hay que entender que estar en la frontera de dos países en guerra siempre implica un riesgo. Muerte, lesiones, secuestros: las Naciones Unidas no se harán responsables de lo que te pase. Pero justo hoy, en este día cualquiera en el que a un soldado norcoreano le pica la cabeza, vinieron tantos turistas que a esta hora de la tarde (sin ser demasiado tarde) ya no quedan más papeles. Es una sorpresa para el soldado Smith. Luego, por suerte para él, nadie muere, nadie resulta herido, nadie es secuestrado y, lo más importante: nadie abre la puerta que da al Norte.
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Smith lleva cinco meses en Panmunjeom y atravesó siete exámenes para venir: la preparación fue dura, pero valió la pena. Nos lo cuenta un rato después, ya en el negocio de suvenires (adonde hay vino norcoreano y chocolate surcoreano, imanes para la heladera con la figura de los soldados, remeras y camperas con la inscripción DMZ y gorras que dicen In front of them all), donde se forma un clima distendido, alegre y a la vez un poco triste. Los visitantes ya hemos perdido lo mejor que teníamos: la emoción y el riesgo. Estuvimos en Corea del Norte; sí, técnicamente lo hicimos. Los más afortunados volveremos con una idea más genuina y desconsolada sobre la división fratricida que sufren los coreanos. Los menos, sólo con algunas fotos en los celulares.
Smith se da a la charla y confiesa un secreto: el presidente Donald Trump va a visitar la frontera, pero no nos puede decir cuándo. Un compatriota le pregunta, divertido, cuándo fue la última vez que murió alguien en Panmunjeom y Smith hace memoria para evocar la historia de un desertor ruso que corrió hacia el lado Sur. Fue en 1984. El ruso no murió, pero hubo bajas entre los surcoreanos y los norcoreanos por el tiroteo que se ocasionó. Luego Smith lamenta que en Corea haya tanta humedad: es increíble, dice. Pero este fin de semana se quitará el uniforme y se irá a hacer bungee-jumping a una cascada.
Un poco más allá, la guía Ha-neul ha vuelto a aparecer y alguien le pregunta por la reunificación de las dos Coreas. “Ya falta muy poco para que ocurra”, responde. “Hay dos razones: la primera es que el 90 por ciento de la gente en Corea del Norte está pasando hambre. Y la segunda es que nunca en la historia de Corea hubo una dinastía que haya tenido más de tres reyes. Y la de los Kim ya llegó al tercero.”
Esto no es cierto: la antigua dinastía Joseon duró más de 500 años. Pero nadie se fija en Wikipedia y la charla continúa un rato. Luego, un apretón de manos y a otra cosa. De lejos, escucho que alguien dice que, algún día, Panmunjeom, y en general toda la frontera, dejará de ser un sitio en el que se libra una guerra entre hermanos, y servirá como una línea de partida para construir la reunificación. Algún día.
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