Teléfono para damas. La inscripción se ve apenas en la pared, dentro de una piecita de no más de un metro. La descubrieron después de trabajar mucho, con bisturí sacaron capa tras capa los años de pintura. Nadie puede precisar aún de cuándo es la inscripción. Lo que sí se sabe, ahora, es que en la vieja y mítica Confitería del Molino alguna vez mujeres y hombres no compartían siquiera la cabina telefónica. Así, de a retazos hilvanados por los testimonios de los pocos empleados que aún están vivos, se trabaja para reconstruir la historia de esa esquina tradicional de Buenos Aires. Rivadavia y Callao, a un cruce del Congreso de la Nación, la torre desconchada del edificio sostiene las aspas del molino que le da nombre. Todavía están inmóviles, pero verlas en movimiento como antaño es parte del sueño (y objetivo) de la Comisión Administradora del Edificio del Molino.
Adentro, lo tangible: tres sótanos donde alguna vez funcionaron los depósitos de leña, la fábrica de hielo, la cuadra de panadería, la pastelería, los hornos. La fábrica que hacía del Molino un lugar gastronómico de distinción por sus recetarios secretos de sabores inigualables. Pero, adentro también, lo intangible: los fantasmas de más de 100 años; la historia política argentina, a tal punto que se bautizó la confitería como "La tercera Cámara"; Alfredo Palacios, Lisandro de la Torre, Perón, Solano Lima festejando su cumpleaños. Gardel y Leguisamo, Roberto Arlt, Tuñón, Pipo Mancera y sus Sábados circulares en especiales de Navidad. Pero también las reuniones políticas, entre ellas las de las mujeres que a principios de los 90 se juntaban ahí para hacer lobby por la ley de cupo.
De esa época se acuerda muy bien la antropóloga Mónica Capano. Ella es una de las personas que trabaja asesorando a la Comisión Bicameral, que desde julio de 2018 está a cargo de trabajar en las obras de recuperación del edificio declarado Monumento Histórico en 1997. Después, en 2014, llegaría la ley 27009 –de autoría del senador Samuel Cabanchik– mediante la cual se declaró al inmueble de "utilidad pública y sujeto a expropiación, por su valor histórico y cultural".
Verla (sobre todo escucharla) a Mónica dentro del edificio es un viaje en el tiempo. Señala cada rincón y narra cada cosa con la precisión de quien convierte una historia familiar en leyenda.
–Mi tarea es el patrimonio inmaterial, pero eso está sostenido por la materialidad. A través de los objetos podemos determinar un montón de cosas que todavía son incógnitas en la historia del Molino. Con el hallazgo de la inscripción del teléfono para damas tenemos una punta material para reconstruir una práctica: las mujeres no hablaban por teléfono en el mismo lugar que los varones. Eso es muy antiguo.
Mónica está detrás de cada detalle que le permita ir armando este rompecabezas. Pero no es la única. Ella insiste todo el tiempo en que el trabajo es multidisciplinario y que, por supuesto, hay ingenieros, arquitectos, pero también antropólogos y, en breve, un equipo de arqueología urbana. Un ejemplo concreto de cómo se trabaja en este proceso de recuperación es la limpieza que se hizo en el edificio apenas pudieron tomar posesión: nada de escobas, de baldes y de lampazos. Al menos en principio. La limpieza fue hecha por restauradores. La basura en el Molino puede tener importancia histórica: una madera, un pedazo de vitral, latas… hay bolsas de basura guardadas para que puedan intervenir los arqueólogos urbanos y determinar si hay material valioso. Para eso se pidió a la Universidad de Buenos Aires que provea los profesionales que pronto pondrán manos a la obra.
–La intervención patrimonial que se está haciendo acá no es de falso histórico, es decir: se van a respetar las huellas y el paso del tiempo –dice Mónica y señala en el piso de parqué del salón de fiestas principal un espacio delimitado por cintas de papel. Ahí, en un degradé que va de tablas de parqué astilladas a un piso de madera bien lustrado, se ve el paso del tiempo en el edificio. Según pudieron reconstruir, a fines de los años 70 Edgardo Roccatagliata, en ese momento dueño de la confitería, realizó una serie de reformas para modernizar el lugar y darle un nuevo impulso económico. Entre ellas, se renovaron los pisos. Los restauradores, ahora, levantaron las tablas, quitaron la brea (con una técnica especial para no dañar el piso) y los clavos. Debajo de todo se encontraron con el piso de madera original.
En esa misma época, también en el primer piso, se armó un segundo salón de menor nivel, para bailes y fiestas de egresados. Alcanza echar una mirada al pasar para notar el contraste.
Un mito de 100 años
Las crónicas del Centenario de nuestra Independencia dicen, entre otras efemérides, que fue ese 9 de Julio de 1916 que la Confitería del Molino abrió sus puertas en un edificio que integra varias propiedades linderas y que, de la mano del arquitecto Francisco Gianotti –reconocido por ser el creador de la Galería Güemes–, se convirtió en un ícono del art nouveau en Argentina. La construcción definitiva no estaba terminada, pero la idea de ofrendar la apertura al Centenario de la patria que había cobijado a tanto inmigrante fue motivo suficiente para acelerar los trabajos.
Lo que también se sabe es que Constantino Rossi y el pastelero Cayetano Brenna llegaron de Italia a mediados del siglo XIX y pusieron la Confitería del Centro en Federación y Garantías (hoy Rivadavia y Rodríguez Peña). En 1866, le cambiaron el nombre a Antigua Confitería del Molino. El porqué de este cambio tiene varias versiones; una (la más difundida) es que tiene que ver con un molino harinero que había en Plaza Lorea, el primero de la ciudad. Pero a Mónica, esa versión, no le termina de cerrar:
–Consultando fuentes, vimos que en todo este barrio había muchos italianos panaderos. Generalmente, esas profesiones se asentaban cerca de los molinos harineros… Tenemos el dato de que había un molino cerca de lo que ahora es Bartolomé Mitre.
Sea ese o el otro molino, lo más probable es que el nombre de la confitería tenga que ver directamente con esto y no con las escenas del Quijote que retratan los vitrales que todavía se ven imponentes en la confitería.
Para 1905 la prosperidad económica de los dueños permitió que buscaran un lugar más visible: la esquina de Callao y Rivadavia, frente al nuevo edificio del Congreso, era el lugar perfecto. Ahí se instalaron y poco después empezaron a construir el edificio como se lo conoce.
–Cayetano Brenna le pidió a Gianotti que uniera tres propiedades que tenía en esta esquina sin que dejara de funcionar la panadería –reconstruye Mónica en referencia a los edificios de Callao 32, comprado en 1909, y otro sobre Rivadavia que el pastelero tenía desde 1911. A eso se sumaba el salón donde ya funcionaba la confitería–. Gran parte de los materiales son de Italia: Gianotti tenía un familiar que se los mandaba desde allá… materiales de distinta procedencia y estilos, por eso el Molino es muy ecléctico. Si bien se dice que es un ícono del art nouveau conviven muchos ornamentos que no encajarían en ese estilo: hay vanguardismo, hay cosas clásicas… también hay una superposición de tiempos, que es lo que queremos rescatar. Las costuras de esa unificación se ven bien desde el patio andaluz que se construyó después. Del lado de Rivadavia, hay cinco pisos con dos departamentos cada uno; por Callao uno por piso. Siempre funcionaron como viviendas particulares, que se alquilaban –puntualiza Mónica.
Brenna murió en 1938; Renato Varesse y Antonio Armentano son dos de los nombres que aparecen como referencias de la continuidad del negocio. En 1978, una nueva venta y la quiebra. Los nietos de Cayetano Brenna compraron y renovaron el negocio. Pero en 1997 la crisis le dio el golpe de gracia y el Molino cerró sus puertas definitivamente.
Recuerdos de juventud
Vicente Capristi pisa la Confitería del Molino y, dentro de él, el espacio arrollado por el tiempo empieza a transformarse. Se queda en silencio. Respira hondo y gira: la mirada se pierde en el espacio. Señala un rincón:
–Ahí estaba la fiambrería, toda esta parte era el bar, acá se ponían las vitrinas con las masas, postres, al lado del montacargas… acá estaba la barra, la cocina… había una puertita que subía al lugar donde comíamos. Y allá había una puertita que daba a la fábrica...
Lo que Vicente edifica con recuerdos es la confitería de planta baja. Y, en ese recuerdo, aparece el dueño, Antonio Armentano: la camisa ajustada por la panza, traje beige, sentado junto a la caja en un rincón, dando órdenes a toda voz.
La emoción lo sacude no solo porque está donde solía pasar horas envolviendo pan dulce en los diciembres interminables de su adolescencia, sino también porque le llega el recuerdo de su abuelo, de sus tíos. Los tres, piezas fundamentales del Molino.
–Mi abuelo acá era un ídolo… amaba la confitería, para él era todo. A tal punto que se llevaba cosas del trabajo a su casa, me acuerdo de que en su taller armaba unas ovejitas de yeso, las pintaba y las traía para adornar cosas en Semana Santa. También fabricaba frutas con pasta de almendras y las pintaba a mano con unas pinturas italianas: higos, manzanas, de todo...
La familia de Vicente es una de las tantas familias de tanos que llegaron de Europa con el deseo de dejar atrás el hambre y la guerra. Constantino Scrofina era pastelero en su tierra y con ese saber se vino para ver qué pasaba. Llegó de Italia, quiso ponerse una confitería propia, pero las cosas no salieron del todo bien. Entonces se ofreció en el Molino, como cadete.
–Mi abuelo tuvo que demostrar en el laburo todo lo que sabía hacer hasta llegar a ser pastelero –cuenta Vicente.
Pedro y Rafael Scrofina, hijos de Constantino, tíos de Vicente, también trabajaron en el Molino. Uno siguiendo los pasos de su padre como pastelero; el otro en las cajas. Para Vicente, ir a visitarlos era una aventura. Al abuelo no podía verlo mucho: su lugar de trabajo era la fábrica en el primer subsuelo y ahí no era lugar ni para chicos ni para mujeres.
–Me quedaba junto con mi tío, en la caja. Ahí esperaba a que se asomara mi abuelo por la puertita que daba al comedor. Mi abuelo me dejaba bajar muy pocas veces. Empecé a bajar cuando arranqué a trabajar de cadete.
Pasaba la previa de las Fiestas de ocho a ocho empaquetando pan dulce. Es que en esos días no alcanzaban las manos para cubrir la demanda. Cuadras de cola, autos que paraban por Callao. Él y otros metían los panes dulces en cajas a toda velocidad y cargaban el montacargas para abastecer el salón. Vicente se acuerda de las cajas celestes, con la imagen del Molino gravada como insignia. Ese era su puesto de trabajo. A veces, no siempre, porque su abuelo prefería tenerlo a tiro, que no saliera a la calle, hacía los repartos. El cuñado de uno de los dueños lo vio laburando a destajo y se le acercó y le dio una propina como reconocimiento. Esa es la primera anécdota que se le viene a la cabeza cuando tiene que recordar su paso como trabajador en ese lugar mítico de Buenos Aires.
Mi abuelo amaba la confitería, para él era todo. A tal punto que se llevaba cosas del trabajo a su casa: en su taller armaba unas ovejitas de yeso, las pintaba y las traía para adornar en Semana Santa
–Hacía más de 40 años que no entraba –dice y la mirada se le vuelve a perder en el espacio. Ahora lo que pisa es el parqué del salón de fiestas en el primer piso. La última vez que estuvo ahí, cree, fue en el cumpleaños de 15 de su prima. Pero lo que más se acuerda es de cuando con toda la familia iban a las fiestas del Día del Trabajador–. Era impresionante, los trabajadores y sus familias disfrutaban todo lo que había, era para todos. Me acuerdo de los sorteos, unas canastas navideñas de lujo.
En relación con esto, la voz de Mónica resuena con una referencia:
–Este salón de fiestas, cuando Brenna abre, era solo para la clase alta… con el tiempo, igual que pasa con el país, se democratiza, y en esos salones empiezan a festejarse cumpleaños de 15, casamientos de cualquiera que pudiera alquilarlo.
En ese mismo salón, donde alguna vez la orquesta en vivo deleitó a lo más encumbrado de la clase alta porteña, décadas después Madonna –durante su estadía en Buenos Aires por la ópera Evita– grabó el video de su tema "Love don’t live here anymore".
Donde las papas queman
"Las chicas de Flores tienen los ojos dulces, como las almendras azucaradas de la Confitería del Molino", dice Oliverio Girondo en uno de sus poemas. Y no es el único escritor que hace referencia a la confitería en sus textos. También lo hacen Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares a través de su álter ego bicéfalo, Bustos Domecq en el cuento "Más allá del bien y del mal". También se dice que el tango "Gricel", escrito por José María Contursi en 1942, está inspirado en su historia de amor, que tuvo un reencuentro en las mesas del Molino.
Pero es en las Aguafuertes porteñas de Roberto Arlt donde con más detalle se retrata la vida política del lugar. "Donde quemaban las papas" es el título del texto publicado en el diario El Mundo el 7 de septiembre de 1930. En él se refleja una escaramuza entre los militares golpistas que se apoderaban del poder derrocando a Hipólito Yrigoyen y un grupo de leales al presidente radical.
–En el golpe del 30 prenden fuego el edificio, entran tropas con caballos… a través de la literatura se sugiere, no se afirma, que acá habría un grupo que intentaba defender a Yrigoyen que atacaba a las tropas militares desde arriba –dice Mónica mientras señala en el corazón del edificio la cúpula que decora Buenos Aires.
Los trabajos de restauración del edificio del Molino se van haciendo por fases. En principio se buscó convertir el espacio en un lugar seguro para los trabajadores y los visitantes. Ahora, se trabaja sobre todo en la planta baja y el primer piso, que serán los dos lugares que se utilizarán en un primer paso. "Estimamos que el primer piso, para actividades culturales, podría estar listo para marzo", expresó el diputado nacional Daniel Filmus, presidente de la Comisión Administradora del Edificio del Molino. El trabajo de la Comisión es, tanto para Filmus como para el resto de los integrantes, un desafío. "Se tardó mucho en aprobar la ley, me tocó en su momento como senador votarla y pasaron varios años hasta que se pudo implementar, y que fue gracias, en buena medida, al presidente de la Cámara de Diputados, Emilio Monzó, que puso en marcha este camino de restauración y reapertura de acuerdo con lo que marca la ley".
Después de la expropiación de los 7.700 metros cuadrados hecha por el Estado (se compró la propiedad en casi $182 millones) se entregó el edificio al Congreso para que sea el encargado de rehabilitar la confitería y los salones para actividades culturales, y que haya un museo no solo del Molino, sino también de la época y de la trayectoria del Congreso; el resto será para oficinas.
"En convenio con la UBA, la Universidad de las Artes y la de La Plata, estamos haciendo el estudio estructural, necesitamos saber cuánto se dañó con el tiempo que esto estuvo inundado, trabajar en el apuntalamiento… una vez terminado eso se va a licitar la confitería de la planta baja; quien se haga cargo de esto será quien ponga los recursos para recuperar la confitería, los hornos, los depósitos, etcétera: eso esperamos, que sobre el fin del año que viene esté en marcha", explicó Filmus.
Pero más allá de los fierros y ladrillos, también se avanza en la reconstrucción de lo intangible. Mónica hace hincapié en eso, en compilar las voces de los que todavía pueden donar sus vivencias para saber qué misterios esconde el Molino.
–El otro día vino un pastelero de 91 años y bajamos a los subsuelos. Él nos explicó en detalle cómo funcionaba todo… lo más impactante de ese momento fue ver cómo le brillaban los ojos cuando reconoció su lugar de trabajo.
Además, en este tiempo se encontraron tres recetarios. La llave a lo más preciado de la confitería: los sabores.
–Los recetarios eran secretos –cuenta Mónica–. El maestro pastelero llevaba el suyo en el bolsillo y les decía a sus ayudantes cómo proceder, pero no les dejaba la receta. Lo que se va a hacer es comparar la evolución de esas recetas, porque el concesionario va a tener que respetar la carta gastronómica.
Entre esos secretos está el del postre Leguisamo. Cuenta la leyenda que el propio Gardel le pidió a Brenna que le hiciera un postre especial para homenajear a su gran amigo, el jockey Irineo Leguisamo.
–Las Violetas dicen que es de ellos, pero no. Se llama Leguisamo y no postre Irineo, y no tiene dulce de leche, sino pasta de almendras. También acá se creó el Imperial Ruso, algunos dicen que fue en homenaje a los zares asesinados por la Revolución, otros que la referencia es una forma de festejar el triunfo bolchevique –cuenta Mónica siempre con el ojo sobre la duda en busca de completar las historias con todas las voces.
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