Cómo es competir en una de las carreras más extremas del mundo
Ganó un triatlón de 602 km. ¿Cómo funciona la cabeza de un hombre que durante tres días no se detiene?
Si hace diez años, cuando no corría ni el colectivo, les decía a mi papá Juan José Sirimaldi, a mi mamá Olga Mothe, que a punto de cumplir los 40 iba a estar acá, trotando en una de las carreras más extremas del mundo, me habrían mirado con expresión extraña.
Pero los límites no existen. Con trabajo y disciplina, el límite es uno.
Aunque no es lo mismo ir sexto o séptimo, lejos, sin pelear la punta, que ir primero o segundo, a quince minutos del otro. Por más que lo importante sea llegar y que terminar una carrera como ésta sea un logro enorme: no es lo mismo. Aunque no haya premios en plata, medallas especiales ni nada. No es lo mismo. Cuatro por diez, cuarenta. Más quince, cincuenta y cinco.
Hace un rato, escuchaba a la esposa del uruguayo Pablo Sánchez que le decía que bajara el ritmo, que salir tercero o cuarto daba igual. No da igual y él lo sabe: ella también lo sabe, porque siempre lo acompaña, aunque es lo que hay que decir en un momento así y está bien. Pero él no iba a bajar el ritmo como no lo bajará el santiagueño Nacho Deffis, que va adelante. ¿A cuánto? Entre el primer día y el segundo le saqué cerca de una hora, ahora voy primero, pero en estas carreras tan largas el tiempo no es tiempo, es otra cosa: algo que va con vos, detrás, molestando, pisándote los talones.
Nadie puede asegurar que va a terminar una carrera como ésta. Si lo hace, miente. Por más entrenado que esté, y hace ocho meses que yo no me detengo un día, quizás después de la siguiente curva, un músculo se raje, apenas, una línea de sangre y chau: afuera.
Son 92 kilómetros de trote en un circuito de cuatro mil metros de altitud, con pendientes abruptas. Y si a los ochenta kilómetros se te acaba el glucógeno, la máquina se detiene: plum. Para estar tranquilo hay que sacarle al segundo dos horas o dos horas y media de diferencia. Y el cuerpo no está fresco: ayer fueron 300 kilómetros de bicicleta y anteayer diez kilómetros de natación y 200 de pedaleo que se sienten como tensores invisibles que te aprietan al piso.
–¡¿Cuánta diferencia hay?!
–¡No pienses en el tiempo, Jota! ¡Concentrate en la carrera!
–¡Ponete en mi lugar: vengo primero hace dos días y ahora estoy acá!
Tiene razón Ramiro: no hay que pensar en la distancia, lo importante es terminar la carrera. Ahora, concentrarse, pero decirlo desde afuera es fácil. Uno no sabe qué va hacer el otro. Ayer, en la parte de ciclismo, yo iba adelante y me sorprendí: Deffis pedalea muy bien. Había una parada arriba y otra parada abajo y mi estrategia era no detenerme, pero después de la primera vuelta, pensé: espero que no me esté midiendo y ahora salga a exigirme porque me mata. Yo iba bastante fuerte y, lo conozco, él pedalea como una máquina. Luego, cuando vi que no llegaba, me preocupé. Le saqué cincuenta minutos y le pregunté a uno si lo había visto, si le había pasado algo a la bici. Pero no. A la noche hablé con él y me dijo que en la primera vuelta se había sentido mal. Íbamos cerca, con sólo cuatro minutos de diferencia, pero el tema es la cabeza. Él nunca corrió una carrera tan larga: esto es entrenamiento, pero también es cabeza. Los sábados paso siete horas sin bajarme de la bicicleta. Y eso le va a enseñando a tu cuerpo que tiene que estar ese tiempo ahí arriba. Me entreno en la avenida Perón, en el municipio Yerba Buena, pegado a la capital de Tucumán. Son vueltas de diez kilómetros: o sea que cuando hago 170 kilómetros ahí, voy y vengo, voy y vengo, voy y vengo: una prueba de superación. Yo respeto mucho el entrenamiento, por eso cuando me invitan a andar en bici digo que no. No me gusta que me hablen cuando entreno. Parece mala onda, pero después quedás solo, como boxeador arriba del ring.
Hablo, pero para adentro. Me hablo. Distraigo la cabeza. ¿Cómo llegué acá? Pienso mi historia, la voy revisando como si la contara y, así, me alejo de la carrera. Es un decir, ya estoy adentro de este monstruo enorme, pero voy a seguir peleando hasta alcanzar la meta, porque para algo me entrené.
Y sé que si alguno pasa y me ve, moviendo la boca, hablando solo, pensará que estoy loco. No me importa. Aunque la gente de afuera no lo entienda, es algo común entre nosotros: ayer lo vi al Colo Gutiérrez. ¿Cómo se llama el Colo? Gutiérrez, Gutiérrez, Gutiérrez. Subiendo con la bici la cuesta, gritándole a su cuerpo, como si fuera el de otro. ¡Vamos!, gritaba el Colo. ¡Vos podés! ¡Falta poco! Como si estuviera alentándose las piernas. Como si las piernas fueran dos cosas lejos de su cuerpo, que él no estuviera en condiciones de dominar: así se siente a veces. ¿Cómo se llama Gutiérrez? Así que voy y me hablo para poder seguir. Me pienso: ¡Lisandro! Lisandro el Colorado Gutiérrez, gran tipo.
No es locura, porque nadie que no se entrene horas y horas puede terminar una carrera de esta distancia. ¿No es locura? No del todo al menos. Yo sé lo que hago y sé, también, que no lo recomiendo. Esto es para personas que tienen el acompañamiento de la familia, más allá de las ganas de uno que son fundamentales y de la disciplina. ¿Cuál es la disciplina del triatlón? Son tres y siempre hay algo que te cuesta más.
Si uno se entrena a conciencia: el lunes se nada, el martes se corre, el miércoles se pedalea y el jueves se vuelve a nadar.
El domingo a la noche, mi entrenador Francisco Aparicio me manda la planificación de toda la semana: pasadas, tiempos, qué hacer el lunes, qué hacer el martes, qué hacer el miércoles. Los ejercicios están, siempre, al límite de lo que puedo tolerar, pero no se pasa. Y las pruebas se notan en el resultado. El que sabe, sabe y el que no, se calla la boca. Y todavía falta, pero puedo. Siete más ocho: quince. Menos tres, doce. Por tres: treinta y seis. Menos quince: veintiuno. Cuando me propongo algo, me la juego todo para eso. Más allá de que tiene un costo alto. Los horarios: pero si las vas a hacer, hacela bien. Si no, quedate en la casa.
Nadie que no la haya corrido puede saber lo que se siente después de una carrera como ésta. Hace dos años, cuando la terminé me senté en una silla. Una periodista me hizo una nota y después me dijo que ya me podía levantar. Era lo que ella creía. El dolor me entumecía los músculos. El cuerpo no respondía. Estaba ahí, detenido, y no quería moverse más.
Deffis no me tiene que sacar más de siete minutos por vuelta, pero va rápido. Si me saca menos, esos minutos son míos. Pero los minutos en una carrera de cuarenta y seis horas son granos de arena en una playa. Y nadie sabe cuántos granos de arena hay en la playa.
Me duele la rodilla izquierda. Para alejar la sensación, hago cuentas. Veinte por veinte: cuatrocientos. Menos treinta: trescientos setenta. Y así, voy pensando en otras cosas. O miro el paisaje. O me acuerdo de mis hijos. O me cruzo con algún corredor, yo siempre los saludo a todos, pero la cabeza está tan cansada que aunque haya estado hablando horas y horas con ellos me cuesta acordarme los nombres: aprovecho esas fallas, demoras. Y me concentro hasta sacarle el nombre y esos segundos en que mi cabeza piensa en ese error de la memoria son segundos en los que no piensa en el cuerpo, segundos alejados del dolor.
Y por ahí el lunes me toca nadar y mis amigos me dicen: “Hey, mirá qué lindo está el día, vamos a andar en bici”. Y no. Si uno quiere llegar al objetivo, hay que ir a nadar. Te vuelve muy estructurado. Se transforma en una lucha.
No voy a compararlo con drogarme porque nunca lo he hecho, pero hay que admitir que el deporte es adictivo. Un vicio distinto: todo el tiempo viendo cómo organizarte para poder entrenar más.
Pero en la carrera se siente todo. Lo primero que pensás después de haber corrido más de setenta kilómetros son cosas tristes.
Diecisiete más dos: diecinueve. Por dos. Por dos. El nueve y el nueve: treinta y ocho. Y entonces las uso también: cada vez que el cuerpo me grita y estoy por dejarme ir y pienso en caminar, como ahora, pienso: ¿Dejé de estar con mis hijos para venir a caminar? ¡Qué duela! ¡Que exploten los músculos!
El organismo te pone cosas tristes en la cabeza para decirte: pará. Por favor, pará. Es como el dolor. El dolor no se mide. Mi dolor no es igual al dolor de la señora que está ahí, tomando un café, pero ayer, arriba de la bicicleta, en la bajada: las rodillas me empezaron a doler y tuve miedo. Miedo de que siguiera doliendo. Miedo a no poder seguir.
Porque en estas carreras, adentro algo se lastima. De alguna forma, el organismo quiere frenar. “Pará.”“Detenete.” Pero uno sigue. “Te acalambro porque quiero que pares.” “Te hago doler el pie porque quiero que pares.” Uno lucha contra su cuerpo. Dos por treinta: sesenta. Se lucha contra el cuerpo.
Y cuando las alertas físicas no funcionan, el cuerpo prueba con otras estrategias. A esta altura, cuando sólo me faltan treinta o treinta y cinco kilómetros, nunca me acuerdo de cosas lindas: me acuerdo de cuando se murió mi abuela. Me siento culpable de las horas que le quito a mis hijos: Camila, de 19 años y Benjamín, de 15. Y sus hermanitas, de mi segundo matrimonio: Sofía tiene 5 y Lucía, de dos. Todos viven conmigo, menos Camila.
He corrido carrera de aventuras, en equipo, pero dejé: soy dueño de mis fracasos, no de los ajenos.
¿Cuántas veces le he dicho a Benjamín que no puedo ir a buscarlo a un cumpleaños de quince a las cinco de la mañana porque a las siete tengo que salir a entrenarme?
Este es un deporte muy egoísta. Acá soy yo, yo y yo. Ni mi cuerpo cuenta. Por eso, trato de entrenarme durante la siesta y a la noche. Los fines de semana, si el clima lo permite, salgo a las 7 para estar a las doce o doce y media en mi casa. Salvo el día que me toca ciclismo largo. E igual te quita horas. Pero por suerte tengo a mi mujer que es fundamental: la familia ha bancado mi locura.
–¿No ha bajado Deffis todavía, no?
–No bajó: seguí tu carrera. Pensá en vos. ¿Estás bien?
–Sí, estoy bien.
–¿Querés algo?
–Agua, dame agua.
Trato de ver si me lo cruzo, adónde está él, adónde estoy yo.
Cada sábado y cada domingo, siete horas arriba de la bicicleta y lejos de mis hijos.
En la casa soy “papá”, pero cuando me ve vestido con ropa de entrenamiento, Sofía me dice “Jota”.
Y cuando siento que no doy más, cuando el cuerpo me dice que me detenga pienso en ella, en mis otros hijos. Eso me genera endorfinas. Cierro los ojos y mentalizo la foto. Porque la familia es la que pierde. Estoy donde quiero, pero no con quién quiero. El cargo de conciencia. Lo que me duele. Que por lo menos sepan que el papá ha dejado todo me motiva para no aflojar. A veces, lloro. Las lágrimas me ayudan a seguir. A sacar la cabeza del dolor y de la monotonía de estar yendo y viniendo por esta ruta que ya me sé de memoria, que ya conozco porque la corrí una y otra vez, una y otra vez.
Sé que Deffis está adelante y que en tiempo estamos muy cerca, pero lo cierto es que yo compito contra mi cuerpo. Hasta mí límite. Hasta dónde puedo llegar.
Si hace diez años alguien me decía que yo iba a estar corriendo acá, le habría preguntado si se estaba burlando. Mido uno ochenta y peso 85 kilos, pero hace diez años estaba gordo. No era gordo de panza sino un cuadrado gigante de 120 kilos, que podrían haber llegado a 140 si la genética no me hubiera ayudado. En la merienda, me tomaba dos mate cocidos y un kilo de pan. No paraba, como tampoco paro ahora. Sólo que en ese momento lo que hacía era comer.
Tenía una vida desordenada: nunca me drogué, nunca fumé, pero los fines de semana, tomaba. El viernes me sentaba con mi amigo Alfredo y nos tomábamos una botella de fernet de litro con una Coca de litro y medio. Todos los viernes. Los dos solos. Los sábados me iba a bailar. Los domingos también salía. Eso me costó el matrimonio, romper una familia.
No sé qué hubiera pasado si no me pasaba lo que pasó. Fue una situación extraña. Yo atendía el negocio a dos cuadras de mi casa. Tenía una Bullmastiff, Kiara, que estaba a punto de parir. Mi mujer me llamó por teléfono y, desesperada, me dijo que la perra se estaba comiendo a los cachorros. Salí del negocio corriendo. Al llegar, me di cuenta de que, en realidad, la perra los lamía para limpiarlos. Me senté en una silla. No sé lo que es morirse sufriendo, pero supongo que debe ser parecido a lo que sentí en ese momento. Llamaron a la ambulancia. Vino un médico: me dijo que me tranquilizara.
Al día siguiente, me compré una Mountain Bike. Empecé a andar poco, pero todos los días. Me compré platos más chicos y así reduje las porciones de lo que comía. Pero no podía parar de golpe porque me iba a hacer mal, así que llené la heladera con bols: algunos tenían gelatina con fruta (manzana, banana); otros, ensalada (tomate, lechuga y huevo). Cuando me agarraba un ataque de ansiedad, dependiendo de si quería comer dulce o salado, sacaba un bowl de uno u el otro y comía hasta saciarme. En los primeros tres meses, bajé quince kilos. Al año y medio empecé a correr. Un día corría, otro día andaba en bici. De a poco, me empecé a sentir mejor. Y acá estoy. Pero fue lento. No sabía nadar. Así que aprendí a nadar y seguí y seguí, como sigo ahora, sin detenerme, alternando entre el cemento y el pasto de la vereda. Estoy acostumbrado a correr en la calle, pero las rodillas duelen y el pasto es blando y, cambiar un poco el piso hace que la cabeza se distraiga.
A Ever Moriena lo conocí en 2012, en la premiación de una carrera en Concordia. Charlábamos de las distancias largas y comentábamos los costos del Ultraman de Florida, en los Estados Unidos: además de la inscripción, hay que pagarle a una persona para que te acompañe. De entrada, son unos doce mil dólares sin contar pasajes ni hotel y Ever me dijo: “¿Por qué no podemos hacer una en la Argentina?”. Al año siguiente me llamó y me contó que la iba a organizar, pero que iba a ser más larga y difícil que el Ultraman de Florida. Iba a tener 87 kilómetros más y el pedestrismo, que allá es plano, tendría 4000 metros de altitud. “Se llamará La 602 KM y va a ser la carrera más extrema del mundo”, me dijo. Y yo le dije que tenía ganas, pero ya estaba inscripto en el Ironman de Brasil así que no iba a poder participar.
Dos años después, en marzo de 2015, vine y la corrí. Salí segundo, detrás del santafesino Abel Gelada. Y al volver a Tucumán, le comenté a mi entrenador que quería hacer algún desafío. “¡No hagas tonteras, Juan, entrenemos para que andes más rápido!”, me decía él. Se me ocurrió hacer quince Ironman, en quince semanas, en menos de quince horas: quince por quince por quince. Mi médico me dijo que no lo hiciera. Pero con muchos controles (es importante que uno se chequee y no haga locuras), lo hice.
Treinta y siete menos doce: veinticinco. Eco doppler de corazón cada dos años. Por siete. Ciento setenta y cinco. Ergometrías cada seis meses. Controles de sangre. Menos tres. Ciento setenta y dos. Con alimentación sana: no tomo alcohol, nunca he fumado. Por dos. Trescientos cuarenta y cuatro. Lo único que me faltaría es dormir más: pero no puedo por las cosas que hago. Por tres. Mil treinta y dos.
Acá no hay ningún culpable más que yo. Y si en un rato, en medio de la carrera, me llego a morir es mi culpa y desde ya les pido perdón a todos los que pierdan un día por ir al velorio. Pero mi familia sabe. Si tengo un problema y fallezco, no tienen que hacerle juicio a nadie. Y si en el más allá, abajo, arriba o donde me toque estar, me entero de que ellos inician acciones legales contra quien sea (si me caigo, o me ahogo o me choca un auto), los voy a espantar por el resto de sus vidas. Conozco los riesgos y los asumo.
El límite es uno. La cabeza pone el límite. En lo deportivo yo no lo había encontrado, aunque creo que hoy lo descubrí: el límite es mi familia.
Quiero estar más en mi casa. No pensar tanto en mí. Mañana mi hija arranca el jardín y no voy a poder acompañarla: me siento una basura.
El sufrimiento termina siendo un placer, es medio masoquista el tema. No abandonaré los triatlones, pero nunca más voy a correr esta distancia. Demasiado entrenamiento.
Demasiadas horas fuera de casa, aunque en 2015 cuando terminé esta carrera, dije exactamente lo mismo y acá estoy, tratando de distraer al cuerpo que me ruega que frene, que me dice que basta; quiere que me quede quieto, que pare un rato a descansar.