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En Villa Urquiza, rodeado de árboles y casitas bajas, se encuentra un pintoresco restaurante a puertas cerradas que te traslada directamente a Cracovia, la ciudad de Polonia de donde es oriundo el chef Antosh Yaskowiak. De fondo se oye la suave melodía de un jazz de Fréderic Chopin y la luz tenue del salón con un piano y repleto de recuerdos familiares, enseguida, relaja los sentidos. Las mesas están elegantemente vestidas para la ocasión: mantel blanco impoluto, copas de vino, vajilla de cristal y cerámica típica (en los que predominan los colores azul y blanco).
Desde la cocina se perciben diferentes aromas: especias, panceta y cebollas recién doraditas. En un par de minutos el antiguo reloj cucú marcará las nueve y llegarán, expectantes, los comensales de la noche. “Lo de Antosh”, como lo bautizaron cariñosamente los habitués, es un secreto culinario bien guardado en el barrio al que no se llega de casualidad: para ingresar es necesario contar con una reserva previa. Recién ahí, uno recibe las coordenadas del bellísimo refugio con patio y jardín con huerta repleta de aromáticas y un limonero. Al llegar, te recibirán Antosh y Jorge, su socio y compañero de vida. Ellos, sorprenden con un menú de pasos con inigualables sabores centroeuropeos que le rinde tributo a clásicos de sus orígenes como el Pierogi (pasta rellena), Placki Ziemniaczane (buñuelos de papas), Barszcz (sopa de remolachas), vodka casero especiado y deliciosos postres con frutos rojos.
El anfitrión impecable
Como todo buen anfitrión Antosh luce impecable para recibir a los invitados: chaqueta negra con la bandera de Polonia bordada, pantalón a tono y unos cómodos zapatos. Desde temprano se encuentra en su lugar predilecto del hogar: la cocina. “Acá soy feliz”, asegura, mientras prepara la vajilla en la que servirá los platos de la noche. Mientras repasa algunos recuerdos de su infancia, reconoce que desde jovencito sintió gran afición por la gastronomía. “En casa se comía muy bien. A mis padres y a mis cuatro abuelos les fascinaba preparar platos con gran sabor. A mí siempre me gustó curiosear y prestar atención a los secretos”, confiesa, quién es sumamente detallista.
En las grandes tertulias familiares eran infaltables el Bigos, un suculento chucrut guisado con diferentes cortes de cerdo y hongos y los Piegori, una pasta rellena con queso blanco, papa y cebolla frita. “Mi madre Sofía, le ponía también panceta adentro porque decía que el sabor del ahumado le aportaba magia al relleno”, detalla y recuerda otras de sus especialidades: el caldo con cerveza rubia, los caracoles y los postres “borrachos” con Oporto.
La Buenos Aires de los años 60
En aquella época su padre, Don Bolex, era ingeniero naval de una importante compañía naviera y su empleo le requería instalarse a vivir en diferentes partes del mundo. Durante varios años Antosh junto a su familia residieron en España, Toronto, Nueva York y Río de Janeiro. Fue en la década del 60 cuando se mudaron a Buenos Aires. La ciudad los recibió con los brazos abiertos y el clima cálido. Sin embargo, sin imaginarlo, al tiempo llegaron las malas noticias: Yaskowiak tenía trece años cuando a su madre le diagnosticaron un tumor en el cerebelo. En tan solo meses la enfermedad terminal hizo de las suyas. “Murió muy joven a los treinta y cinco años. Fue una de las situaciones más tristes y traumáticas de mi vida. Somos una familia numerosa de cinco hermanos y había que seguir adelante. En ese momento me avoqué a las ollas y las sartenes. De hecho, creo que mi vocación por la cocina fue para mantener viva a mamá.
Todos extrañábamos su sazón y platos hechos con mucho amor. Sus sopas, risottos y dulces. No queríamos perder esos sabores”, cuenta emocionado, quien aún conserva uno de sus cuadernos con recetas de puño y letra. Luego estudió cocina en la escuela Argentina de Gastronomía, dependiente de la fundación Salvatori y también se recibió de Ingeniero Químico. Años más tarde, le surgió una interesante oportunidad: trabajar como chef itinerante para la cadena hotelera Le Méridien. “Viajé un montón y aprendí diferentes técnicas. También conocí cientos de culturas”, dice.
Con todo su experiencia bajo el brazo, a principios de la década del 90 regresó a Argentina y comenzó a abrir su propio camino. Así surgió su empresa de catering para eventos y elaboración de mermeladas caseras. Un año más tarde, presentó un proyecto para la concesión del restaurante de La Casa Polaca (Dom Polski) en la Unión de Polacos en la República Argentina.
En los inicios, el salón estaba ubicado en el sótano de una casona señorial de finales del siglo XIX con arañas y lámparas antiguos y escudos de las provincias polacas. Allí, estuvo al frente de los fuegos durante más de dos décadas y deleitó a toda la colectividad y vecinos del barrio con sus especialidades tradicionales. En la carta recuperó las recetas de sus ancestros y le puso su impronta creativa. Se podían encontrar desde arenques marinados, lomo de cerdo con manzanas, fiambres ahumados, salchichas con chucrut pasando por los “Golabki” (niños envueltos con hojas de repollo y carne). También cosechó fanáticos de los postres como la torta de queso con pasas o el Kisiel una crema con frutos rojos con crema. “Se trabajaba muchísimo. En junio cuando había eventos teníamos días con más de mil cubiertos”, cuenta y recuerda que atendió en sus mesas a tres generaciones.
El restaurante puertas adentro
En 2017 emprendió un nuevo desafío: abrir un restaurante a puertas adentro en Villa Urquiza. Antosh y Jorge recuerdan que durante meses habían estado en la búsqueda de un local para su restaurante, pero no aparecía el indicado. “Uno de mis hermanos me incentivó para que lo inauguráramos en el living de casa. Me pareció una idea genial porque el espacio es tranquilo, tiene intimidad y te permite estar en contacto directo con los clientes”, cuenta. A la semana siguiente preparó las mesas y se registró en la aplicación CookApp, Meet & Eat. El éxito fue inmediato: enseguida tuvo que sumar más noches y eventos privados.
Cada noche en lo de Antosh se vive una experiencia culinaria y cultural. Los anfitriones te invitan a probar diferentes sabores tradicionales polacos y centroeuropeos con un menú (de cinco pasos), que generalmente rota cada quince días. Al ser un espacio íntimo, actualmente las cenas son para aproximadamente 16 comensales y se realizan los jueves, viernes y sábado a partir de las 21hs. Las mesas están ubicadas en el living rodeadas de pinturas, una bandera polaca y fotografías familiares. Además, cuentan con una redonda al lado del hogar (que suelen encender cuando bajan las temperaturas) con una vista privilegiada a la cocina. “Es un spot ideal para beber cognac y vodka. Suele ser el sitio más buscado de la casa”, confiesa Antosh, mientras emplata una de las entradas del día: unos arenques marinados con crema, pimienta, cebolla morada y blanca. Los acompaña con un pan artesanal negro con frutos secos. La idea es armar “una tapita” con el pescado. Los Placki Ziemniaczane, buñuelitos con papa rallada, son otra de las vedettes indiscutidas. Cuando Antosh era niño los solía preparar una vez por semana. “Es una receta súper sencilla, tienen papa rallada, huevo, cebolla y dos cucharaditas de harina o almidón de maíz. Se les va dando la forma con la cuchara en la sartén. En Polonia es tradición comerlos con un poco de azúcar. Por eso, en la mesa nunca puede faltar la azucarera”, relata, entre risas y recomienda probar el strudel de cebollas moradas y queso ahumado.
En invierno las sopas son las protagonistas, entre ellas la tradicional “Barszcz” de remolachas. Los Piegori, la llamada pasta nacional de su país, nunca pueden faltar en la mesa. “Son un ícono y los preferidos de los habitués”, admite. La masa es totalmente casera y viene rellena con queso, puré de papa, cebollita frita y el toque de la panceta ahumada. Tiene otra versión con carne. Lo sirve con crema y cebollas. Hay noches en las que, en uno de los pasos, suele ofrecer Bigos, conocido como el “Chucrut polaco”, un generoso guiso con siete variedades de cerdo diferente (bondiola, pechito, codillo, panceta, roast beef, rosca polaca, entre otros); repollo blanco, manzana y hongos secos. Dentro de los platos principales (según el día) hay desde un tierno lomo de ternera a la paprika hasta bondiola de cerdo a la mostaza. Para coronar la velada son protagonistas el helado de limón y jengibre caramelizado; brownie con helado y la crema de frutos rojos, entre otras opciones. “¿Les gustaría probar el vodka polaco?”, consulta y rápidamente busca el Krupnik, un destilado artesanal con especias (clavo de olor, canela, nuez moscada, anís, entre otras) y miel; y lo sirve en unas preciosas copitas de cristal. También les ofrece un té calentito y los comensales aceptan sin dudar. Enseguida, Antosh se dirige a la cocina a preparar la infusión. En los estantes atesora teteras de todos los tamaños y colores que trajo de sus travesías por el mundo. Muchas de ellas son originarias de la ciudad de Boleslawiec, famosa por sus piezas de cerámica artesanales azul cobalto, rojo y verde o con diseños de ojitos. “Me gusta coleccionarlas, tendré más de 70″, concluye, mientras acomoda las tacitas en la bandeja. Al igual que la pasión por la cocina, esta es otra de las tradiciones que le inculcó su madre Sofía.
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