Cuando hace nueve años fundó, junto con cinco amigos, el club Matienzo, buscaba un modo diferente de generar y transmitir cultura. Tenía que ser colectivo, pero bien gestionado; alternativo y experimental, pero también sustentable. Eso simboliza este espacio por el que pasan músicos, artistas, emprendedores, activistas e inquietos que saben que todo lo nuevo e interesante que sucede hoy sucede ahí. Por Marcela Basch / Fotos de Gaspar Kunis
Todo puede empezar con un tuit como este, del pasado 25 de junio a las 22.16: “No entiendo qué pasa en esta ciudad gigante en la que no hay nada para hacer”. Al que le siguió como respuesta: “Nas ganas de otro Amor o Nada”. A ese se sumaron otros que reclamaban lo mismo: una segunda edición de Amor o Nada, una fiesta que un grupo de amigos había organizado en febrero. Todos apuntaban a la misma persona, hasta que alguien la interpeló directamente: “Habilitá el Matienzo, @ajuancho”. Juan Manuel Aranovich, Juancho, fundador y director del Club Cultural Matienzo, levantó el guante: “Ya sé que el invierno es lindo para hacer cucharita, pero me parece que se acordaron tarde”. Pero los tuits no se aplacaron. Una catarata de mensajes rogó y amenazó por una segunda fecha durante 48 horas. Juan contestó pidiendo “contenidos nuevos” y Maia Minovich, otra de las directoras del Matienzo, puso fecha. Ahí se acabó el ciberpiquete y empezó la coproducción de la fiesta, más bien de un festival.
Tres semanas después, mil personas rebasaron los mil metros cuadrados de los tres pisos del Matienzo. En el salón principal, bailaron con un line up de diez bandas y DJ; en el auditorio, ocho poetas leyeron lo suyo; en el primer piso hubo speed dating, matching tatoos y una “capilla de Las Vegas”, donde Buzz Lightyear y Woody casaban a quien quisiera.
¿Qué tendrá el Matienzo que a los artistas los vuelve locos? Y no solo a los artistas. ¿Por qué todos quieren estar ahí hasta el punto de armar campañas de presión por las redes sociales? ¿No hay otro espacio en la ciudad?
Así, en realidad, no hay otro en el país. Es una posta en el circuito cultural codiciada por activistas y emprendedores por igual porque ahí pasan cosas –muchas y a la vez– que convocan a 3.600 personas por semana. Quizás ese sea su imán: el Matienzo invita a ser parte.
En noviembre cumplirá nueve años (y este mes cuatro en su megamultiespacio de frontera entre Palermo y Villa Crespo). En el circuito de la música en vivo, el Matienzo puso ese escalón necesario cuando se hace largo el paso: es el más chico de los grandes y el más grande de los chicos. Y también el más off de los mainstream y el más mainstream de los off, donde se puede escuchar a Peteco Carabajal o a Miss Bolivia, además de todo tipo de bandas emergentes, de cumbia a jazz. Donde todas las semanas hay ciclos de cine, teatro y literatura, pero también fiestas, muestras, performances, hackatones, congresos, encuentros, propuestas para chicos y hasta una radio propia. Donde se dan 80 talleres por año: robótica y bordado, autodefensa y herramientas de gestión, software para DJ y huerta. Siete de cada diez eventos –llegan a hacer 600 por año– son coproducidos por Matienzo, toda una germinadora de proyectos sostenida por una comunidad de más de 60 personas.
También son muchos los que van simplemente “al Matienzo”. A su terraza amable con cerveza buena a precios posibles. A ver qué pinta, porque siempre pinta algo.
En el medio de todo esto, divertido pero expeditivo, lo más ejecutivo que se puede ser en un centro cultural y todo lo relajado que permite un ámbito ejecutivo, está Juan Aranovich, a la vez back end y frontman de la gran banda del club del milenio.
Maña y planificación
Viajemos en el tiempo 17 años y ahí está otra vez la sensación de que en esta ciudad gigante no hay nada para hacer. Y también está Juan, 18, estudiante de Psicología, empleado en una pyme de desarrollo web en plena burbuja puntocom. Esta vez él es quien se aburre junto a un grupo de amigos en una plaza en una noche de febrero. Tanto que agarran la Trafic que uno de ellos usa para trabajar y salen derecho al Carnaval de Gualeguaychú. Lo importante, dirá, nunca fue el qué, sino el cómo. Y el cómo fue siempre así: con amigos.
Nacido en 1982, Juan creció jugando a la pelota y construyendo robots en los talleres extracurriculares de su escuela pública en Plaza Las Heras. Le gustaba arreglar cosas como un teléfono que lo convirtió en el primer chico de su quinto grado con línea en su habitación. Para resolver el sábado de Juan y sus hermanos, sus padres los mandaron a “los grupos”, en hebreo tnuot: una suerte de club social y recreativo para niños y jóvenes judíos asociado a un templo. “Son espacios para contenerte desde los 2 años hasta los 80. Es un modelo brillante, para reproducir en el sector cultural”, evalúa hoy.
Ahí encontró a los amigos con los que aún pasa las fiestas en la playa. “Con ellos no necesito ser polite, no precisan liderazgo ni referencias, es un descanso”, pondera. Siguió el camino comunitario hasta madrij, el joven líder que coordina a los más chicos. Ahí estaba en 2001. “Me tocó contener a las familias que se fueron a la lona”, cuenta. “Lo que te llevás en la espalda a tu casa de trabajar con 40 personas por día es pesado, lo siento hoy. Con la comunidad aprendí a entender a la gente, las dinámicas de los procesos colectivos”.
A los 10 peleaba para que lo dejaran ir a la escuela solo en colectivo. A los 15, 16 y 17 dedicó los eneros a trabajar en la caja de un bar del centro así financiaba una quincena con sus amigos en Miramar. Se anotó en Psicología aunque dudaba si seguir Economía y fue a pedir trabajo a un ex jefe de su madre que tenía una pyme de Sistemas, envalentonado porque usaba computadoras desde chico. Le preguntaron si sabía Office y dijo que sí; a la segunda pregunta quedó claro que no tanto. “Pero yo me doy mucha maña”, peló Juan. Su entonces futuro jefe lo llevó a un depósito lleno de partes de computadoras y dedicó una hora a enseñarle a ensamblarlas. “Tenés una semana”, le marcó. “Armá todas las que puedas”.
Así empezó su carrera en Sistemas. Se especializó en networking e hizo certificaciones en Cisco mientras seguía como voluntario en la comunidad judía. Pasaron tres años. Un día algo dejó de cerrar. “Estaba perteneciendo a un espacio más por la pertenencia que por los valores, estudiaba una carrera que me obligaba a definir quién estaba apto para ser parte de la sociedad y quién no... Crisis de identidad”.
Su crisis fue masiva y prolija: dejó al mismo tiempo a su novia de la juventud, su trabajo, su carrera, actividad comunitaria y su casa. Antes avisó a su jefe y entrenó a su reemplazante (“Planificar me da tranquilidad”, se ríe Juan). Uno de sus mejores amigos vivía en Berlín. Sacó un pasaje.
El mundo está vivo
Corte, avión y todo empieza de nuevo. Berlín, 2004. “Era vivir con la sensación de que detrás de cada puerta podía haber algo que no esperabas y que tenías que atravesar todas las que pudieras. Ibas caminando y había un cartel y te metías y, de repente, salías en otro lado y había una pista de skate, había un silo con pisos, con descansos, con livings, había un centro cultural en un piso cuatro de un edificio tomado, una proyección, en el medio de un parque había una fiesta… Había una libertad enorme, una convivencia de la diversidad que se abrazaba. Ibas a los lugares sin importar qué había porque querías habitarlos: estar ahí, conocer gente, charlar. Vivirlo. Mi vínculo con la cultura había sido de consumidor y allá empecé a vivir por primera vez ese mundo como una experiencia profundamente vinculada con lo colectivo, la experimentación, lo alternativo. Pensaba: «¿Se puede hacer esto?»”.
A los cinco meses vino a Buenos Aires resuelto a conseguir una visa de trabajo para volver. Lo recibió la primavera kirchnerista: enseguida le ofrecieron un buen empleo y un crédito blando para comprar vivienda. En dos meses decidió que se quedaba. Poco después vio por tevé el incendio de Cromañón.
Y ahí sí que en esta ciudad gigante no hubo nada para hacer. “Todo florecía menos la cultura. Solo quedó en pie la cultura hegemónica”, recuerda. Se dedicó a “una vida tradicional”: “Trabajaba de 9 a 18 en Microsoft por un buen sueldo, tenía mi casa, mi auto”. Hasta que otra vez algo dejó de cerrar.
Fundación mítica del Matienzo
El joven profesional con hipoteca y aburrimiento se juntó con una amiga actriz para producir pequeñas fiestas y performances. En paralelo, otro grupo organizaba eventos culturales para extranjeros. Eran Claudio Gorenman, Agustín Jais y Magalí Singermann; abogado, diseñador y artista, y socióloga. “En 2008 dijimos: «Nos conviene juntarnos y poner un lugar, aunque abramos solo dos veces por semana»”. Aportaron $20.000 cada uno, salieron a buscar casa y se quedaron con la tercera que vieron, en Matienzo 2424, Colegiales. Tenía 220 metros cuadrados. Le pusieron “Club”, pensando en un lugar de pertenencia.
“Dos meses después, el Matienzo era mucho más importante que los proyectos individuales que contenía”, recuerda Juan. Entraron Jon Pfenning, emprendedor gastronómico, y Maia Minovich, estudiante de Artes. “No sabíamos qué queríamos, pero sabíamos el cómo: que fuera un lugar donde la gente fuera parte, que vinieran a hacer. Nos propusimos crear espacios donde pudieran pasar muchas cosas; había contenido latente en el aire. Enseguida, Matienzo se fue nutriendo de artistas ansiosos por un lugar para habitar, y dejó de ser nuestro”.
Empezaron con dos noches por semana, pero a los tres meses ya eran cinco. Pasaron por allí Rosario Bléfari, Pablo Dacal, Bestia Bebé y muchísimos más; hubo proyecciones y pelopincho en la terraza, teatro, danza, lecturas, muestras. “Nos definimos por hacer mucho”, decían. En menos de un año, el equipo creció a 30 personas; Juan organizó un viaje retiro que bautizaron Matientrip. Daban más de 20 talleres de arte, gestión y tecnologías, y tenían su propia radio, Colmena. Recibían 1.000 visitantes por semana.
Pero era una época hostil a los emprendimientos culturales, con amenaza constante de clausura. “Nosotros no queríamos quedarnos en el under, clandestinos. Dimos cuatro disputas: la de la visibilidad, la de la seguridad, la de la calidad técnica y artística de los contenidos y la del vínculo humano: respeto para público y artistas. Definimos nuestra misión como «emprendimiento para la transformación a través del arte y la gestión cultural». Teníamos que dar programación de calidad con las comodidades de un espacio profesional, y cuidar y hacer sentir bien a artistas y público”.
Primer paso: habilitación. “El primer abogado nos estafó, el segundo también. Entonces Claudio se puso a estudiar la normativa y nos habilitó. De otros espacios empezaron a consultarlo y se convirtió en referente. Así nació la ONG Abogados Culturales, que impulsó la Ley de Centros Culturales y la de Teatros Independientes”, cuenta Juan. Matienzo ya remaba cambios desde MECA (Movimiento de Espacios Culturales y Artísticos) y Escena (Espacios Escénicos Autónomos). Junto con Casa Brandon, El Emergente, el Teatro Mandril y otros, hacían compras colectivas y coproducían festivales.
A mediados de 2011 otra vez algo dejó de cerrar. Puntualmente, las puertas: cada vez quedaba más gente fuera del Matienzo. Y los horarios y las cuentas de los socios fundadores, que trabajaban full time y después se iban a seguir trabajando allá, gratis.
El salto del emprendedor (colectivo)
“En el Matientrip de 2011, en Colón, dijimos: «Llevamos tres años, ¿cómo hacer para que esto no se convierta en un recuerdo simpático? ». Éramos 35 ahí, todos con otros laburos. La ganancia se reinvertía; apenas se pagaban ocho sueldos, limpieza y el bar. Queríamos poder comer de este proyecto y hacerlo nuestro modo de vida; la única opción era crecer, apostar hacia arriba. Decidimos que nos íbamos a mudar a una casa mucho más grande y empezamos a prepararnos para la transición”.
En ese entonces Juan trabajaba en Tenaris como tecnólogo web. “Llevaba casi 10 en años en Sistemas y ganaba muy bien. Sabía que ya estaba hecho, podía quedarme ahí toda la vida. Puse en alquiler mi casa y empecé a vivir con amigos, vendí el auto y me pasé a la bici. Empecé a bajar los costos para poder dejar el trabajo”. En diciembre de 2011 renunció: el famoso salto del emprendedor. Unos días después cumplía 30 años.
“Estábamos listos y el contexto también; había un hueco para llenar en la transición del off al mainstream. Todos fueron haciendo el proceso. Empezamos a trabajar full time para el nuevo Matienzo y armamos un plan de negocios de 100 páginas”, recuerda.
Solo faltaba la financiación. “Estábamos convencidos de que había un valor en esto, pero los bancos no lo veían”. Así crearon el “fondo de inversión cultural”: un préstamo al estilo crowdfunding donde 25 personas aportaron números de seis cifras y se asociaron al proyecto por dos años, con un simbólico carnet de “socio vitalicio”. Vieron casi 50 casas antes de dar con una ex fábrica de jeans, en Pringles 1249.
Ese año, Juan tuvo sus 15 minutos de artista: junto a sus compañeros del área de artes visuales Matienschön, diseñó instalaciones interactivas para Google y Samsung. Arte, branding, arte. Pero su rol central en el Matienzo es dar soporte y organización a esta entelequia de la construcción colectiva. “Siempre funcioné como facilitador de la operativa, desde las salidas con amigos de la adolescencia. Planificar es mi zona de confort: si sabés adónde vas, sabés cómo viajar, qué ponerte… En las reuniones me ocupo de que los tiempos se cumplan, de que los temas se hablen, de que haya minutas: facilitar el flujo del trabajo y la información”. El que lleva la planilla. “Soy muy de mirar a largo plazo. Puedo concentrarme en las tareas inmediatas, pero siempre sabiendo: vamos para allá”.
Hoy da cursos de organización personal con tips para optimizar los tiempos, “estés escribiendo código o una novela”, y ofrece consultoría en gestión ágil de emprendimientos creativos: lean startup para festivales. Con la “cabeza técnica” de arreglar teléfonos y sistemas, el manejo de grupos que le dio el trabajo comunitario y el formateo corporativo de seis años en multinacionales, Juan es el más startupero de los indies y el más activista de los gestores culturales. El actipreneur.
Luz, cámara, mudanza
Si la historia de Matienzo fuera una película, la secuencia central sería la de la mudanza, casi dos años después de la cumbre de Colón. “Cerramos el 20 de septiembre allá y abrimos el 21 acá, fue psicótico”, evalúa Juancho. El equipo llevaba meses pintando el nuevo hogar con sus propias manos. “Teníamos semanas casi sin dormir. Habíamos planeado abrir con una megafiesta a la que íbamos a llegar en procesión en bicicleta desde el viejo Matienzo, siguiendo a un camión en el que iban a tocar Julio y Agosto. Pero era el Día de la Primavera y diluvió”, recuerda una de las socias del Club. “Veníamos manijeando en redes desde hacía meses con fotos y videos de la obra. De repente, había cientos de personas afuera en la lluvia queriendo entrar y Juancho en una especie de barricada humana conteniendo a la multitud”.
Además de Julio y Agosto tocaron, actuaron, leyeron y mostraron lo suyo cerca de 25 grupos, entre ellos Violentango, La Cosa Mostra y DJ Diamante. La casa explotaba del garaje a la terraza. En la sala del Matienschön dominaba La Bola, una enorme geodésica de hilo de colores, y un mural de fotos de caras: las de los más de 60 que la habían tejido.
“Estructura estable y a la vez dinámica, inabarcable desde un solo punto de vista, reparte toda su masa en múltiples fuerzas para que todos los puntos reciban el mismo peso. La bola está hecha de la energía que representa: durante dos meses compartieron una mesa de trabajo 60 personas en una experiencia colectiva que permitió desprenderse del plano individual y tejer una red de vínculos donde cada cual es parte del todo. En esa visión colectiva se basa el Club Cultural Matienzo”, decía el texto en la pared.
Gestión centrada en el humano
“Las industrias culturales no son solo capital simbólico: es el 2,8% del PBI de 2014, pero apenas el 0,6% del presupuesto”, marca Juan. La gestión cultural se toma en serio desde hace poco: recién en 2014 se creó la Secretaría de Gestión Cultural nacional. La primera universidad argentina en abrir la carrera de Gestor fue la de Tres de Febrero, en 1998.
En 2015, Juan cursó un posgrado en Gestión Cultural en Flacso. Ahora enseña allí: el Matienzo es caso de estudio. “Contamos experiencias en todos lados: UNA, Untref, UMET... Hablamos de emprendedorismo colaborativo, de formación de gestores y desarrollo de artistas”, explica. “En el emprendedorismo cultural falta plan de negocios, suele ser todo muy desprolijo. Explicamos cómo funciona Matienzo: invertir tiempo en la gente, crear identificación con el proyecto, tejer redes con otras instituciones. Mostramos que se puede ser sustentable sin estar orientado a la rentabilidad. El modelo de gestión cambia todo el tiempo porque está basado en las personas, no en los procesos: el verdadero beneficio es entender qué personas tenés. Matienzo es lo que es por la gente que está adentro”.
El colectivo se define como un híbrido entre cooperativa y emprendimiento privado. “Todos los que están desde la otra casa son socios, dueños de parte del Matienzo por su aporte. Hoy somos 36; los asociados, que participan, son el doble. Cada seis meses nos reunimos todos en asamblea y una vez por año en el Matientrip”.
El Club da trabajo a unas 35 personas, sin contar talleristas ni artistas. Se mantiene en un 92% con la barra, la venta de entradas y cursos; el otro 8% viene de apoyos públicos –como programas de mecenazgo– y auspicios privados. Lograron devolver el préstamo en dos años; con lo que queda después de pagar sueldos y cuentas se financian nuevos proyectos, buscando “un balance entre el deseo y la posibilidad”. “La confianza es lo único que nos protege del disenso”, asegura Juan.
Este año crearon el programa de vivencias “Artista gestor”, que invita a sumarse a trabajar durante unos meses en cualquier área del Matienzo. Las vacantes volaron.
En su clase, Juan comparte las “buenas prácticas” del Matienzo. Regla central: “Cada vez que alguien asume una responsabilidad en el Club, tiene la libertad para tomar decisiones si cree que serán acompañadas por el colectivo y la responsabilidad de llevar la decisión a una instancia colectiva si siente dudas”.
Si no se puede revolucionar no es mi perreo
“Es mi fiesta y la politizo si quiero”, tuiteaba la activista feminista Suzy Quiú en la previa de aquella fiesta Amor o Nada. La palabra “disputa” vuelve a cada rato a la boca de Juan. “Nuestro foco nunca fue exclusivamente artístico”, dice. En la programación figura el festival Quiero Cultura para reclamar por el fin de las clausuras, el Festival Nacional de Arte Transformista, la tercera edición del Divergencia sobre identidades de género, del 5 al 9 de septiembre… “Siempre nos pensamos desde los valores de la cultura ampliada, que incluye problemáticas de identidad: migración, fronteras, comunicación, feminismo, género, inclusión. Y con la ambición de dialogar con el poder, de tener incidencia en la política pública”.
Para eso, desde su inicio, el Matienzo tejió redes con otros espacios. Empezaron por MECA y Escena, y acordaron condiciones justas para los artistas, los más maltratados del circuito. Abogados Culturales logró mejoras en la legislación. En 2016 produjeron Sismo, encuentro latinoamericano de Derechos Culturales. “La tarea es entendernos no solo con nuestro sector, sino con organismos que no nos resultan tan amigables, pero que dan otro impacto”, explica Juan.
En junio, el Matienzo coorganizó la segunda edición de Comunes, un encuentro internacional de economías colaborativas. Allí Juan decía: “El capitalismo no es más un sistema económico: es la moral, el patriarcado, la norma. La disputa no se da nada más en el ámbito económico-laboral, sino también en el cultural: reemplazar la moral única del capitalismo por otra orientada al bien común”.
El blend
El año pasado el Matienzo produjo Cemento: del under al indie, una importante muestra de fotos, recitales y charlas. “Claro que somos hijos de Cemento, está en nuestro ADN, pero está negado, porque Cemento es Cromañón”, dice Juan. “Nuestro desafío es hacer que todo eso prolifere, pero más agradable, cuidado, dialogando con la norma. Poder dar la disputa por la seguridad sin resignar en contenidos, asegurar una buena experiencia y ofrecer una alternativa al boliche, que siempre fue un negocio de rentabilidad, hostil: el alcohol es malo, la entrada es cara, el de la puerta te maltrata… siempre es sacarte hasta el centavo. El gran delito de nuestra época es haber criminalizado el baile, ¿cómo puede ser que te mueras por ir a bailar?”
Lo que diferencia al Matienzo del under es que busca, en términos de Juan, “dar la disputa de la sustentabilidad con las estructuras de poder para transformar lo establecido”. En criollo: competirle al mainstream y plantarle alternativa.
El Matienzo lleva casi una década compitiéndole al circuito comercial con las reglas de la autogestión. Les va bien: no hay banda que se precie que no haya pasado por ahí. El equipo de artes escénicas coprodujo este julio un site-specific en París. Muchas obras del Matienschön fueron al Centro Cultural Recoleta y al Malba. Martín Garabal, fogueado en Radio Colmena, trabaja en Blue.
–¿Cuál es el secreto de su éxito?
–No sé si la medida del éxito es que te lleven al mainstream o a París. Para mí, es poder hacer la misma calidad de proyectos que el mainstream, pero con otras reglas, basados en valores y no en rentabilidad.
–¿Cómo?
–A la norma le construís focos de resistencia y también la acompañás. La forma de lograr mejores proyectos culturales es construir entornos sustentables, con los valores de las cooperativas y con las tecnologías de los emprendimientos privados. La gestión profesional no es potestad exclusiva del circuito comercial.
–¿Te definís como emprendedor?
–Sí, el Matienzo es parte del mundo del emprendedorismo por sus pasos, su plan de negocios y su modo de construir rentabilidad e identidad. Pero el imaginario del emprendedor es Mark Zuckerberg, el éxito individual, y atrás de eso hay un mundo. Entonces, la verdadera disputa es la de las identidades culturales: construir un universo que dialogue con el que te exige que seas un individuo exitoso y solitario. Establecer lazos con los competidores, con otros proyectos, con proveedores, con artistas, con público, y hacer de otra manera. No me copa mucho el concepto de emprendedor, porque me remite al individualismo y yo pocas cosas en la vida las he conseguido solo.