De chico era enamoradizo, pero de grande decidió sentar cabeza hasta que conoció a una mujer que le quitó el sueño.
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“Conservá siempre un amor platónico y vas a vivir toda tu vida enamorado”, le había aconsejado una vez su abuelo y, Roberto, que por aquel entonces tenía unos 12 años, lo miró con una mueca de incomprensión. “Sabés nene, hay cosas buenas en tener una compañera de vida, pero el romance se acaba y la vida un poco también. En cambio, el amor que nunca se concreta, dura para siempre y te mantiene vivo”.
Por supuesto, Roberto estaba enamorado en esa época, como lo estuvo desde que tiene memoria. En salita de cinco había sido de esa nena con naricita pecosa, que le sonreía y le compartía todos los juguetes como si fuera el único en el aula. Ya con siete años fue el turno de Ana Lucía, que ni le dirigía la palabra, pero, sin dudas, era la más linda de la clase. Luego llegó Florencia y ese enamoramiento le duró unos cuantos años, “te diría que toda la secundaria”, confiesa Roberto, al recordar aquellos tiempos.
La aparición de una mujer increíble
Pero todo cobró otro matiz cuando conoció a Clara, una chica con una silueta exquisita y un andar confiado. Roberto ya no era un adolescente, era un hombre de 22, en los años 80, en una Buenos Aires convulsionada.
A Clara la conoció en la facultad y él hacía dos años que tenía novia con planes de casamiento. Su futura esposa era un sol y todos la adoraban, él incluido. Pero Clara... Clara ingresó a su mundo para desencajar sus planes de vida tan bien programados. Ella era independiente y decía que jamás se iba a casar y atar a un hombre; tenía un comportamiento audaz y vivaz, una voz firme y valiente, sabía lo que quería en la vida y siempre parecía caminar con la frente en alto, orgullosa de sí, pero a la vez despreocupada. Jamás había conocido una mujer semejante en su vida.
Fue en la cafetería que se hablaron por primera vez. Clara, como siempre, estaba en medio de algún debate ideológico y él se sentó en la mesa de al lado para escucharla y respirarla. “¿Vos qué opinás?”, Roberto se sobresaltó, Clara le preguntaba a él.
“Significó el comienzo de una época inolvidable”, asegura Roberto. “Me uní a su grupo de amigos y nos juntábamos en las casas a escuchar rock nacional y discutir por horas acerca de la Argentina, la música y los conflictos existenciales y del mundo. A veces llevaba a mi novia, ¡y estaba todo bien! Con Clara éramos amigos, nada más, pero me daba cuenta de que soñaba con ella, la admiraba, quería estar cerca, y solo esperaba volver a verla. No pasaba nada, pero había roces, miradas, contactos de manos casuales y electrificantes, estoy seguro de que nos pasaba a los dos”.
Un amor no perecedero
Su único beso fue el mejor beso de su vida, allá, por el 85. Sucedió en una noche de fiesta, algo pasados de copas, aunque no demasiado. Ella se iba a vivir por tiempo indefinido a Europa, tenía muchos proyectos y sueños por cumplir. “No hieras mi corazón”, de GIT comenzó a sonar y el acercamiento fue inevitable: “Era la despedida. Un hasta siempre. Fue inolvidable”, cuenta Roberto sonriente. “Ese beso nos transportó al cielo”.
Roberto no sabe si pasaron minutos o segundos, pero en algún momento se detuvo, o, más bien, la culpa lo detuvo, aunque hacía tiempo que soñaba con aquel beso. “Tengo novia”. “Ya sé, Roby, va a ser nuestro secreto y nuestro mejor recuerdo”.
Clara se quedó a vivir en Europa, se casó, tuvo preciosos hijos y nunca más la volvió a ver: “Aunque siempre la espío por las redes sociales”.
Roberto contrajo matrimonio con su novia de aquel entonces y dice vivir una vida tranquila. Hoy comprende más que nunca las palabras de su abuelo: Clara siempre lo acompaña en sus pensamientos, es su amor platónico y eterno.
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