Cómo devorarse Shanghai en cinco días
Treinta y dos horas de vuelo. El número ya sonaba aterrador y a eso le sumaba la complejidad de viajar con mis dos hijos: Mateo, de 6 años, y Felipe, de 5 meses. Impulsivo, digámosle, pero la oferta aérea era imposible de esquivar.
Así que a pesar del brote de delirio del que nos acusaban nuestros amigos, armamos coraje e hicimos las valijas. Nebulizador, medicamentos, 30 kilos de ropa resistente a los vómitos y mucha, mucha paciencia. "La idea es no volver separados", le dije a mi mujer.
Para un sommelier/dueño de restaurante/hambriento nato como yo, Shanghai era un destino muy tentador porque se había transformado, en pocos años, en el centro neurálgico de la gastronomía asiática. Mientras por largo tiempo los grandes cocineros habían centrado sus ojos en Singapur, Hong Kong y Bangkok, hoy la revolución se cocinaba acá, entre tradiciones milenarias y un comunismo cada vez más abierto a Occidente.
¿Tarjetas de crédito? Poco y nada. ¿Google? No. ¿Inglés? Ni pensarlo. Fuimos asustados, tengo que decirlo. Era mi segundo desembarco en China: hacía 10 años, en un viaje relámpago por el sudeste asiático y Japón, una de las escalas había sido Pekín. Pero mucho había cambiado en este tiempo… hoy, cruzar hasta la otra esquina del planeta sin posibilidad de mandar un WhatsApp me sonaba raro, y en China WhatsApp, Google, Instagram, Facebook y compañía están vedados. Parcialmente vedados, digámoslo, porque si hay ley, hay trampa, y varias aplicaciones descargadas previamente solucionan el asunto.
Pero inglés no. Nadie lo habla, igual que una década atrás. Sacando a relucir mi mejor versión de Marcel Marceau, el siempre bien ponderado lenguaje de señas era la herramienta número uno de la que valerse para darse a entender.
Estoy convencido de que la mejor manera de encarar un destino exótico es no dejar que te sorprenda y adelantarte a la experiencia. ¿La primera compra útil desde la Argentina? Una buena guía viajera que te llene la mochila de consejos y sitios indispensables a los que ir. Y la ubicación. En un lugar con enormes dificultades idiomáticas, lo mejor es estar cerca de todo. El Bund era el principal espectáculo de Shanghai y nuestra primera parada técnica: una zona de grandes shoppings, restaurantes, museos, hoteles y tienditas de suvenires que se extiende desde el río Huángpu hasta la Plaza del Pueblo, su centro cívico. Acá, los carritos de comida callejera abundan, porque en pocos otros lugares del mundo se puede comer tan bien de parado como en China, así que aun sin entender bien qué estamos probando, si hay cola, hay compra. El pescado ahumado, la panceta de cerdo estofada y el pollo borracho son una trilogía con la que dar el puntapié inicial. Diez años atrás me habían comentado de la tradición de comer perro (China es el principal consumidor mundial de esta carne), pero hasta ahí llegó mi hambre.
Y los dumplings, obviamente, el fetiche shanghaiano. Un dumpling es una suerte de empanada hecha al vapor y a veces frita en su base que se rellena con distintas opciones, desde alternativas vegetarianas hasta camarones, cerdo u hongos. En el Bund, a una cuadra de la Plaza del Pueblo, prueben los de Yang’s Fry Dumplings, los más populares.
En Shanghai toda zona turística es, digamos, generosa. Calles amplias, algunos de los edificios más altos del mundo, centros comerciales que se cuentan de a pisos y marcas de lujo por doquier. Pero hay algunas excepciones. Tiánzinfáng fue mi preferida: unas cuatro manzanas cuadradas de callejones laberínticos en donde conviven bares de cerveza tirada con gatitos que mueven la mano, food trucks de churros, restaurantes especializados en ostras y calzones colgados de la soga. Y los olores, claro, la constante de Shanghai. Especias, frituras, té, gente y también desagües: un caos con el que todos parecen llevarse bien.
Para llegar a Tiánzinfáng hay que tomar la línea 9 de metro hasta la estación Dapuqiao. Una vez dentro del laberinto, y regateo mediante, se pueden comprar ropa, libros u objetos de arte hasta por un 20% del precio exhibido. Eso sí: hay que pasar por el Fish Pedicure Bar, una suerte de café con peceras cristalinas en las que descansar los pies desnudos para dejar que peces (vivos, claro) hagan su trabajo de pedicuría.
Otro punto para visitar es el Barrio Antiguo, con sus callejuelas circulares que perduran desde aquella vieja fortaleza amurallada del siglo XVI levantada para defenderse de los piratas japoneses. Entre sus puertas todavía resisten conventos, templos, iglesias y mercados de telas, insectos y antigüedades, muchos de ellos concentrados en la mundialmente famosa Old Street: un viejo canal hoy convertido en paseo comercial en donde el té tiene protagonismo. Visiten la Old Shanghai Teahouse, un altillo transformado en casa de té, con discos de vinilo en las paredes, carameleras llenas y tazas de té que cuestan hasta cuatro veces más que una sopa de fideos… pero el viaje hasta acá lo vale.
Ese paseo termina en los Jardines y Bazar de Yùyuán. Fundados a mediados del 1500, estos jardines son un ejemplo vivo del diseño de la Dinastía Ming, con lagunas repletas de carpas y pinos enormes que traen un respiro al puro cemento. Por sus alrededores, el bazar es un enredo de palitos chinos, Rolex y Louis Vuitton falsas y, claramente, dumplings. Acá, vale la pena hacer cola en Nánxiáng Steamed Bun Restaurant, quizá la casa de comidas más famosa de la ciudad, y comprar una porción generosa de xiaolongbao, la especialidad local.
Pero, les contaba, Shanghai es electrizante, y el mayor símbolo de crecimiento del país. Así que, más allá de la tradición, hay un rincón en el que dejarse deslumbrar por las luces led, los rascacielos y el Maglev, el primer tren de alta velocidad por levitación magnética del mundo. Ese lugar es el barrio del Pudong. La estrella es la Torre de Shanghai, un espectacular edificio de 121 pisos, el más alto del país, que se retuerce hasta donde da la vista. Justo en frente, el World Financial Center tiene algunos de los miradores más lindos. Y la Torre de Televisión Perla Oriental, el emblema: una edificación de hormigón en forma de trípode que se viste de luces violetas por la noche.
¿Última estación? Línea 2 de metro hasta el Museo de Ciencia y Tecnología: en el mismo subterráneo está el mercado de copias y falsificaciones más grande de la ciudad, en donde el regateo es obligatorio y la experiencia resulta excéntrica.
El viaje había terminado y las treinta y dos horas de vuelo nos devolvieron a la Argentina. Piernas entumecidas, algunas crisis aéreas en el medio (a nuestros compañeros de vuelo pido disculpas por Felipe y su llanto ensordecedor) y el sabor del vinagre agridulce todavía vivo. Ustedes están locos, nos decían. Pobres de ellos, no tienen idea de lo que nos hubiésemos perdido. ß