Cómo dejar de ser una madre culposa
Graciela culpaba a su mamá por haber sido demasiado estricta y poco cariñosa durante su infancia. Cuando sus tres hijos, Juan, Ramiro y Aldana, llegaron a la adolescencia, se descubrió repitiendo las conductas que tanto había reprobado en su madre, su severidad y poca expresión afectiva. Fue muy doloroso porque se había jurado cuando niña que, en caso de tener hijos, no sería con ellos como había sido su madre.
Pasaron unos años. Sus hijos se hicieron adultos. Juan, el mayor, doctor en bioquímica, era investigador en un importante laboratorio en Francia.
Una noche, hace pocos meses, Graciela despertó angustiada presa de una pesadilla. Veía a Juan como cuando era adolescente debatiéndose en medio de un mar embravecido, las olas lo cubrían, pedía auxilio, su cuerpo subía y bajaba mientras hacía señales desesperadas con sus brazos. Enloquecida ella corría hacia él y cuanto más corría más se alejaba sumida en la impotencia de salvarlo. La despertó su propio alarido. No podía quitar las imágenes de su cabeza.
Eran las 4 de la mañana, ya las 9 en Francia, y corrió a buscar el celular como tabla de salvación. Había sido tan vívida la pesadilla que debía cerciorarse de que Juan estaba bien. Atendió enseguida, calmo y amable porque sí, todo estaba bien, "ninguna novedad mami, te dejo porque estoy llegando al trabajo". Había sido solo un mal sueño, nada que temer.
Pero Graciela no lo dejó ahí. Ese sueño fue para ella la representación de todo lo que creía que había hecho mal y necesitaba terminar con el peso que sentía por no haber sido lo buena madre que debía haber sido. Había soñado con Juan, de modo que empezaría con él. Tomó un papel y comenzó a hacer una lista de todas las cosas de las que se acusaba, hechos, circunstancias, palabras, conductas. Cubrió cuatro páginas, con fechas y descripciones de las cosas que estaba segura que había hecho mal con Juan y de las que debía ser expiada y perdonada. Se sentó ante la computadora y le escribió un correo con el pedido de que viera la lista y le respondiera por favor cómo había sido vivido por él y si consideraba que habían tenido consecuencias en su vida.
Esa noche Juan la llamó alarmado: "¿Qué te pasa mamá? No entiendo nada, ¿estás psicótica?" "¿Por qué?" "Porque no sé de qué me estás hablando. Miré todas las cosas que decís y no me acuerdo de ninguna, nada". Graciela escuchó enmudecida. "Pero si querés, si eso alivia tu alma, te puedo escribir de lo que sí te acusé en su momento para que lo veas y me digas por qué o para qué lo hiciste. Pero dame unos días".
Y así fue. Una semana después entró un correo de Juan. Graciela dejó pasar unas horas. Al fin la curiosidad pudo más. Se dijo "¡ahora o nunca!" y abrió el mail. Estalló en una carcajada que le dibujó estrellitas de colores en el alma. Rió, sollozó, moqueó, siguió riendo y sonándose la nariz mientras leía la insólita respuesta de su hijo. La lista de Juan, tan larga como la suya, mostraba que se había tomado en serio el trabajo de rememorar momentos penosos, pero enumeraba cosas, situaciones y dichos de los que Graciela no tenía el menor recuerdo. Imprimió las dos listas, las enmarcó y las dejó a la vista. No le hizo falta hacer listas con sus otros hijos. Había entendido. No solo se alivió luego de tantos años de autoacusaciones, sino que también fue al cementerio y le pidió perdón a su mamá.
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