La escena se repite en las metrópolis del mundo: con 75 millones de turistas que llegan a España por año, Barcelona se está quedando sin viviendas para alquilar a precios razonables para los trabajadores medios.
En los últimos años, la llegada de plataformas como Airbnb o HomeAway agravó el problema. Cualquier persona con un espacio mínimo para alquilar prefiere publicarlo a precio turista para obtener un ingreso extra y las viviendas para los locales se acaban. Con la necesidad de la gente asfixiada por la crisis económica o la precarización de su trabajo, las plataformas tecnológicas hacen su negocio quedándose con un promedio del 15% de cada alquiler. Los habitantes locales ven reducidas sus posibilidades de vivienda o los precios suben tanto que no les queda más alternativa que huir hacia las afueras.
Con el liderazgo de la alcaldesa Ada Colau, el gobierno de Barcelona está avanzando para catalogar y regular la oferta de alquileres turísticos de los ocho mil pisos que se calculan disponibles para ese fin en la ciudad. En junio de 2017, el municipio impuso a Airbnb una multa de 600.000 euros por alquilar viviendas sin registrar en el Ayuntamiento, donde ahora los lugares deben quedar censados para que el gobierno pueda controlarlos y limitar el avance desmedido de la plataforma. También, aunque con multas menores, está obligando a que los propietarios de departamentos o habitaciones para turistas puedan alquilarlos por períodos máximos de 30 días. Algo similar ocurre en Nueva York, donde se dispuso como ilegal alquilar una casa entera para turismo, para que los precios de ese negocio eventual no subieran los del mercado local y dejaran afuera a los habitantes locales.
El poder a las ciudades
Al igual que en Buenos Aires con el límite de licencias de remises disponibles para empresas como Cabify, en otras ciudades los gobiernos también se están poniendo al frente de la regulación para que el transporte, la vivienda y otros servicios esenciales de la vida pública no se vuelvan un bien mercantilizado en su totalidad.
Ciudades como Ámsterdam, Lisboa, París, Ciudad de México, Miami y San Francisco también están tomando medidas para que el crecimiento imparable de las grandes empresas tecnológicas no atenten contra el bien común. Además, están implementando o estudiando medidas para cobrarles impuestos que permitan que sus ganancias vuelvan a los municipios. En Estados Unidos, Airbnb paga impuestos en 12 condados del estado de Nueva York, que ya impulsó una ley para que se extienda a todo el territorio. En Barcelona, durante el verano de 2017 se realizó el encuentro Fearless Cities (Ciudades sin Miedo), en el que participaron los responsables de políticas urbanas y activistas de Lisboa (Portugal), Nueva York, Pensilvania (Estados Unidos), Belo Horizonte (Brasil), Berkeley (California), Attica (Grecia), Nápoles (Italia), Valparaíso (Chile) y Rosario (Argentina), entre otros. Con el lema "Nuestras ciudades no son una mercancía", en la reunión se compartieron experiencias para garantizar medidas contra la especulación inmobiliaria y generar diques efectivos contra la inundación de servicios de las grandes plataformas que van quitando derechos a los habitantes locales.
¿Cómo lograr que el beneficio de la tecnología sea colectivo y no quede privatizado en pocas manos? La pregunta es vital para nuestro futuro. Y las respuestas están llegando de la mano de las ciudades, que hoy se muestran más poderosas que los Estados al no someterse al poder de las grandes empresas tecnológicas.
Es en las ciudades y con sus lazos sociales, saliendo y entrando de las redes tecnológicas, donde encontraremos las respuestas para un futuro menos atado a las decisiones de las grandes corporaciones de Silicon Valley y sus tentáculos locales.
Joan Subirats, profesor de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona, es parte del gobierno catalán, en el que conviven organizaciones sociales e instituciones creativas que accionan para limitar el poder de las corporaciones, o trabajar en conjunto con ellas y con el Estado para distribuir mejor los beneficios entre sus habitantes.
Con cooperativas de telecomunicaciones y grupos que gestionan redes de internet públicas, colectivos que trabajan para dotar de reglas de privacidad a los datos de la salud pública, activistas que potencian la adopción del software libre y la defensa de los derechos digitales, empresas que diseñan sistemas de seguridad que no atentan contra los derechos de las personas, laboratorios de reutilización de materiales y cuidado de medioambiente, cooperativas eléctricas y de transporte enfocadas en dar servicios sociales, el grupo es amplio y heterogéneo. Pero lo impulsa una meta común: descreer del solucionismo tecnológico y analizar y llevar adelante proyectos focalizados en el bienestar social por sobre el interés económico.
Barcelona a la vanguardia
Con esta construcción colectiva, Barcelona lidera las iniciativas por la soberanía tecnológica en el mundo. Entre otras medidas, el gobierno llevó adelante acciones para comprar el software a empresas locales y cooperativas en vez de hacerlo con Microsoft; construyó la plataforma Decidim, para la participación ciudadana (vinculada con reuniones presenciales en los distintos barrios); tendió una red propia de 500 kilómetros de fibra óptica y wifi gratuito por medio del alumbrado público; colocó sensores para monitorear la calidad del aire, el estacionamiento público y el reciclaje de basura; creó un distrito de innovación para empresas enfocado en las economías colaborativas y las soluciones para el medioambiente, y revisó los contratos con proveedores de tecnología para controlar la recopilación y el uso de los datos que recaban en sus términos y condiciones (como parte del proyecto Decode) bajo una plataforma común que utiliza toda la ciudad como fuente de información.
Con este plan, Barcelona buscó redefinir el concepto de "smart city", un paraguas mercantil que suele agrupar cualquier incorporación de tecnología en la vida urbana (sin preguntarse por su fin social), y fue destacada por el Financial Times como "la smart city con una revolución en progreso" y como "la metrópoli que está repensando el uso de la internet de las cosas" (otro concepto usado acríticamente por el mercado). Dentro de esta revolución, las ciudades son un elemento central del "nuevo municipalismo" o "municipalismo radical", la idea sobre la que el propio Subirats ha escrito y que retoma en la conversación cuando habla de recuperar la soberanía, es decir, el poder.
"¿Podemos pensar la tecnología desde el bien común?". Con esa premisa, Barcelona está guiando sus políticas. Llegar a esta idea que hoy parece radical no fue sencillo. Implicó años de construcción y la cooperación de grupos heterogéneos. Barcelona en Comú se nutrió de los indignados y grupos por la crisis de la vivienda, de los movimientos por la cultura libre en internet, de los colectivos antiglobalización y Juventud Sin Futuro, que buscaban alternativas para combatir un desempleo juvenil muy alto.
Entre ellos, Subirats destaca que el movimiento por los derechos de internet fue importante: "Había estado muy activo entre 2009 y 2010, cuando los grupos se unieron para frenar la ley Sinde, que quería penalizar las descargas online en España. Luego, con el nacimiento de Podemos y las agrupaciones similares, también se generó otra dinámica respecto del uso de internet como herramienta de comunicación, más horizontal. Los nuevos grupos ya no contratan un community manager, sino que ellos mismos piensan en colaborar en red antes de comunicar".
La tecnología no es neutral. Pero para llegar a eso hay que enfrentar muchos sentidos comunes, por ejemplo que siempre el mercado es más eficiente. O que el Estado no puede invertir en innovación.
Con ese poder colectivo, el gobierno de Barcelona se atrevió a tomar decisiones y afectar intereses. Por ejemplo, en la convocatoria pública de energía de 2017, el Ayuntamiento estableció que solo aceptaría propuestas de las empresas eléctricas que aceptaran no cortar la luz a las personas que no pudieran pagar si acreditaban que su salario no era suficiente. Endesa, una gran empresa eléctrica de Barcelona, se negó a aceptar los términos y presentó un amparo judicial alegando que la medida afectaba las leyes de competencia.
Pero al mismo tiempo se presentó un grupo de cooperativas y pequeños grupos de provisión de electricidad que se unieron para la licitar juntos y aceptaron esa regla de justicia social. El Ayuntamiento persistió en su postura y, luego de constatar las credenciales técnicas de los oferentes, dio el contrato a la cooperativa. "En el caso de otros servicios públicos todavía no hay alternativas a los grandes prestadores. Se necesita tiempo y apoyo del gobierno para que surjan alternativas. Y el Ayuntamiento está fomentando que eso ocurra. En vez de dejar que el mercado decida, el Estado se está involucrando activamente, creando incentivos para que los nuevos actores puedan innovar", explica Subirats.
A partir de ese apoyo del Ayuntamiento, distintas cooperativas están creciendo en Barcelona: Eticom en telecomunicaciones, Som Mobilitat para dar servicios de car sharing (transporte compartido) con motos y coches eléctricos propios, Som Energía para electricidad.
Subirats explica que el Ayuntamiento, además, avanza en estas políticas con cautela si se precisa, pero con rapidez si hace falta. "El gobierno no anula de un día para el otro el contrato con Orange y se lo da a Eticom, sino que les exige a las nuevas empresas que sean fiables y sustentables en el tiempo, para que los usuarios después no tengan problemas".
–¿A Barcelona, ocuparse de la soberanía tecnológica también le ha resultado en términos de publicidad positiva?
–Sí, ha puesto a Barcelona en el mapa al mismo nivel que ciudades como Nueva York. Pero es importante entender que estamos construyendo un paradigma de debate y a la vez de acción. No somos unos intelectuales que hablan y nada más ni unos radicales que sueñan cosas. Hace muchos años que estudiamos y trabajamos en esto para comprobar que esta manera de hacer las cosas es más eficiente. Incluso más eficiente que la forma del mercado.
–Y que la política todavía tiene algo que decir frente al mercado.
–Sí. Que podemos ser creativos. Que la tecnología puede ser gobernada y politizada. Que alguien gana y pierde con cada decisión que tomamos. Es luchar contra la idea de la neutralidad de la tecnología. No: la tecnología no es neutral. Pero para llegar a eso hay que enfrentar muchos sentidos comunes, por ejemplo que siempre el mercado es más eficiente. O que el Estado no puede invertir en innovación.
–¿Que la política se anime a tomar la iniciativa?
–Claro. Las instituciones muchas veces reaccionan tarde o no se animan a limitar los monopolios como el de Google o el de Facebook, aun cuando estas empresas no hagan más que aumentar sus beneficios y digan que para el resto de la política queda ser austeros. Frente a eso nosotros decimos que los Estados pueden y deben plantear estrategias de construcción de sus propias plataformas públicas para evitar la dependencia de las privadas, limitar las posiciones monopólicas, evitar que las plataformas ejerzan nuevas formas de explotación de los trabajadores, generar mejores reglas para el manejo de la privacidad. Es decir, no se trata de oponernos a las plataformas, siempre que sean verdaderamente abiertas y democráticas y no nuevas formas de captura extractiva de la riqueza o de las oportunidades de la gente.
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