Hace tres horas que trabajamos sobre el mismo documento y, del otro lado, ella me discute que la palabra correcta es "encontrá". Para mí es "elegí". Es sábado y se suponía que hoy no iba a trabajar, pero hace tres horas que estoy en una llamada vía Skype tratando de resolver una campaña de comunicación para vender una aplicación. Una app que te ayuda a elegir –o a encontrar– el mejor trabajo, según tus habilidades. O eso es lo que decimos que vendemos. El documento sobre el que trabajamos es un brief –la manera en que se trabaja "en todos lados", según dicen en este micromundo de las agencias de comunicación y publicidad–, algo que hasta hace unos meses no sabía que existía. En el documento, que es un Word online y de uso compartido, hay un montón de manos tipeando cosas para definir una serie de flyers.
Por lo que sé –que es lo que me contaron–, hasta hace poco acá las placas se definían de una manera más rústica: se llamaba al diseñador, se le tiraba la idea y el tipo hacía. Ahora, todo requiere de una maquinaria que tiene cuatro etapas de corrección en el Word, dos de diseño, tres de feedback cuando la placa ya existe, una de rediseño, otra validación por las dudas y el pulgar arriba del jefe vía WhatsApp. Eso si le gusta, porque donde el dedo va para abajo hay que empezar de nuevo, y sin siquiera tener del todo claro qué es lo que estuvo mal del producto anterior. Hacer una campaña publicitaria pequeña –que va a durar un par de semanas y se va a manijear solo por redes sociales– puede llevar días enteros de trabajo. O días de franco trabajando. Definir si la palabra correcta es "encontrá" o "elegí" puede llevarse tu tarde libre y quizá no llegar a nada. Para peor, pensar que todo esto es para un posteo de Facebook, que tendrá como mucho 300 likes y algunos compartidos lo hace aún más desolador.
Sean ustedes bienvenidos al mundo de un community manager: ese personaje detrás de los muros de Facebook. Un Roger Waters digitalizado, sin épica y capitalizado.
A comienzos de este año, empecé a trabajar en una agencia de comunicación, que se encarga de la difusión de temas vinculados con servicios sociales y con profesionales. Después de unos años de laburar haciendo comunicaciones internas –o sea, mandando mails–, encontré –no elegí– la búsqueda de trabajo en Facebook y mandé un currículum. A los pocos días me llamaron para una reunión. Nadie dijo entrevista, era una reunión. Dije que no podía de inmediato para hacerme rogar (porque, según internet, hay que mostrar interés, pero no desesperación por un laburo) y pospuse el encuentro una hora. Cuando corté con la agencia llamé a mi novia excitado de alegría.
–¿Qué sabés hacer? –fue lo primero que me preguntaron.
–Escribir.
–¿Cómo te llevás con las redes sociales?
–Bien. Hace un par de meses me hice Instagram.
–Nosotros estamos buscando alguien con tu perfil para cubrir el turno de la tarde. La idea es administración de las cuentas de redes sociales de la agencia y de algunos clientes, y generación de contenidos para esas cuentas. ¿Sos una persona que resuelve?
–Sí, claro.
–Buenísimo. Mientras hacemos los papeles y hasta que te sumes voy a pedirte un informe sobre estas cuentas que te paso. Es libre. Sé crítico.
Hasta ese día no tenía la más mínima idea de redes sociales. De hecho, unos meses antes había rechazado una oferta laboral como community manager de un organismo público nacional. No quería saber nada con el mundo de los social media, pero no pude huir de la comunicación institucional. Como si se tratara de una trampa inevitable para el periodismo actual.
Antes de empezar a trabajar creía que ser CM era un curro de periodistas o algo más vinculado con el marketing que con la comunicación. Algo con lo que se podía hacer plata. No podía ser muy difícil tuitear: armar un texto de 140 caracteres.
Ser CM, entonces, era algo así como una actualización millennial del call center. Un pibe detrás de una computadora respondiendo demandas imposibles de solucionar con un mensaje directo ,o la respuesta etiquetada a un comentario. Pero solo se parecen en eso.
A la semana, y una vez entregado el informe, me llamaron para tener otra reunión. Ahora iba a estar presente uno de los capos de la agencia. Cuando llegué, el hombre salió de su oficina, me dijo que esperara un segundo y me dejó clavado en una improvisada área de recepción. Después vino la mujer que terminaría siendo mi jefa y nos sentamos los tres en el medio de una hilera de computadoras.
–¿Tenés faltas de ortografía? –me dio la bienvenida el patrón.
–Trabajo de escribir hace años.
–Sí, pero te lo pregunto porque te encontrás con cada cosa acá.
–Bueno.
–¿Qué herramientas sabés usar?
–¿Herramientas de qué?
–De análisis de datos y estadísticas.
-Eh...
Cuando me fui y llegué a casa me puse a buscar de qué herramientas hablaba. Me descargué programas, los usé, miré tutoriales en YouTube. De golpe, lo que creía que iba a ser sencillo y divertido me tenía horas enteras ante la computadora tratando de resolver algo que jamás había escuchado en mi vida.
Antes de empezar hablé con una amiga periodista, que trabaja en comunicación. Ella administra varias cuentas. Mi amiga me dijo que su criterio al momento de postear mezcla lo intuitivo con lo periodístico. "Es entender quién es el que dice y para quién lo dice". Después agregó que, en sus comienzos, había buscado mucho en internet, donde hay tips. "Esas cosas que se saben: los horarios pico para publicar, no saturar con posteos, interactuar con los seguidores, saber a qué darle like".
Un community manager es el tipo que está detrás de una página de Facebook, de una cuenta de Twitter, de un perfil de Instagram. ¿Suena fácil, no?
Si uno busca la definición en internet, o acude a los planes de estudio de carreras, cursos o diplomaturas relacionadas con el manejo de redes sociales –hay más de las que uno podría imaginar– se encuentra con algo parecido a esto: responsable de gestionar y desarrollar la comunidad online de una empresa o marca dentro del universo digital.
J. es consultora en marketing y comunicación digital. Ella cree que el trabajo del CM es la profesión de moda. Dice que es un oficio que mezcla la comunicación con la venta y la tecnología. Ante este boom, J. advierte: "Hay mucho chanta dando cursos sobre las variantes que hay en el mundo digital". Hace 10 años que ella da clases para una reconocida universidad privada especializada en el mundo empresarial y fundamenta su teoría en la experiencia propia y en datos: en Estados Unidos, el 80% de la publicidad digital va a parar a las billeteras de Facebook y Google.
Si eso representa mucha plata, nunca lo veré, pero es un número que sirve para entender el poder, la influencia y el rol que ocupan hoy las redes sociales. Por qué un puesto como el de community manager puede volverse un campo minado.
Por ejemplo, en comunicación política un tuit mal redactado –un error de tipeo, una falta de ortografía o una mala puntuación– resta votos en época de elecciones.
La agencia es así: una entrada a un espacio pequeño con dos mesas enfrentadas que funciona como administración y se conecta, por un lado, con la oficina del jefe –un cuadrado diminuto con un escritorio y una silla de computadora, que no tiene computadora– y, por otro, con la zona de trabajo. La zona de trabajo: cuatro hileras de escritorios con seis computadoras cada una, un aire acondicionado de otro milenio, que calienta la mancha de humedad del techo y seis televisores con canales para todos los gustos empotrados en la pared principal. Las teles están porque acá también se hace prensa, que no es lo mismo que comunicación, sépanlo.
El teclado de mi computadora está roto. Cada vez que quiero borrar algo del Word tengo que hacerlo con cuidado, porque la tecla de suprimir se traba: un mal toque y se va todo a la mierda, una metáfora hermosa. También me recomiendan que, cada vez que llegue a mi turno, reinicie la máquina porque se tilda. Mi lugar es justo al lado de mi jefa y me permite ver cómo su computadora anda aún peor que la mía. Si le abrís más de siete u ocho pestañas a la vez, se congela. Ella, como yo, necesita tener al menos seis pestañas activas para administrar cuentas y webs.
El primer fin de semana en la agencia me toca hacer guardia un domingo. La comunicación digital es muy progre, pero todavía no pudo contra el derecho de piso: será que la tecnología aún la manejan personas. Mi tarea consiste en subir unos cuantos posteos en dos cuentas –cada cuenta incluye Facebook, Twitter e Instagram, recuerden–. El viernes anterior había chequeado todo el material que pondría online (placas, subtítulos de videos y textos). Nada podía salir mal, todo estaba aprobado por los que mandan.
El lunes siguiente mi jefa me manda una captura de pantalla donde remarca un error de tipeo en el texto de Instagram. Me dice que la cagaron a pedos. Me caga a pedos con amabilidad y me dice que tenemos que ser infalibles.
Infalibles, pienso.
Paso todo el día angustiado en la oficina. Trabajo nervioso y me tiemblan las manos cuando tipeo. Chequeo cada texto al menos tres veces y los reescribo. Los vuelvo a leer después de que me dan el visto bueno. Los primeros días me destruyen cada posteo. Lo arman de nuevo y me lo reenvían por WhatsApp. Es hasta que agarre el tono de la agencia.
Empiezo a producir notas periodísticas, que resuelvo con un par de chats de WhatsApp y un poco de ayuda de Google. Son textos sencillos, de poca extensión, que los producimos para que "el contenido de nuestros posteos sea diversificado".
Ahora me dicen que mi trabajo es muy bueno, que están muy contentos, que acá el trabajo se ve, y se recompensa con plata. Capitalismo sin filtro de Instagram. Al tercer mes me van a aumentar el sueldo.
Los manuales de uso del buen community manager dicen que debe conocer muy bien a su público. Eso quiere decir que uno tiene que saber qué cosas le importan, qué no, cómo hay que hablarle, cómo hay que responderle e incluso cuándo hay que hacerlo. Los manuales también dicen que Facebook no es lo mismo que Twitter ni que Instagram. Aunque acá, casi siempre, se use el mismo texto para las tres.
Sobre la base de esos manuales que no tienen fuentes, un día viene alguien a darnos capacitaciones. Es una chica experta en marketing digital y estuvo analizando las principales cuentas que manejamos. A partir de eso nos va a mostrar unos Power Point –a los que ella llama PPT y entiendo que en el mundo de las agencias el vocabulario se esfuerza por ser anglo y codificarse en siglas–, que tituló como "Reputación Digital Comparada".
Trabajo nervioso y me tiemblan las manos cuando tipeo. Chequeo cada texto y los reescribo.
El primer ítem es positivo: nuestras cuentas tienen identidad porque todas tienen la misma arroba. Uno a cero. Después nos explica que "Facebook es la red social más popular del mundo y cuenta con el usuario más variable y segmentable". Que en nuestra zona de influencia –la provincia de Buenos Aires– hay más de 11 millones de usuarios, que unos 5 millones se interesan por los temas que comunicamos y que el 90% de nuestro público tiene más de 25 años. Agrega que si la agencia paga publicidad puede segmentar sus publicaciones y llegar a más gente. En un nuevo intento de que bajemos plata dice que en Facebook se valora el contenido con foco en el usuario y sus intereses. Que alguien le explique que no depende de nosotros poner la guita.
De Twitter nos cuenta que tiene casi 12 millones de usuarios en el país y que está más dirigida a medios de comunicación. Nos tira un palo diciendo que nuestras publicaciones no tienen interacciones y nos recomienda usar nuestra cuenta para vender las cosas que hacemos para que algún medio las compre y las difunda. La remata diciendo que publicamos mucho por día. Ya creo que nos dio vuelta el resultado.
Llegamos a Instagram: la red de fotografía y el público joven, donde los textos con emojis suman más likes y las imágenes que tienen una cara son más positivas: si la cara sonríe es aún mejor. Después nos tira un dato duro: que los usuarios se pierden un 70% de lo que se publica diariamente en las cuentas que siguen. Cuánto laburo al pedo.
Generar contenidos. Ese era mi trabajo. O eso me habían dicho. Y generar contenidos, al menos para redes sociales, puede volverse un abanico infinito. Cuando empecé a trabajar me dedicaba, básicamente, a escribir posteos y notas periodísticas. Después empecé a pensar propuestas comunicacionales para fechas importantes que funcionan como efemérides. Después me vi metido en una campaña de venta –de una app, por ejemplo–, que incluye desde el diseño de placas, el guion para un video, el armado de un gif, la planificación de publicaciones hasta las variantes para esas publicaciones. Detrás de un tuit, un posteo de Facebook e incluso una story de Instagram hay una maquinaria funcionando que tiene en el CM al responsable final de cada producto.
La pregunta es hasta dónde llegan los límites del community. ¿Es simplemente el tipo que hace el posteo? ¿Tiene que tener injerencia en el contenido? ¿Se encarga del diseño?
En la agencia en la que trabajo somos unas cinco personas laburando exclusivamente las redes sociales de una marca. En teoría tenemos roles definidos. Hay una persona encargada de la planificación: establece gantts –agendas de laburo en criollo–, que parten de lo macro (acá se sabe qué se va a publicar en los próximos tres meses) y después desglosan eso en la micro (ya sabemos a qué hora y qué va a salir cada día en las próximas dos semanas). Esa misma persona, además, edita cada texto (notas, posteos, videos, placas). Después hay otra que se encarga de producir notas y otra que, además de eso, escribe posteos. Otra abocada a monitorear redes (monitorear significa estar atento a las tendencias, a los temas de los que se habla, qué se dice y de dónde salió determinado hashtag) y a responder las consultas por DM y en comentarios. Otra que brifea: baja al papel ideas, las convierte en guiones de todo tipo. Eso en teoría: las personas no somos algoritmos perfectos.
Las stories fueron un momento de quiebre en mi precaria carrera como community manager. Fue cuando me di cuenta de que un viernes a la noche estaba ensayando algo así como una coreografía laboral filmando videos que iba a subir por 10 segundos.
Antes y durante todos esos pasos hay intervenciones de otros equipos: un grupo de diseñadores, otro de producción audiovisual, otro de contenidos (los encargados previos y finales de aprobar cada cosa). Por eso, si el CM se equivoca es cagado a pedos: porque caga el trabajo de un montón de gente.
Anoche soñé con stories de Instagram. En la planificación de esta semana vi que me toca subir unas cuantas sobre un evento –que además debo ir a cubrir con un celular, el mío claro– y eso me pone nervioso. Hasta que empecé a trabajar acá ni siquiera sabía en qué parte de la aplicación estaba la opción. Entonces, le pedí un curso acelerado y casero a mi novia, y empecé a mirar historias: de mis amigos y de cuentas institucionales. Después probé con mi propia cuenta y ahora puedo decir que me salen más o menos bien.
Las stories fueron un momento de quiebre en mi precaria carrera como community manager. Fue cuando me di cuenta de que un viernes a la noche estaba ensayando algo así como una coreografía laboral filmando videos que iba a subir por 10 segundos. Como en el túnel antes de morir, desfilaron por mi cabeza todas las cosas que habían cambiado en mi vida desde que tengo este trabajo: pasé de soñar con editores a soñar con posteos, de buscar talleres de escritura a averiguar cursos de storytelling, de olvidar el celular en cualquier lado a estar pendiente de un llamado pidiendo algo urgente –llegué a corregir guiones media hora antes de la cena de mi cumpleaños–. El trabajo de CM es una extensión perfecta de internet: un sistema que avanza a ritmo frenético y va ocupando los espacios de tu vida, como cuando estás en Facebook chusmeando qué hicieron tus amigos y, de golpe y sin entender cómo llegó ahí, te aparece un chivo del curso de storytelling que buscaste en la computadora del trabajo.
Ya hace medio año que trabajo de esto. Las cosas pasaron más rápido que la conexión de internet de la agencia. Las cosas se empezaron a acumular y las tareas, a multiplicar. En algún punto me empezó a gustar, tanto que escribo esto y pienso si será uno de los últimos textos que publique antes de dedicarme de lleno a la comunicación institucional. No lo sé, pero abro mi Twitter y tipeo: "A veces, ¿no se aburren del periodismo?".
Mientras me responden eso, escribo sobre ser community manager. Hago los dos trabajos en uno.