Comedores: la infancia como inversión
La lista de compras empieza: "Acelga, lechuga crespa, lechuga americana, cebolla, col, escarola, repollo y salsa. Bananas, arroz, harina de maíz, carne, yogur natural de frutas y de frutilla". Y luego especifica: "Son productos cien por cien orgánicos, producidos localmente, por pequeños agricultores". Si hubiera que imaginarles un destino a esos productos, del otro lado habría un local de grandes ventanales, madera blanca y pizarritas tipo almacén sensible en algún rincón de Palermo que quiere ser el Soho de Nueva York. Pero la realidad es que la lista es la orden de compras firmada por las autoridades de una cantidad importante de comedores escolares. ¿Privados? No: escuelas públicas. Entonces, es casi automático, el cerebro vira a Japón, Finlandia, Suecia. Porque ni siquiera nos parece probable pensar que a una hora y media de avión de nuestra ciudad más importante, Buenos Aires, hay otra, San Pablo, que nos duplica en habitantes y sin embargo está haciendo posible que algo así ocurra: que los niños y niñas que asisten a los comedores de sus escuelas públicas tengan un menú íntegramente orgánico, fresco y local.
La revolución empezó hace pocos años, cuando se cruzaron los estudios correspondientes (que muestran que no es lo mismo comer sustitutos de comida que alimentos llenos de nutrientes reales), los directivos dispuestos a romper los contratos con concesiones que trabajaban bajo la premisa "ofrecer lo más barato posible" y los agricultores de alimentos que, sin intermediarios, podían brindar miles de kilos de productos sin venenos a un precio justo. El resultado: la mejor comida posible para los que más lo necesitan. Una vuelta a la idea original que dio vida a los comedores.
Compartimos con nuestros vecinos (y con tantos otros países) ese pasado: la comida escolar nació como otra propuesta igualadora del sistema educativo. Podía no ser un manjar, pero hasta que el sistema se hizo añicos desayunar, comer o merendar en la escuela garantizaba para esos niños algo así como la democracia alimentaria. Sin embargo, ahora que empiezan las clases alcanza con darse una vuelta por algún comedor de cualquier provincia argentina para horrorizarse por todo lo contrario; la situación alimentaria siempre parece un incordio que debe ser resulto reduciendo recursos: tiempo, espacio, mercadería, personal. Las recetas que salen de todo eso son otra prueba de que esos niños y niñas tienen que superar para llegar sanos a su vida adulta. Jugos en sobre, galletas azucaradas, barras que dicen ser "de cereal", guisos de soja deshidratada, milanesas cuyo primer ingrediente es pasta de grisín; sodio y azúcar por porción el doble y triple de lo recomendable.
Aunque hoy pareciera una situación irresoluble, es interesante saber que San Pablo partió de la misma situación. Cantinas repletas de comida chatarra que parecían inmodificables hasta que cambiaron las cuentas: la infancia dejó de ser pensada como gasto y pasó a ser inversión y los productores de comida sana, los principales aliados de ese negocio mucho más inteligente y perdurable.