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Franz Ortega camina sobre un surco prolijamente poblado de perejil. Lleva el zapín al hombro y una gorra verde con una estrella roja bordada de la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT) que lo protege de la resolana de un día húmedo y fresco de principios de septiembre. Sin perder el ritmo, apenas se inclina para arrancar un racimo y llevárselo a la boca. “Nosotros comemos la verdura cruda, así directo; debe ser que ya estamos acostumbrados. Y, además, sabemos que no tienen ningún químico, así que no hay peligro”, dice y extiende sus brazos para abarcar el paisaje que se abre delante de él: 32 hectáreas sembradas de diversas variedades de verduras, repletas de surcos bien parejitos e invernaderos en plena producción agroecológica que forman parte de la colonia agrícola 20 de Abril, el modelo que la UTT quiere “exportar” al resto del país para producir alimentos en tierras vacantes del Estado.
La historia de la colonia 20 de Abril es la historia de una transformación que contiene desafíos productivos y ecológicos, pero también políticos, culturales y sociales. Franz es el delegado elegido por las 32 familias bolivianas que hoy habitan las tierras de lo que supo ser el Instituto Ramayón López Valdivieso, donde se albergaban madres judicializadas junto a sus hijos. Hace poco más de cinco años, el gobierno nacional le otorgó a la UTT un comodato para instalarse allí. Franz formó parte del primer grupo que llegó al predio, que entonces mostraba todas las caras posibles del abandono: un impactante edificio de estilo inglés arruinado por el paso del tiempo y un frondoso monte de acacia negra, un árbol endémico en la provincia de Buenos Aires, que lo cubría todo.
32 hectáreas sembradas de verduras agroecológicas forman parte de la colonia agrícola 20 de Abril, el modelo que la UTT quiere "exportar" al resto del país para producir alimentos en tierras vacantes del Estado.
"Estaba abandonado, todo monte. Estuvimos un año y medio desmontando, pala y pico. El Estado firmó el comodato y nada más; nos dijeron: «Acá tienen para producir»", recuerda Franz. La carga de la tarea por delante, sin embargo, no era tan pesada como lo que estaban dejando atrás. Más bien, formaba parte de un estímulo por superar una deficiencia crónica del acceso a la tierra en la Argentina, donde el 2% del territorio produce el 70% de los alimentos que se consumen diariamente. Las familias nucleadas en la UTT y que habían decidido integrarse a la colonia eran parte de las más de 3000 quintas del cinturón hortícola de La Plata. "La situación ahí es muy complicada", explica Franz. Y agrega: "Como nunca llegamos a comprar, tenemos que alquilar la tierra y el dueño no deja construir. Vivía con mi familia en una casa de chapa y nailon… era como un trabajo esclavo".
La presión por pagar el alquiler y un mal negocio en base a intermediarios puso a las familias campesinas contra la espada y la pared. "Trabajábamos convencional, echando químicos porque no había margen para fallar con una cosecha, entonces había que gastar mucho dinero en los insumos y las semillas, además del alquiler", cuenta. "Para nosotros la tierra es primordial: esto nos sacó de la esclavitud. En La Plata, no podíamos tener nada. Aparte, empezamos a hacer agroecología, podemos dedicarnos a la familia, podemos pensar a futuro. En La Plata, no se aguantaba más", dice Franz.
Cuando las familias empezaron a encontrarse en las reuniones de la UTT, ocho años atrás, advirtieron que la problemática era algo común a todos. Fue el inicio de movilizaciones, de presentaciones formales y de los famosos "verdurazos": cientos de quinteros visibilizando la situación que corroe por dentro el sistema alimentario. De a poco, lograron instalarse. "Cuando nos recibió el Ministerio de Agricultura, les dejamos en claro que nuestra exigencia era por créditos o tierras ociosas para ponerlas a trabajar y pagarlas con nuestro trabajo", advierte Franz.
Las negociaciones derivaron en una propuesta concreta: la disponibilidad de 96 hectáreas en Jáuregui y un comodato a cinco años, que se firmó en abril de 2015. La organización dispuso que cada familia accediera a una hectárea para producción propia y que, en total, se pondrían a producir 52 hectáreas. El resto quedaría en su formato actual: monte nativo, acacias y eucaliptos, para respetar el equilibrio y la biodiversidad que se había generado en el lugar, uno de los principios básicos de la agroecología.
Saber ancestral
Franz es, como la mayoría de los miembros de la colonia, oriundo de Tarija, Bolivia. Llegó a la Argentina a los 12 años y siempre se dedicó a la agricultura, una tradición que su familia continúa en su pueblo natal. "Viví en varios lados antes de instalarme en La Plata; tengo muchos amigos argentinos, pero también sufrí mucha discriminación", dice. La llegada a Jáuregui no estuvo exenta de tensiones. Periódicos y radios locales alertaban sobre una "toma" de tierras; incluso el entonces intendente de Luján, Oscar Ernesto Luciani, le escribió una carta al exministro de Agricultura, Carlos Casamiquela, para que desistiera del plan y diera marcha atrás con la cesión de las tierras. Lentamente, la relación con la comunidad mejoró. "Una semana antes de sacar la primera producción, salimos a volantear contándoles a los vecinos que íbamos a donar las verduras. Llevamos como 400 bolsones en el tractor y era justo para Navidad, así que eso cayó muy bien. La gente estaba contenta. Ahora vienen a comprarnos a precio justo, sin intermediarios. Incluso, hacemos recorridas con ellos para que vean lo que estamos haciendo", cuenta Franz.
Todos los días, la colonia arranca bien temprano, al canto de los gallos que andan repartidos por entre las casas. Luego de alimentar a las gallinas y los gansos, la actividad se traslada al "campo", que está separado del caserío por un pequeño bosque recorrido por senderos. Ahí, los campesinos despliegan toda su sapiencia terrenal, agachados con los zapines en sus manos, "desyuyando", revisando los circuitos de riego y controlando de cerca la actividad biológica de los cultivos. La transición hacia la agroecología, resume Franz, no fue algo tortuoso, más bien lo contrario: "En Bolivia, los abuelos y padres no usaban químicos, así que sabíamos cómo hacerlo. Cambia mucho. Cuando curás la planta es peor, porque después se necesita ponerle otra cosa. En cambio, así es más natural, es más relajado, hacemos policultivo. Y el sabor es otra cosa. En el tomate se nota bien, el convencional parece una bombita de agua… no tiene sabor".
Pedro aparece con una carretilla cargada de zanahorias imponentes, aunque irregulares, una marca que enseña el paso hacia la agroecología: la aceptación de que las verduras "perfectas" de la verdulería responden a un modelo de producción que aquí se quiere dejar atrás. "Todo se siembra y se cosecha con cariño; por suerte, la venta creció mucho con el reparto a domicilio", dice al tiempo que se lamenta por las fuertes heladas del invierno y un intenso granizo que cayó hacia fines de agosto, que da lugar para repasar viejos rituales: "De estar acá en la tierra, sabés cuándo se viene… algunos hacen «secretos», cruces con ceniza en el piso con un cuchillo clavado en el medio, o cruces con machete en el aire, como los abuelos". Muchas de las verduras afectadas por las inclemencias del clima, acá, no se tiran: "Los compradores vienen y si quieren ver la quinta lo pueden hacer. No ocultamos nada. Si la hoja tiene un agujerito, no pasa nada; el sabor y las propiedades son iguales".
Cada familia se especializa en algún cultivo. Y entre ellos compiten. "Los mayores", como llaman a los adultos, son una fuente de consulta permanente. "A algunos les da mejor el tomate, a otros el morrón y a otros la frutilla. Los mayores son los más sabios. Todos plantamos las mismas variedades, pero a algunos la zanahoria les viene más grande… y uno se pregunta cómo hacen. Bueno, abonan la tierra, la desyuyan, algunos tienen más amor por la tierra. Eso se nota. A mí me salen muy bien las acelgas… impresionantes", dice orgulloso Franz.
Primerito estaba arrepentido de haberme venido, pero ya no… al principio no se vendía nada de nada; ahora se vende bien, muy bien, para qué voy a mentir.
Al principio, sin embargo, hubo momentos de marcada incertidumbre. Luego de la compleja tarea de desmonte y de la primera producción, las ventas no llegaban a cubrir los gastos mínimos. "Primerito estaba arrepentido de haberme venido, pero ya no… lo que pasó fue que al principio no se vendía nada de nada; ahora se vende bien, muy bien, para qué voy a mentir", dice Fermín Miranda, apostado en el ingreso de la colonia. La pandemia, de hecho, consolidó un proceso de crecimiento de la demanda de este tipo de verduras. Y la expansión se combinó con un aceitado funcionamiento de las huertas y un mejoramiento de los canales de comercialización: el envío de la producción hacia los nodos de distribución de la UTT y las ventas vía web, donde se pueden encargar bolsones de verduras que se reparten a domicilio en la zona. "Al principio, lloraba todos los días", reconoce Raquel Velázquez, parada en la punta de su parcela, donde tiene sembrada una variedad de mostaza morada de hoja, gracias a unas semillas que una clienta le trajo de Canadá. "Con el tiempo me fui acostumbrando y la familia está contenta", dice, con una amable sonrisa andina que ocupa su rostro entero.
Vida en común
Acostumbradas a atender los asuntos de cada quinta particular, las 32 familias tuvieron que aprender a convivir en comunidad. Crearon un reglamento, hacen asambleas cada mes en las que se discuten los problemas comunes: el uso del tractor, los animales dispersos, los perros sueltos que por ahí muerden a alguna persona, la recolección de miel en las colmenas comunitarias. "Ahora vivimos dignamente. Ganamos para vivir. En cinco años levantamos este lugar, tenemos un fondo comunitario con el que pagamos la luz, cinco pesos de cada bolsón va a un pozo. Esa plata se usa para arreglar las cosas comunes. Siempre hay algo para hacer, arreglar caminos, algún caño que se rompe", cuenta Franz.
En paralelo, la UTT negocia con las autoridades provinciales y nacionales para resolver carencias estructurales de la colonia, además de la ampliación del comodato por "varios años más", algo que le daría mayor previsibilidad al trabajo que están realizando. En el orden de prioridades, la vivienda es algo que se revela como urgente. Las familias viven en casas improvisadas, muchas de ellas en condiciones precarias. También los productores necesitan fondeo para poder expandir la producción, hoy trabada por cuestiones de infraestructura: cada hectárea que se desmonta necesita de un tendido eléctrico y de una perforación de agua, una inversión muy costosa para los productores.
La colonia contempla otros servicios, como la educación y la salud. En el edificio paquidérmico que albergaba el instituto Ramayón funciona una primaria, a la que asisten 23 niñas y niños, y una secundaria, con 20 alumnos, de orientación en agroecología. Además, hay una salita de primeros auxilios, una sala de empaque donde ordenan los pedidos y una planta de biofertilizantes donde producen biol a base de yuyos autóctonos.
Gustavo Mamfredi entró en contacto con la colonia como consumidor. "Un día fui a comprar verduras y me recibió Franz", recuerda. En aquel encuentro, hace tres años y medio, se germinó una de las propuestas más ambiciosas del proyecto. "Franz me preguntó a qué me dedicaba y, cuando le respondí que era docente, me contó que muchos no sabían leer ni escribir", agrega. Gustavo quedó impactado, y su "corazón docente" se movilizó. "Quedamos en que ellos me iban a enseñar sobre la huerta, y yo, a leer y escribir. Eso tuvo mucha continuidad, la asistencia era puntual, así que luego surgió la idea de que tuvieran una certificación", continúa Gustavo.
La colonia contempla otros servicios como una escuela primaria, a la que asisten 23 niñas y niños, y una secundaria, con 20 alumnos, de orientación en agroecología.
Firmaron un acuerdo con la provincia de Buenos Aires para crear una escuela primaria, donde asistieron varios adultos. Un año y medio después, tuvieron los primeros egresados y, enseguida, surgió otra propuesta: crear una secundaria. "Todos los contenidos están relacionados con la agroecología. Ellos tienen el saber práctico y milenario, entonces le agregamos teoría, para volver a una práctica mucho más enriquecida. Por eso, soñamos que ese edificio enorme se transforme algún día en una Universidad Campesina", dice Gustavo, coordinador de la secundaria.
Franz es tajante: "Para producir así (agroecológicamente), necesitamos tierra propia". El modelo propuesto por la UTT en Jáuregui, y que se imagina escalable a todo el país, tensiona y saca de los lugares comunes una discusión reñida en la Argentina, y en el mundo: el acceso a la tierra, la propiedad privada y pública, los usos del suelo. Desde la organización, aseguran que las colonias pueden multiplicarse en los lugares donde el Estado tiene tierras vacantes e improductivas. "Donde hay una colonia, la gente tiene garantizado el alimento", dice Franz. "Emociona ver esto que logramos. Nosotros queremos trabajar y producir alimentos, no estamos haciendo celulares ni cosas contaminantes. Acá estamos viviendo un sueño; sin organización y sin la lucha, no lo hubiéramos logrado. Ninguno de los que estamos acá podríamos comprar la tierra. Tenemos la obligación de trabajar y estamos comprometidos", enfatiza.
De las 32 hectáreas de la colonia 20 de Abril salen semanalmente 600 bolsones cargados con cinco kilos de verdura que se comercializan de manera comunitaria, en un ejercicio de construcción complejo que alberga trayectorias muchas veces contradictorias, tensiones sociales y culturales; un ensayo que pone a prueba lo establecido en el circuito alimentario. Para Franz, el productor que "echa químicos no lo hace de malo, sino por necesidad; acá tenemos un campo que está funcionando sin eso. Cuando lo ven, entran en razón. Cuando la tierra es alquilada, echan químicos para sacar verdura más rápido. Acá se deja todo natural, y se vende también. Se vende mejor".
Para estas 32 familias acostumbradas a migrar, a resistir embates de todo tipo, el trabajo es una forma de redención, una misión inclaudicable como la de convertir este páramo en un vergel. "Sueño con la tierra propia, como todo campesino, donde cultivar y vivir una vida digna. Me gustaría morir acá", dice Franz.
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