Un ensayo recorre los motivos, actuaciones y consecuencias de los colaboracionistas en las naciones invadidas por los nazis en la II Guerra Mundial
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Años setenta del siglo XX. En el sótano de la casa familiar en Copenhague, Simon Pasternak abre una vieja maleta que perteneció al hermano de su abuela materna, Dirk-Ingvar Bonnek, un militar desaparecido en Ucrania en la II Guerra Mundial, en 1943. Para su sorpresa, el joven encuentra documentos con runas de las SS y una daga de esta misma organización. Es la huella oculta de un danés que tras la ocupación nazi de su país corrió a presentarse como voluntario para ayudarles. “¿Detrás del abuelo entrañable había un verdugo?”, se pregunta el historiador David Alegre Lorenz, autor del ensayo Colaboracionistas (Galaxia Gutenberg, en España), en el que analiza por qué decenas de miles de personas en Europa se convirtieron en peones del invasor para contribuir a un nuevo orden bajo la bota del Tercer Reich.
Alegre (34) reconoce, en conversación telefónica, que el suyo “es un libro provocador porque cuestiona fundamentos sobre los que se construyeron los Estados europeos tras la guerra, como que las sociedades se habían alzado contra el nazismo, el mito de la resistencia”. “Eran imposibles ocupaciones de cinco años en esos países sin la complicidad de millones de personas”, añade.
Curiosamente, esos “traidores” no habían germinado en ningún espacio clandestino, sino al calor del fascismo en lugares de diversión: las cervecerías y cafés de las grandes ciudades europeas de comienzos del siglo XX. “Eran entornos de encuentro, donde se consumía alcohol, corrían rumores y se pronunciaban discursos. Todo en un contexto en el que las masas acceden a la vía pública y con una nueva generación de líderes”. Alegre cita al novelista estadounidense William T. Vollmann: “Los hombres que, en el pasado, se ponían en pie de un salto en las cervecerías y hablaban a gritos sobre el destino, ahora tenían regimientos a su mando”.
El libro (de 584 páginas, nacido de su tesis doctoral) desarrolla los “múltiples” factores que explican el colaboracionismo. “Los hay de tipo económico. La gran industria francesa, belga y holandesa se alinean con Hitler para evitar que tome el pleno control de la producción. O el caso de las mujeres que veían cómo sus maridos estaban prisioneros o habían muerto y establecieron relaciones con los nazis. En Francia, en 1943, habían nacido 83.000 hijos de ocupantes y francesas; en Noruega, 12.000″. Alegre, profesor en la Universidad Autónoma de Barcelona, insiste en que los procesos históricos “son complejos”, que mirarlos hoy sentados cómodamente lleva a crear simplicidades sin matices. “Estamos hablando de personas que tomaban decisiones sin saber qué iba a suceder”.
Su investigación recoge un rosario de casos particulares, gracias a la documentación consultada por Alegre, entre otros archivos, en el Instituto de Historia Contemporánea de Múnich, “donde están los papeles que los estadounidenses capturaron a los nazis”. Un material abundante, ya que “los alemanes eran muy exhaustivos y querían entender bien a quienes les ayudaban”. Hay cartas de jóvenes formados en escuelas de adoctrinamiento nazis en sus propios países, como el noruego Christian Weinholdt, quien deseaba formar parte de “un nuevo tiempo” que dejara atrás “un viejo mundo”. O muchachos que en Ámsterdam sucumbían a los trajes y porte de los miembros de las SS que pegaban carteles con el mensaje: “Ven y únete a nosotros para luchar contra el bolchevismo”.
Cuando los alemanes ocupaban un territorio, “buscaban colaborar con las élites tradicionales conservadoras porque les podían proporcionar los hilos para manejar la sociedad. Era muy inteligente”. Es llamativo que despreciaran precisamente a los partidos fascistas locales. “Eran irrelevantes en número”. El sueño del Führer era una dominación como la inglesa en la India: “Con 250.000 hombres gobiernan a 400 millones de personas”, decía. Esas formaciones filonazis vivieron su propio desgarro. “Había quienes no estaban de acuerdo en ayudarles, pero a la vez se les sumaron arribistas que querían cargos y dinero, desde personas muy humildes a delincuentes”. Esas sucursales nazis además se debatían en una paradoja: “Eran ultranacionalistas, pero colaboran con los alemanes porque hacen una lectura de coste y beneficio. Además, en 1940 se consideraba que la victoria germana era evidente”. Su implicación llegó hasta las últimas consecuencias, incluso cuando la guerra había cambiado de signo. “No había vuelta atrás porque estaban marcados por aquellos con los que convivían”.
Por países, ¿fue la Francia del régimen de Vichy, con el mariscal Pétain al frente, el caso más flagrante? “El concepto de colaboracionismo surge en Francia. Allí se crea también el servicio de trabajo obligatorio, que implicó la llegada de miles de jóvenes a las industrias del Reich para trabajar en condiciones inhumanas”, subraya. “Los Países Bajos entregaron muchos voluntarios; había provincias propicias porque comerciaban con los alemanes”.
¿Y España? La División Azul fue la unidad enviada por el franquismo a luchar contra el comunismo soviético. “Una ayuda a Hitler que luego se quiso borrar”. Este experto apunta a otro mito forjado por Franco. “El que España no entró en la guerra porque resistió las presiones de Hitler. En realidad, sus reivindicaciones eran inasumibles. Alemania tenía compromisos con Italia, su principal aliado, y España pedía el Marruecos galo, lo que le impediría una relación estable de Alemania con Francia. Los asesores de Hitler veían a España más como una carga que como una ayuda”.
La División Azul la formaron “unos 18.000 hombres de manera permanente, 50.000 a lo largo de la contienda”. “Los alemanes la consideraban de tercera fila, solo para defensa estática, como hicieron en el flanco norte del Frente Oriental, pero al final cumplieron un papel importante”. Alegre aporta ejemplos como el del perito industrial turolense Rafael Cabeza, excombatiente de la Guerra Civil que se alistó con el ánimo de convertirse en “un mártir del comunismo”.
Al final de este exhaustivo estudio hay una panorámica de la depuración posbélica con los felones. “En principio, se convirtió en un asunto fundamental para Gobiernos en el exilio y gente de a pie. En Francia hubo procesos extrajudiciales salvajes con miles de personas”. Una imagen que describió un corso de la Legión de Voluntarios Franceses que se había deshecho de los elementos que le pudieran identificar como quintacolumnista: “Se caza entre hermanos de raza, se masacra en nombre de todos […] Las prisiones se llenan. Los torturadores hacen gritar la carne”.
Pasada esa rabia, la palpable en imágenes de mujeres rapadas por haberse acostado con nazis, dejó de ser una cuestión central. Alegre subraya que “hubo presiones de los ejércitos liberadores porque necesitaban países viables, que no gastasen tanto en juicios, prisiones y guardias para los traidores, con el consiguiente colapso de los tribunales. Hubo casos estrella para airearlo, todo muy medido, incluso se restauró la pena de muerte en varios países”. En la intención de pasar página también hubo una razón humanitaria: “Cuando entran en juego pedagogos y psicólogos, ven que muchos de los colaboracionistas eran casi chavales, y si eran condenados de por vida no tendrían una segunda oportunidad”.
El caso de Ucrania
Un caso de colaboracionismo con los nazis que enlaza con la actualidad es el de Ucrania por la propaganda difundida por el presidente ruso, Vladímir Putin. “Es un ejemplo de complejidad de la historia. Hubo muchos ucranianos que lucharon en el Ejército Rojo y llegaron hasta Berlín. Mientras que los ucranianos fascistas colaboraron a sabiendas de lo que hacían los nazis, pero lo veían como la manera de preservar algo de su sociedad. Incluso los hubo que luego pasaron a ser resistentes. Decir hoy que Ucrania es un Estado nazi es una generalización sin pies ni cabeza”.
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