Coco Chanel
Una infancia desdichada, amantes millonarios y una carrera triunfal en el París de los años veinte, determinaron la vida de la Grande Mademoiselle, que revolucionó la moda del siglo XX. Ella democratizó el guardarropa al reemplazar lujo por simplicidad, joyas por bijouterie. Su inconfundible tailleur y la petite robe noir (el vestidito negro) son el uniforme de los tiempos modernos
SI tuviese que resumir en una sola palabra la vida de la mujer que, entre intuiciones y rebeldías, habría sido, según Paul Morand, "el ángel exterminador de un estilo decimonónico", esa palabra sería doble. Doble como el estruendo de la gloria que rodeó a esta reina del garbo y el ruido sordo de su destino de amazona solitaria.
Doble como las dos C, símbolos enlazados del éxito de su casa de alta costura, fundada en 1914, que todavía hoy, a 27 años de la muerte de la Grande Mademoiselle, autentifican carteras, perfumes, echarpes, botones y otros accesorios indispensables. Las mismas iniciales otrora talladas en la áspera madera de la mesa de su bisabuelo, Joseph Chanel, tabernero de Ponteils, un villorrio de los Cevennes rodeado de un bosque de castaños, cuna de su familia paterna de campesinos sin tierra, cuyo nombre ella jamás pronunció. Tenía sus motivos.
Gabrielle Chanel siempre se empeñó en forjarse una leyenda para "ocultar sus orígenes" (cito a Edmonde Charles-Roux) y prefirió anclar su historia a orillas del Loira. Allí nació, en el hospicio de Saumur, el 19 de agosto de 1883. Sus padres, el vendedor ambulante Albert Chanel (comerciante, dirá el Quién es quién) y la señorita Jeanne Devolle, å costurera, ya tenían otra hija. Tres partos después, finalmente casada, su madre moría de agotamiento a los 33 años. "Me arrancaron todo y me sentí morir -le confesó Chanel a Claude Delay, la amiga con quien compartió por diez años la última variante de su vida-. Viví eso a los doce años", añadió, justificando su capacidad para superar los golpes del destino. Y también su extraña pasión por la soledad, que ni su fama ni los amores aristocráticos lograron borrar.
Doble, en fin, como su sobrenombre Coco, elegido por su padre, Albert, antes de marchar a América para tentar suerte. Tenía apenas 15 años cuando ella y su hermana Julia fueron entregadas en custodia a las religiosas del monasterio de Obazine, que regenteaban un orfanato a pocos kilómetros de Brive. Su uniforme -blusa blanca y falda negra- fue el origen de la austeridad rabiosa con la que menospreciaba las piedras preciosas. De allí nació la quintaesencia del estilo Chanel. Como no quería ser monja, a los 18 años la confían a las canonesas de Moulins, que le enseñan el delicado oficio de costurera fina. Hábil con el hilo y la aguja, pronto se emplea en una casa especializada en ajuares para novias y bebes. Su silueta esbelta no pasa inadvertida en esa ciudad. Gabrielle era muy cortejada y no quería compartir el anonimato de las modistillas; estaba dispuesta a arriesgarse. De día, bordaba las iniciales de las afortunadas que accedían al matrimonio; de noche, probaba suerte allí donde otras caían definitivamente.
Comenzó como silenciosa mesera de un café concert. Pronto se animó a cantar en el cafetín La Rotonde, frente a los oficiales del 10º Regimiento de Cazadores a Caballo que venían a silbar a esa muchacha de voz y talle frágiles.
Gabrielle no tenía el talento de la Mistinguette, cuya fama había llegado hasta Moulins. Su primer hombre, tal vez su amante, su amigo de siempre, era un caballero rico, un oficial que acababa de pedir la baja para dedicarse a la cría de caballos y las carreras. La llevó a su castillo, Royallieu, y le hizo descubrir la buena vida. Pronto aprendió los arcanos de la alta sociedad, pero lloraba de aburrimiento. Tenía 18 años y ningún lugar donde refugiarse. Antes del año, se escapó vestida con pantalones de montar. Ella misma cosía sus sombreros encasquetados y sus primeros vestidos, para ir al hipódromo. Coco llamaba la atención con su estilo de escolar austera, la miraban y la juzgaban; ella, que daría honestidad a la moda, lo tomaba a risa. Ya había rechazado las sedas vistosas.
El inglés Boy Capel define un capítulo clave de su vida. Coco será su compañera inconfesable por 9 años. Propietario de un stud de caballos de polo, hombre de negocios, Capel ama a esta rebelde que tiene más de fiera que de gorrión desamparado. Boy muere en la víspera de la Navidad de 1919, en la ruta del Mediodía, víctima del exceso de velocidad . "Con Capel lo perdí todo", dirá Coco medio siglo después. El financió la apertura de su primera boutique de modista, Chanel Modes, en el 21 de esa calle Cambon que habría de ser su feudo perpetuo.
Al estallar la Guerra del 14, se retira a Deauville. Junto a Capel, da sus primeros pasos como modista vistiendo a las beldades elegantes refugiadas en sus mansiones. Ante la falta de telas, para los vestidos deportivos recurre al jersey de los suéteres de fajina que usan los mozos de cuadra. Chanel libera el cuerpo, suelta el talle y anuncia la nueva silueta que le dará fama. Las mujeres se esfuerzan por adaptarse a ella manteniéndose delgadas como Coco. Un tijeretazo liberador la convierte en la primera mujer de cabellos cortos. Pronto encabeza un imperio. A los tres años, ya emplea a más de 300 obreras y paga su deuda con Boy, rechazando para siempre la condición de mantenida.
Todo está listo para un futuro que promete ser brillante pero, una vez más, solitario. De luto por su amor, sólo le falta entrar en el estrecho círculo de la gente de mundo. La introducirá Misia Sert, esa hermosa polaca, "un ser excepcional que sólo sabría agradar a las mujeres y a unos pocos artistas". Será la única amiga, y quizás algo más, de Coco.
Chanel, que ya ha lanzado å su primer perfume Nº 5, reina en París desde 1920 hasta 1939. Seis meses después de la muerte de Boy, de regreso de un largo viaje por Italia en compañía de Misia, se instala en el Ritz. Ya no llora; se entrega al trabajo. Inventa la indumentaria deportiva, la bijouterie, la cartera en bandolera (se cansó de extraviar las suyas) y las sandalias de corcho.
París vibra al son nostálgico de los violines gitanos que acompañan las noches blancas de los emigrados rusos. Chanel resplandece y ya no está tan sola. Comparte su vida con el gran duque Dimitri, al que ha instalado en su villa de Garches, donde también alberga a Stravinsky y su familia. Su imperio se expande, su fama es segura y entra en su vida otro aristócrata: el duque de Westminster, al que conoció en Montecarlo. Bend´or -así lo llaman, aludiendo al famoso semental de su padre- posee una fortuna inmensa, pero es "la sencillez en persona". Chanel tomará a su amante por símbolo absoluto de la elegancia, porque "jamás viste prendas nuevas". Benny es encantador, pero ella se aburre "de ese tedio sórdido, propio del ocio y la riqueza". Le exige que se case. Le quedará el gusto por las chaquetas de tweed usado, robadas al "hombre más rico de Inglaterra".
A esta altura, Coco ha borrado del mapa lo que le quedaba de su familia biológica. Prefiere las dudas de los artistas, sus únicos amigos genuinos, a los fastos principescos: Cocteau, Picasso, Milhaud, Lifar, Diaghilev, Stravinsky. Ellos son las murallas que la defienden.
Se anuncian tiempos menos felices para Chanel: una huelga de sus obreras, la llegada de Elsa Schiaparelli. La diseñadora italiana, amiga de los surrealistas, abrió su casa de modas en 1934. La competencia es dura. En 1939 licencia a todo su personal, cierra la casa de la rue Cambon y se enclaustra en el Ritz. Su soledad no es absoluta: mantiene una larga relación con Hans Gunther von D..., un oficial alemán que ama a las mujeres hermosas y la vida fácil.
Años después, exiliada en Suiza, asiste desde un palacio de Saint-Moritz al advenimiento del new look: cinturas estranguladas y faldas. Christian Dior es el nuevo maestro. Habrán de transcurrir algunos años antes de que Chanel se recobre de ese golpe. En 1953, a los 70 años, prepara su regreso. Su primer ensayo es una colección frustrada, criticada por la misma prensa que antes la había ensalzado, defendida por Elle y reconocida por los compradores norteamericanos. Sus modelos, simples pero justos, son el uniforme de los tiempos modernos. En noviembre de 1963, Jackie Kennedy y su tailleur color rosa manchado de sangre serán su símbolo roto.
"Los verdaderos éxitos son fatales", decía Coco. Trabajó hasta la última noche de su vida, la del 10 de enero de 1971. Era domingo, día consagrado al reposo y la familia. Lo que ella más detestaba.
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