Su sede sobre la calle Sarmiento alberga un restaurante abierto a todo público y una biblioteca donada por Magdalena Ruíz Guiñazú; los misterios del templo masón y las leyendas en torno a la aparición de espectros
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El ojo atento que transita por la calle Sarmiento al 1300 se encontrará con un edificio señorial que mira hacia el este, acompasando la vorágine del centro porteño. Como detenido en el tiempo, el palacete se revela ante el vértigo del tránsito colapsado de la callecita angosta. A la altura del 1334, la sede del Club del Progreso impacta por su belleza y desnuda la riqueza de la arquitectura porteña del siglo pasado. Allí, funciona esta institución que mantiene activa su actividad y los preceptos que impulsaron su creación.
Allá lejos…
En tiempos donde el concepto de “grieta” no existía, la sociedad argentina también estaba dividida en grupos ideológicos repartidos con poco interés en la concordia y el diálogo altruista que fomenta la diversidad de posturas. El Club del Progreso nació en un contexto de divisiones que parecían irreconciliables buscando trascender las diferencias e ir detrás de ideales comunes con vistas al crecimiento del país. Aún hoy, esos propósitos siguen presentes en esta institución nacida el 1° de mayo de 1852, lo que lo convierte en el club más antiguo de Sudamérica.
“El propósito era amigar a los argentinos, ya que en la época había un enfrentamiento muy severo entre rosistas y anti rosistas, federales y unitarios y provincianos y capitalinos”, explica Guillermo V. Lascano Quintana, vicepresidente 2° de la institución.
El Club del Progreso se creó luego de la batalla de Caseros y a instancias de Justo José de Urquiza. “Urquiza representaba la unidad nacional, desde Entre Ríos buscaba tener buenas relaciones con Corrientes y con Buenos Aires, que era la provincia más distante y la que contaba con el puerto”, sostiene Eduardo Guarna, vicepresidente 1° del club.
El grupo de ciudadanos que erigió la institución estuvo encabezado por Diego de Alvear, el primer responsable de liderarla, quien, en 1853, en el diario La Tribuna, va a declarar que se buscaba “terminar con la división y la desconfianza recíproca en que vivíamos”.
“En el estatuto se habla de diálogo, lo cual era sorprendente para ese momento del país. El padre de Leandro N. Alem fue asesinado porque era rosista, cuando Rosas ya no estaba en el poder, por eso son fundamentales los preceptos de nuestro club”, afirma Lascano Quintana.
Los libros de Magdalena, los distintos edificios y el suicidio de Alem
Hoy, mucha gente conoce la sede del Club del Progreso y toma cierto contacto con su existencia, a partir de un coqueto restaurant ubicado en la planta baja y abierto a todo público. Más allá de eso, los socios encuentran en el edificio la posibilidad de visitar la biblioteca y participar de los foros con figuras de la política, el pensamiento y el arte.
La biblioteca es realmente impactante, abultada y coqueta, cuenta con cientos de ejemplares donados por la periodista Magdalena Ruíz Guiñazú, toda una curiosidad.
La puerta giratoria de madera y vidrios es el prólogo a un foyer fastuoso enmarcado por una gran escalera y una araña con caireles. Una de las extrañezas del lugar reside en la exhibición de la mesa donde descansaron los restos de Alem en su funeral, en ese edificio donde cada salón lleva el nombre de quienes han presidido la entidad.
La figura de Newton es vigía de esta sede que no ha sido la única, sino la tercera desde su fundación. La primera estaba ubicada en Hipólito Yrigoyen y Perú y se llamó Palacio Muñoa, una residencia particular de la familia con ese apellido.
El segundo edificio que cobijó al club estaba ubicado sobre la Avenida de Mayo, lindante con la imponente redacción del diario La Prensa. Fue el lugar más importante donde funcionó el club, inaugurado por Roque Sáenz Peña. En ese tiempo, competía con el Jockey Club y el Círculo de Armas. “Esa sede era fantástica, pero tuvieron que venderla y varios amigos, que oficiaron de salvavidas, ayudaron al club para comprar, en 1940, la actual sede que, hasta ese año, era una casa familiar”, recuerda el vicepresidente 2°.
En los primeros edificios se organizaban grandes fiestas donde concurría la aristocracia porteña, integrada por gente que se destacaba por alguna razón, ya que, por ser una ciudad nueva, no existía una aristocracia en el sentido estricto. Las veladas eran de gala y la de 1852 fue considerada la más importante del año.
Para levantar la sede de Avenida de Mayo, el club tomó una hipoteca que no pudo pagar debido a los contratiempos financieros provocados por la crisis de la década del treinta. Tal contrariedad obligó la mudanza a la calle Sarmiento.
El palacete de la calle Sarmiento fue construido por el estudio de los arquitectos Lanus – Hary, los mismos que dejaron su huella en varios edificios como la coqueta sede de la Aduana, en el Bajo porteño. El edificio fue encargado por la viuda de uno de los integrantes de la familia Duhau, quien residió allí hasta que, en 1936, se levantó el que se conoce como el Palacio Duhau sobre la avenida Alvear.
Actividades
El Club del Progreso edita una gaceta donde se reflejan los diversos puntos de vista sobre la realidad nacional y lleva adelante el llamado “Foro de la ciudad”, donde diversas personalidades son invitadas a participar de charlas con los asociados. Participan desde políticos hasta filósofos y artistas.
Desde hace 36 años, con una regularidad semanal (en tiempos de pandemia cada quince días), han asistido nombres como los de Sergio Massa o Julio Bárbaro y ya está cursada la invitación para que se acerque Mauricio Macri. Una de las charlas más convocantes fue la de Hugo Moyano, alguien no cercano a la idiosincrasia del club que generó gran expectativa. A pesar de esa búsqueda de pluralidad, hasta ahora ningún integrante de la familia Kirchner ha sido convocado para expresar allí sus ideas.
“Vamos a crear una Academia, un espacio para el pensamiento de los jóvenes”, anticipa Eduardo Guarna. La participación de las mujeres, desde su fundación, habla de lo avanzado de la construcción organizativa del Club del Progreso. Cecilia Grierson, la primera médica de nacionalidad argentina, formó parte de la institución.
Masonería
Dentro del edificio funciona un templo de la masonería, cerrado a toda persona que no integre sus filas. “Casi todos los dirigentes de la época eran masones, y eso los impulsaba a una actitud amigable o de tendencia a la amistad. También había otros que no eran masones y abrigaban las mismas esperanzas”, reconoce Lascano Quintana, quien no forma parte de la masonería.
En cambio, Eduardo Guarna sí es masón y lidera los encuentros que se realizan en el Club del Progreso. En esos encuentros nocturnos, algunos hechos misteriosos suelen suceder en el edificio de la calle Sarmiento: “Trabajando masónicamente de noche, escuchamos ruidos en la escalera de madera, que era la que utilizaba el personal de servicio de las familias que vivieron aquí. Se siente la presencia de una energía de paz muy rica, es como si se se convirtiera en una casa atemporal. Cuando llega alguien nuevo, lo mandamos a la escalera y siempre vuelve con la cara transformada”, dice Guarna. Históricamente, buena parte de los integrantes del club pertenecían a las grandes logias.
Con algunas excepciones, casi todos los presidentes del país formaron parte de la institución y cuatro de ellos llegaron a liderarla.
Para asociarse al Club del Progreso hay que presentar una solicitud avalada por tres socios. De no contar con este aval, el postulante participará de una charla de admisión: “Es para conversar sobre qué puede ofrecerle de interés el club a esa persona y ese posible socio qué le puede aportar al club”, finaliza Guarna. Hoy, entre jubilados y activos, el padrón asciende a 530 personas.
“Nuestro fundamento es la unidad nacional y el progreso, deseamos eso para nuestro país”, sintetiza Guillermo V. Lascano Quintana. Dentro de ese edificio de la calle Sarmiento se respira un aire pausado, de reminiscencias señoriales que parecen caducas fuera de ese contexto. Histórico y vigente, el Club del Progreso no claudica en sus ideales primarios que le dieron sentido allá por 1850.
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