Claudia Fontán, la nominada
Tiene más ganas de formar una familia que de ser una actriz exitosa, pero su actuación en El hijo de la novia la pone en el umbral de dos premios: el Oscar al que está nominada la película y el Cóndor de Plata, como revelación femenina
Nació en Hurlingham, cobriza y flaca, hermana del medio de una hermana menor y otra mayor, y su mundo de infancia fue ese universo femenino donde la única gota de color varón era el abuelo.
–Yo tenía 8 años cuando mis padres se separaron. Mi mamá, Adelma, era la típica señora que se separa a los 38 años y se da cuenta de que no sabe hacer nada. Nada. Al principio mi abuelo nos ayudaba, pero cuando murió nos quedamos sin la plata del abuelo y ahí fueron uno o dos años de penuria. Entonces mamá descubrió que le gustaba coser, y empezó a hacer trajes para las escuelas de danzas y estuvimos mejor. Pero pasamos épocas tremendas. Tremendas. De hambre. De hambre mal.
Pero de todas las cosas que daban miedo, la que menos le daba era la pobreza, aunque la pobreza, aquella pobreza, no fue chiste. Algunas mañanas, Adelma se les plantaba a las tres mujeres hijas y les decía: Saben qué, no hay desayuno. Pero todo eso de la puerta para adentro. De la puerta para afuera, las tres hermanas Fontán seguían asistiendo –ahora con beca– al mismo colegio privado, a la misma academia de danzas, y Adelma rompía sus vestidos en gajos y recosía ropajes flamantes para sus flores tiernas. Mientras tanto, no había qué comer salvo los higos de la higuera. Todo un día, bajo la sombra estrellada del árbol, mamá Adelma les cantaba y les hacía creer que lo mejor de la vida era eso. No tener nada, y disfrutarlo como si se tuviera todo.
–Nos lo hacía vivir como una aventura. Venían a cortarnos la luz, y mamá decía a bajar las cortinas, a esconderse, que vienen a cortar la luz. Cuando pasás ese momento decís qué infeliz que soy. Cuando sos grande y ya pasaste por eso lo agradecés. Yo sé que con una taza de arroz y un poco de aceite estoy una semana. No me preocupa no tener. Hoy quiero mucho a mi papá, y tengo muchas ganas de estar con él y también pienso que gracias a su ausencia hoy me arreglo sola, y no me muero si no tengo qué comer en el desayuno.
De todas las cosas que le daban miedo, lo que más le daba era el amor. Los hombres. La amenaza del sexo tan opuesto y tan bonito.
–No me gustaban los novios. Le tenía mucho miedo al amor. Mucho miedo.
Por entonces, en su niñez de tímida brutal, quería ser artista plástica. ¡Nones!, dijo mamá, y la mandó al tutú y la zapatilla de punta de la academia de danzas clásicas, españolas y zapateo americano. Ella odiaba. Pero ahora agradece.
–Yo era tímida. Mi doctora le dijo a mamá: Mandala a estudiar algo que tenga que ver con la expresión. Y a mí me gustaba la plástica. Pero mamá dijo: No, vos tenés que hacer cosas que te vinculen. Hoy le agradezco. Si no, estaría a amasando plastilina. Es que papá pinta, y se ve que yo quería estar más cerca de papá por el dibujo, pero mamá dijo vos también sos mía, como tus hermanas, así que vamos, a bailar.
No protestó. Empezó, además, a hacer teatro en el barrio, y su maestro le dijo: Piba vos tenés condiciones. ¿Condiciones yo?, pensó ella, tímida hasta el carozo. Después del secundario empezó Derecho, convencidísima, y siguió con el teatro. Beatriz Mattar y Agustín Alezzo fueron sus profesores y hasta consiguió empleo en una comedia musical de Pepito Cibrián. Un buen día, cuando tenía 19, caminando por Villa Gesell, vio a Horacio Fontova. Se le acercó para preguntarle si tocaba, cuándo y dónde.
–Más que nada porque yo tenía una amiga que era fanática, para después ir y contarle que había estado con Fontova, así, cholula.
Fue a verlo esa noche, y él la vio, y se miraron, y no dejaron de mirarse, después, ni un solo día durante los quince años siguientes. A los seis meses estaban viviendo juntos. El tenía 35, ella 19.
–El primer mes lo veía como amigo. Después empecé a aceptar que me gustaba. Pero al principio para mí era un viejo, un señor grande y buen mozo.
Vivieron juntos hasta hace tres años y ella lo recuerda con una de esas encendidas veneraciones que, se sabe, no terminarán nunca.
–Todavía hay cosas que me dan ganas de contárselas a él. Gran parte de lo que soy es por el Negro. El fue una puerta para salir a jugar. Es capaz, inteligente, generoso. Para alguien que está saliendo a la vida, encontrar a alguien como el Negro es una bendición de Dios. Pero mis padres estaban desesperados cuando se los presenté. Papá lo agarró un día y le dijo: Negro, vos sabés que tenemos casi la misma edad, yo caminé lo mismo que caminaste vos. Está bien, estás con mi hija, pero vos le hacés mal y yo te voy a perseguir hasta el fin del mundo para matarte. A partir de ahí se hicieron muy buenos amigos.
Apaga su cigarrillo número unos cuantos, acaricia la perra, se recuesta en el sofá. –La verdad es que fue... un Edipo de mi parte. Porque... porque mi papá se llama Horacio Fontán y el negro es Horacio Fontova.
Se ríe, se revuelca, se carcajea, como quien dice cómo es posible que yo haya sido capaz de tremenda cosa.
–Pero ya lo hablé en la terapia, eh. Ya está. Ya lo resolví. Ahora está sola. A los treinta y pico por primera vez en la vida, y después de una relación con un publicista llamado Matías.
–Lo mejor que me pasa es que si dejo esto acá cuando me voy... –dice y corre el encendedorcito azul hasta el medio de la mesa–. Cuando vuelvo todavía está acá.
El orden de las cosas. Eso parece importarle. Ella es, ante todo, una dama que se baña y se plancha y se peina para el hombre con quien vive. Ella es capaz de llegar a casa a las 10 de la noche –o peor– después de un día de trabajo y todavía se encarga de cocinar, y de que no falte en la heladera nada nunca y si hay tiempos buenos y vientos mejores no es raro que ella le lleve a su hombre el desayuno a la cama.
–¿Hay algo más lindo que llevar un vaso de nesquik a la cama? ¿Hay algo más lindo? Dice, con la certeza grande como el Africa de que no hay nada más lindísimo que eso. –Yo no soy nada independiente. Soy independiente en lo económico, pero soy muy dependiente de los afectos. Necesito un hombre que me diga qué tengo que hacer. Tengo unas ganas de que me digan qué tengo que hacer... Soy machista en el fondo. Todas somos machistas. La que me diga que no es machista me le río en la cara. A mí me gusta que un hombre me diga qué hacer. Que tome decisiones. Lo que más quiero es formar una familia. Para mí nunca mi carrera fue lo más importante.
Su carrera. Fue la letra B de Sábados de la Bondad, aquel programa que conducía Leonardo Simons; hizo una tira, Margaritas, de la que toda la crítica habló mal y de la que ella está orgullosa (“todo el mundo decía que era la peor tira del año y para mí fue el mejor trabajo que hice”); condujo Infómanas con Elizabeth Vernacci; participó en Buenos vecinos y ahora está feliz de ser una integrante de la troupe de Pol-ka, la productora de Adrián Suar, con quien hizo Gasoleros, El 22 (donde también trabajó su ex Horacio Fontova) y ahora Son amores. También actuó en una película. Su única película: El hijo de la novia, dirigida por Juan José Campanella, producida por Pol-ka y nominada a un Oscar como mejor película extranjera, con una rival de peso como la francesa Amelie, protagonizada por una ídem hiperrequetebuenísima morocha de pelo corto de la que media Francia está bobamente enamorada. La actuación de Claudia Fontán en la película demostró que, más allá de una actriz a la que el tono de comedia sutil se le da bien, está también esta otra a la que la composición dramática, epa, le sale de perlas. Para el 24 de este mes, día de entrega de los premios en Los Angeles, ella no tiene nada previsto. Sólo sabe que va a ir con vestido de gala y tacos altos a cortar clavos hasta que anuncien que the winner is... –Es un programón. Estoy recontenta de ir y de ver a George Clooney, pero no tengo ni idea ni cómo ni cuándo voy. ¿Te mandan invitación? No sé, qué sé yo. Yo voy igual. Mirá, por ahí no me dejan entrar, y nos tenemos que quedar todos viéndolo por la tele en un hotel, pero lo bueno es estar cerca.
Hasta las grandes cosas tienen un principio, y en el principio esta gran cosa vino disfrazada de pequeña oportunidad. Ella no se presenta a castings desde hace mucho tiempo. Siempre le va mal. Siempre buscan algo que ella no es, siempre le dicen gracias, pero no. Cuando su representante le avisó que Juan José Campanella estaba llamando a un casting, ella, que admira al hombre como director, dijo: Bueno, voy. Y cuando llegó, ahí estaba: su peor pesadilla de cada casting.
–Estaban todas las otras actrices que tienen mi edad, todas las que siempre quedan y yo no. Me relajé, porque sabía que no me lo iban a dar, y supongo que eso fue lo que hizo que me quedara con el papel. Cuando estaba haciendo el casting, en medio de la improvisación, escucho que Campanella, detrás de cámara, se ríe, y el actor que hacía la escena conmigo se tienta, y ahí me envalentoné. Estaba saliendo bien. Después Campanella dijo que el mismo día en que la vio hacer la escena supo que el papel era para ella.
–Pero en el set, cuando terminé mi escena principal, sentí que no había estado bien. Después me di cuenta de que era porque no había hecho lo que hago siempre. Uno siempre hace lo mismo, con distintos peinados, y se ve que yo no estaba conforme porque no había hecho lo que ya conozco, que es la comedia.
También por la película está nominada, en el rubro revelación femenina, al Premio Cóndor, pero ella dice que todo esto que le pasa, le pasa porque le pasa, no porque lo haya buscado.
–Yo nunca fui tras al éxito. Entendéme: yo fui la B de Sábados de la Bondad. Ahora siento que tengo más el respeto de mis pares, pero la gente, el público, siempre me demostró cosas lindas. “Eh, Gunda, linda, grande.” Qué sé yo. Si tu carrera la construís con amor, te va a volver amor. Si la construís con ambición, te va a volver ambición.
Sabe que no va a ser actriz por siempre. Le gusta la cocina y si le preguntan qué sabe hacer bien ella dice, sin petulancia, sin modestia y sin dudas: Cocinar.
–Desde siempre hago eso. Desde que mamá trabajaba y nos dejaba la comida fría y yo un día dije: Basta, hoy cocino. Eso fue a los 9 años. Es el día de hoy que me hago el plato más elaborado para mí sola. Sé que en el futuro voy a hacer eso. No me gustaría estar viejita y tener que levantarme temprano para ir a grabar, y tener que pensar en taparme las ojeras.
Ah, sí. Eso. También le gustan las minimuñecas al estilo Barbie.
–Mirá. Tengo una Barbie y un Ken.
Tiene cajas repletas de ropa para minimuñecas junto a cajas repletas de minimuñecas y algunas minimuñecas muy especiales, como unas que sólo se consiguen en Estados Unidos y que se llaman Madelaine y que ahora apoya –una, dos, tres– sobre la mesa enana del living.
–Me gustan mucho. Mirá lo que es este piloto plateado, mirá lo que es este vestido. Mirá, mirá estos zapatos. ¿Y el saco de invierno? Tengo una sobrina de 3 años y cada vez que viene nos pasamos horas jugando a las muñecas.
Del cuello, un rosario largo.
Del largo cuello cuelga un rosario.
Un rosario rosado y larguísimo, como si hubiera nacido con eso, ahí. –Soy creyente. Muy. Creo mucho en la fe y en dejarme llevar por los vientos del destino, y eso, si estás conectado con lo espiritual, es mejor. Pero no con lo espiritual de la meditación y el yoga, y qué sé yo, No. Yo tengo mi rosario y lo toco así. Me da como una seguridad. Lo toco y digo... Ah, vamos. Y va.
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