Clarice Lispector, la escritora que cambió para siempre la literatura brasileña
Brillante, hermosa, enigmática y rebelde, la escritora brasileña estaba siempre en alerta. A 40 años de su muerte, una nueva biografía revela luces y sombras de una vida repleta de desventuras. “Me enamoré de ella”, cuenta Benjamin Moser, el biógrafo
Quienes la conocieron decían que tenía “una forma felina de estar en el mundo, siempre en alerta”. Alta, de ojos verdes y pómulos marcados, Clarice Lispector “era larga y bella como esos gatos egipcios” y misteriosa, como una pantera. El no haber nacido animal es una de mis nostalgias secretas... A lo mejor es porque soy sagitario, mitad bestia, escribió “la mayor escritora brasileña moderna”, que, además de sus magistrales cuentos –centrados en la interioridad del ser humano– dedicó numerosas páginas a los animales por los que sentía afinidad.
El próximo 9 de diciembre se cumplen 40 años de la muerte de esta enigmática mujer con nombre de espía, nacida en 1920 en Chechelnik (Podolia, Ucrania) y de quien la narradora estadounidense Elizabeth Bishop –tradujo algunos de sus poemas–, afirmó: “Creo que es mejor que Borges”. En España, Siruela acaba de lanzar Por qué este mundo. Una biografía de Clarice Lispector, de Benjamin Moser, que ya se había publicado en inglés y que llegará a la Argentina en diciembre.
Para su libro, Moser (41), oriundo de Houston, Texas, y graduado en historia en la Universidad Brown, revisó unas 150 cartas y realizó más de 200 entrevistas. Esto, luego de haberse cruzado por primera vez con Lispector cuando leyó La hora de la estrella (1977) –libro que ella terminó poco antes de morir–, como parte de una materia electiva de portugués, que cursó en 1994. “Para mí fue como una bofetada. Ya desde la portada, donde está su foto con esa mirada intensa. Yo no hablaba muy bien el idioma entonces, pero la comprendí perfectamente. Fue como si me llamara a ser parte de su mundo”, le cuenta Moser a La Nación revista vía Skype desde Holanda, país en el que reside.
Dos años después, durante un viaje por América del Sur, fue La pasión según G.H. (1964), la novela más célebre y compleja de Clarice, que lo cautivó al punto tal que se instaló en Río de Janeiro por seis meses para leer su obra completa. Así fue que ella se convirtió en su amor literario. “En realidad, es el amor de mi vida. Me enamoré de ella y, en la medida que vuelvo a leerla, eso se va profundizando”, afirma Moser.
Entonces, el biógrafo era asistente editorial en un sello en Nueva York y hacía traducciones. Decidió que tenía que escribir sobre Lispector y se dedicó cinco años a ese proyecto. “Clarice me llevó no solo geográficamente por Brasil, sino también por su mundo cultural, literario, político y social. Fue un regalo descubrir todo eso... Ella era una mujer con una genialidad artística increíble, que siempre llamó la atención. Tenía un rostro y un pasado exóticos”, comenta Moser.
Precisamente, una de las revelaciones de su libro es el origen traumático de la escritora, quien nació como Chaya –que significa vida en hebreo– en una familia judía que llegó a Brasil cuando ella tenía un año y meses de edad. Su padre, Pinkhas, era un hombre brillante que abandonó una carrera matemática, para ganarse la vida como pudo, mientras que Mania, su mujer, provenía de un entorno acomodado de comerciantes y tenía talento para la escritura, algo que Clarice descubrió al final de su vida. Tras la Revolución bolchevique, Mania había sido violada por soldados rusos que le contagiaron sífilis. Por entonces el matrimonio ya tenía dos hijas –Elisa y Tania– y decidió buscar otro bebe, porque en su país existía la creencia de que de esa forma una mujer podía curarse de aquella enfermedad venérea. “Así que fui creada adrede: con amor y esperanza. Pero resulta que no curé a mi madre. Y hasta el día de hoy me pesa esa culpa: me crearon con una misión específica, y les fallé”, diría Lispector, de adulta.
Clarice –nombre que Chaya recibió a su arribo al nordeste de Brasil– creció en el Recife marcada por la pobreza –muchas veces, sus hermanas y ella solo contaban con un trozo de pan y una naranjada aguada al almuerzo– y la visión de una madre enferma, sobre una mecedora, para la que inventaba historias. Creía que con sus creaciones –en que su mamá se sanaba milagrosamente– la podría curar. Pero la realidad fue otra: Mania murió en 1930, cuando tenía 42 años, y Clarice, apenas 9.
Desconsolada, la niña le volvió la espalda a dios. “Se enojó con él, porque le quitó la vida a su madre. Sin embargo, ella tenía un talento, una vocación mística que se nota en su obra y, con el tiempo, se fue acercando cada vez más al dios que había matado a su mamá. Se observa en La pasión según G.H., donde dios es una cucaracha cuyo interior pastoso, asqueroso, la protagonista se tiene que comer. Ella descubre que es lo mismo que tiene dentro, porque todos somos sangre y entrañas; tenemos una universalidad, nacemos y morimos con algo interior. Esto era lo que Clarice llamaba dios. No es un dios humanizado, con barba blanca; su dios es más creíble: un dios como principio unificador del mundo, que da vida a los hombres y a las plantas”, analiza Moser. “Ella, como muchos, después del Holocausto, se cuestionaron si el pueblo judío era el pueblo elegido de dios. ¡¿Cómo?! Si los nazis mataron a dos millones de niños; era un dios monstruoso. «¿En qué dios podemos creer entonces?», se preguntó”. En ese sentido, continúa el biógrafo, Lispector “es la más grande escritora judía después de Kafka, porque revela una posibilidad espiritual para los que creemos que el mundo es cruel y no tiene sentido. Los escritos de Kafka dejan las puertas cerradas. Uno llama y no hay respuesta. En Clarice, en cambio, las puertas se abren a cosas diferentes de las que se esperaban antes del siglo XX”.
Con su biografía, Moser introdujo a la autora en EE.UU. más allá del ámbito académico: por primera vez un escritor brasileño fue portada del suplemento The New York Times Book Review. Ahora también es el traductor de Lispector al inglés, “Voy por el sexto libro, que es el segundo que ella publicó: La lámpara (1946), para una edición de bolsillo de Penguin Random House, en Londres. Desde que salió la biografía, con cada publicación se vende más. Es que a Clarice uno la lee una vez y la quiere seguir leyendo. Para mí, no es una escritora, es una religión”, indica.
Creativa, egocéntrica, mandona y rebelde, Clarice creía que el objetivo humano más noble era alcanzar el potencial de uno. Fue en 1933, cuando tenía 13 años y ya había enviado sin éxito sus textos a un periódico, que decidió ser escritora. Una de sus grandes influencias fue El lobo estepario, de Hermann Hesse, que plantea que hombres como el protagonista, que es un artista, tienen dentro de sí dos naturalezas: una humana y otra salvaje; una divina y otra demoníaca, y la capacidad de ventura y sufrimiento. Esos temas impregnarían la obra de Lispector, cuyas lecturas de Spinoza, según Moser, habrían sido igual de determinantes.
“Escribo para mí misma, para sentir mi alma hablando y cantando, a veces llorando”, decía Clarice, quien estudió Leyes y trabajó como periodista antes de publicar su primera novela, Cerca del corazón salvaje (1942), a los 21 años. Su debut fue arrollador: el paso de una niña a adolescente que, en el fondo, va en búsqueda de sí misma, ganó el premio Graça Aranha y los críticos lo llamaron “algo excepcional”. A su autora la compararon con James Joyce y Victoria Woolf –si bien ella dijo no haberlos leído–, y la describieron como “poseedora de una riqueza verbal desconcertante”.
La alegría de Lispector habría sido total si no hubiera muerto su padre, dos años antes, tras una operación. Ella quedó doblemente huérfana. Otro hecho que la entristeció –la hospitalizaron con depresión, en 1941— fue su amor no correspondido por el dramaturgo y poeta Lúcio Cardoso, que era homosexual. Si bien, él no pudo retribuir sus sentimientos, le brindaría su amistad de por vida.
Recuperada de su corazón roto, Clarice, a los 23 años, se casó con un diplomático, Maury Gurgel Valente, con quien tendría dos hijos: Pedro y Paulo. Con él mantuvo una relación de dieciséis años, que la apartó de Brasil, salvo por unos meses en que publicó cuentos en la revista Senhor. El mundo de la diplomacia la llevó por Berna, Nápoles y Washington, entre muchas otras ciudades, pero ella no estaba hecha para esa vida: se sentía “domesticada” y la asaltaban períodos depresivos debido a la nostalgia por la tierra en la que se había criado. En 1959 abandonó a su marido y se radicó en el barrio de Leme, en Río de Janeiro. Ahí se reunió con sus antiguos amigos y publicó su primer libro de relatos, Lazos de familia (1960), que fue aplaudido por la crítica y el público.
Vida, muerte y preguntas
Clarice dijo que, desde la cuna, había tenido “el deseo de pertenecer”. Su escritura introspectiva –inusual en la literatura brasileña–, su nombre y su aspecto foráneos, su voz extraña y su acento gutural, hicieron que fuese considerada, desde el comienzo, como una extranjera. “La gente se preguntaba de dónde vino esa mujer, que no encajaba en la sociedad, porque su talento y su visión estaban por encima de la media. Estaba adelantada. Al mismo tiempo, ella quería ser parte de... Quería ser una mujer de la clase media carioca. No ser vista como una loca, sino como una persona digna de respeto. Hacer una vida normal, pero con la edad esto se fue haciendo cada vez más difícil”, señala Moser.
Si bien su popularidad aumentó con los años –en los 70 era reconocida en su país e invitada a otras partes del mundo, entre ellas, Buenos Aires, donde asistió a la Feria del Libro de 1976 y se sorprendió porque una mujer le besó la mano–, la década del 60 fue especialmente dura. Era columnista, cronista y escritora, pero se vio expuesta a postergaciones y a explotaciones editoriales. Y en la intimidad debía lidiar con la esquizofrenia de Pedro, su hijo mayor, que empeoró con el tiempo.
En 1962 tuvo un romance con el cronista y escritor Paulo Mendes Campos, que era casado. Puesto contra la espada y la pared por su mujer inglesa, él terminó su relación con Clarice, quien lo amaría hasta su muerte. Lo peor llegó en septiembre de 1966. Lispector fumaba mucho y se había hecho adicta a las pastillas para dormir. Una noche se quedó dormida con un cigarrillo encendido y su departamento ardió en llamas. Las quemaduras afectaron gran parte de su cuerpo, no así su cara. Se debatió entre la vida y la muerte y su mano derecha quedó tan dañada que los médicos pensaron en amputársela.
Al año siguiente, estrenó un libro infantil que había hecho para su hijo Paulo, El misterio del conejo que sabía pensar. Gran parte de su alegría provenía entonces de las cartas que sus lectores le enviaban a Journal do Brasil, periódico para el que escribía crónicas. En una misiva, según narra Moser, una nena le daba las gracias por haberla “ayudado a amar”.
Clarice –quien se volvió demandante y malhumorada– decía que escribía para buscar la paz que nunca encontró y también para “salvarse a sí misma”. Escribir era una búsqueda. “El título de mi libro, Por qué este mundo, es una pregunta que ella se hizo a los 14 o 15 años. ¿Cómo es el mundo? ¿Por qué nacemos? ¿Por qué morimos? Temas que uno se cuestiona de adolescente, pero sobre los cuales los adultos evitamos pensar... Parecen preguntas sencillas, pero no lo son. «¿Qué estoy haciendo en este mundo?», se preguntaba ella de forma sostenida, hasta que murió a los 56 años. Eso hace que la respete más. Hay que ser una persona muy fuerte para haber vivido lo que ella vivió. Fue heroica”, subraya Moser, que ahora está preparando una biografía autorizada de Susan Sontag, para fines de 2018.
Cuando Lispector se hospitalizó por una obstrucción intestinal –aún no le habían descubierto el cáncer de ovario que acabaría con ella– echó mano de la ficción para burlar la realidad. En el taxi de camino le propuso a su amiga Olga Borelli: “Finjamos que no vamos al hospital, que no estoy enferma y que nos vamos a París”. Comenzaron a hacer planes de lo que harían allá y el taxista preguntó: ¿Puedo ir yo?’ «Claro, y traiga también a su novia», le respondió Clarice. «Mi novia es una mujer mayor de 70 años, y no tengo dinero». «También viene. Finjamos que ha ganado usted la lotería». Al llegar al hospital, el chofer le cobró 20 cruzeiros y ella le dio 200”. Entonces, su invención tampoco pudo contra lo inevitable: murió un mes y medio después.
Fotos gentileza Ediciones Siruela