Hoy todos recordamos con alegría, con nostalgia, a la Coca Sarli, que finalmente encontró el lugar merecido en eso que solemos llamar "la cultura popular" de nuestro país. Hoy mucha gente cuenta anécdotas, recuerda sus películas, incluso reconoce valores en ese cine vertiginoso y artesanal realizado al límite que ejercía con su mentor, socio, pareja, director, Armando Bo. ¿Cabe entonces recordar que el establishment argentino los despreció y persiguió con una saña que merecía mejores blancos? ¿Que la alta cultura la despreciaba, que la Coca era motivo de burla en el mejor de los casos? ¿Vale la pena? Este redactor dice que sí y que no. Es bueno recordar que hubo un tiempo nada hermoso en el que la crítica se ejercía desde el moralismo más rancio en nombre de la Patria o las Buenas Costumbres, o la Cristiandad o cualquiera de esas cosas. También es bueno recordar que muchos disfrutaban en privado lo que condenaban en público, y que pocos –había, no eran todos iguales, nunca todos son iguales– se animaban a mirar las películas de la Coca como lo que eran, películas. Pero cuando una obra le dice algo a un público y se mete en la memoria de una comunidad, es porque vibra o se sincroniza con ella. Las películas de Isabel Sarli estaban sincronizadas, en esas proyecciones casi subterráneas, con la verdadera mente del reprimido argentino. Y no solo con eso.
Recordado esto, vamos a lo importante: Armando y la Coca hicieron un cine purísimo. A veces chapucero, es cierto, pero lleno de ideas. Bo creía, sobre todo, en el relato y en la imagen, o en la imagen que narra algo. Sabía que la Coca en bolas era un espectáculo digno de verse, pero ¿cuánto tiempo? Una película no es una colección de fotos y nada más: implica un mundo y, por lo tanto, una duración. Y la Coca duraba en la pantalla, sabía cómo hacer para que nos importara todo lo que pasaba ahí con ella. Es decir: sabía actuar para el cine, un deporte tan diferente de la actuación teatral como el fútbol del básquet, aunque los dos se jueguen por tiempo y con pelota. Lo mismo el Armando, claro, que tenía un tema fundamental: la locura pasional que se esconde detrás de lo normal, la aparición de algo extraordinario que desencadena el desenfreno y enfrenta cualquier código moral. Todas las películas de la Coca giran alrededor de ambas cuestiones. Y si quieren saberlo, la noticia es que Cine.ar, plataforma gratuita (en general, aunque sí hay pago por el visionado de las novedades), tiene nada menos que 20 películas de la dupla. Entrar en ese universo es realmente impresionante: es ver cine masivo, cine de género –comedias, melodramas románticos, "testimoniales", policiales, aventuras incluso– hecho con el nervio de Hollywood en las condiciones argentinas. Algo totalmente distinto de lo que se hacía aquí entre los años 50 y 70.
Por supuesto, está Carne, ese melodrama sobre una joven abusada reiteradamente por los hombres de un frigorífico, que es mucho más que la frase "carne sobre carne", que resulta de las películas más originales que se filmaron en el país, donde el sexo es catalizador de relaciones de poder, donde se retrata la vileza y la nobleza de los arrabales.
Algo parecido sucede con Fiebre, por ejemplo, que sería su contracara: un hombre enamorado apasionadamente de una mujer que resulta una ninfómana y trata de recuperarse (sepa el lector aceptar la ficción de la ninfomanía, es cine, fue en 1972). Ejemplos de este tipo también se encuentran en Una mariposa en la noche, Éxtasis tropical, o Los días calientes. El mundo de Armando Bo, además, retrataba las clases trabajadoras, pero siempre desde adentro. No solo en Carne, sino sobre todo en Sabaleros y El trueno entre las hojas (la primera película de la dupla), donde la explotación es parte del paisaje. Esto también se declina en comedia, como en La mujer del zapatero o La señora del intendente, por ejemplo. Cuando no se deslizaba a la pura fantasía, como en Embrujada (con el famoso mito del Pombero) o India, que narra una historia muy similar a la de Avatar, de James Cameron, sobre el extraño que se incorpora por amor a otra cultura. Y, en todo esto, el sexo como representación de lo prohibido o manifestación, también, de cierta inocencia atávica. La Coca vivió en estos mundos y están ahí. Es hora de visitarlos sin prejuicios.