En la carátula del disco Dynamo (1992) de Soda Stereo, Gustavo Cerati lanzaba una pregunta: "¿Dónde está la música? ¿En los cables?".
Ni por entonces ni aun hoy es una duda ligera. Más bien, en su raíz aflora un planteo fenomenológico. Tenemos tantos medios, canales por donde viaja el sonido –de los instrumentos y micrófonos a los amplificadores, pasando por los cables, wifi, Spotify y auriculares de quien escucha una canción, conversión a ceros y unos mediante– que identificar una ubicación precisa es una tarea casi tan quijotesca como demarcar en el cerebro un recuerdo, una memoria.
Sebastián Verea, sin embargo, se hace esa pregunta todos los días. La piensa, la examina. "Los sonidos y la música están en nuestro amanecer como especie, como Homo sapiens", cuenta mientras tamborilea los dedos, como si en su cabeza estuviera dirigiendo una sinfonía de palabras. "Son símbolos compartidos que en un comienzo, hace 300.000 años, nos ayudaron a subsistir mediante la colaboración. La materia constitutiva del lenguaje es el sonido, los fonemas. El ser humano es una entidad sonora capaz de producir y de ser modificada por el sonido".
Y, aun así, tratamos muchos sonidos con desprecio, los etiquetamos como ruidos, caos, molestias para los oídos. No es el caso de Verea. Músico autodidacta, compositor y artista multimedia, este investigador olavarriense dirige el área de Artes Sonoras del Instituto de Artes en la Universidad Nacional de San Martín. Allí desnuda sonidos, tantea las fronteras entre el arte y la ciencia. En diálogo con la tecnología, explora lo que llama "música expandida", todo aquello que nuestra cultura occidental excluye del canon musical: matices, frecuencias, sonidos huérfanos, materia prima del llamado "arte sonoro".
Verea demuestra que los laboratorios no son solo para los biólogos, químicos, paleontólogos. En el suyo, hay computadoras, teclados, pantallas táctiles, procesadores de sonido, sensores, actuadores, guitarras, "pianos expandidos", captores de movimiento. "Nos permitimos la deriva de las ideas e hipótesis. Terminamos encontrando algo que no buscábamos. Pasa mucho en la ciencia, pero en nuestro polo de investigación sucede probablemente con más frecuencia".
Paisajes sonoros
Desde chico, la música y los más extraños sonidos fueron su oxígeno. Mientras su padre cantaba folclore, su hermano tocaba teclados, bajo, guitarra. Verea no lo olvida jamás: en su casa, este artista sonoro tenía una sala de ensayo llena de instrumentos y equipos que trataba de usar cuando no lo veían.
"Recuerdo que me iba a acostar y escuchaba música en mi cabeza, sonidos que desconocía", cuenta. "Como no era capaz de producir esa música para que otros la escuchasen, soñaba con una máquina enorme en la que me sentaba y me ponía una especie de casco para traducir esa música que invadía mi cabeza en sonidos. Mi vida ahora consiste en fabricar esa máquina".
Con la obsesión de un taxónomo, Verea clasifica sonidos. Los disecciona. Los manipula. Los vuelve, en cierta manera, visibles. "La relacio´n entre el ser humano y el medioambiente es un vínculo de acciones y reacciones sonoras", explica. "Habitamos un paisaje sonoro. Estamos secuestrados por los sonidos que no elegimos. Tenemos la capacidad de editar, procesar, amplificar sonidos. Los grabamos, silenciamos, sintetizamos, y los devolvemos como sonidos nuevos que nunca antes habi´amos escuchado. La humanidad, el sonido y el medioambiente son elementos del ecosistema".
Hace unos años, mientras visitaba la Universidad de Cambridge, Inglaterra, se le ocurrió una idea: capturar en una instalación el sonido del fin del mundo.
"Los sonidos son símbolos compartidos que nos ayudaron a subsistir"
Por entonces, había descubierto el concepto de Antropoceno. Y, como muchos, había quedado azorado. Se trataba de una palabra popularizada en el año 2000 por el científico atmosférico Paul Crutzen y que una gran cantidad de geólogos, antropólogos e historiadores proponen –no sin controversia– para denominar nuestra época, una en la que los seres humanos, gracias a nuestra habilidad de destruir la naturaleza, nos hemos convertido en una fuerza geológica global, como los volcanes o las placas tectónicas.
"Durante los últimos tres siglos, los efectos de los humanos en el medioambiente se han intensificado", alertó por entonces Crutzen. "Debido a las emisiones antropogénicas de dióxido de carbono, el clima global puede apartarse significativamente del comportamiento natural durante muchos milenios por venir".
Junto a la trepidante extinción de especies, el derretimiento de los glaciares, la deforestación y la contaminación de los océanos, en un pestañeo de la larga historia del planeta, una especie –nuestra especie– dejó una huella que perdurará por generaciones.
Con la tecnología como aliada, Verea conectó los puntos y pergeñó la performance Sonidos del Antropoceno: "Se trata de una instalación audiovisual en la que, tomando datos del impacto ambiental del humano en la Tierra, se genera una partitura sonora que se ejecuta en tiempo real".
Las palabras, sin embargo, no bastan. A esta obra sonora hay que vivirla con el cuerpo, ver a Verea en plena acción: envuelto en la oscuridad, presiona botones, gira perillas y manipula otros exóticos instrumentos, mientras un modelo en 3D de la Tierra proyectado en una pared gira impulsando una partitura.
Ya la presentó en festivales como Sonar Buenos Aires, el Festival +CODE y MUTEK, entre otros. "Tomo cinco indicadores que configuran la huella antropogénica –describe–: deposición de plutonio, plástico en los océanos, fabricación de aluminio, asentamientos urbanos y deposición de partículas de carbono en los núcleos de hielo".
Y luego los traduce en forma de ima´genes, sonidos y movimiento, y así vuelve perceptible –audible, visible– un concepto para muchos abstracto, intangible.
Dos miradas, un camino
La noción misma de Antropoceno es espinosa e impulsa un debate. En especial, en lo que refiere a la fecha de inicio de nuestro crimen ambiental. Algunos sugieren mediados del siglo XVIII, cuando debutó la máquina de vapor de James Watt. Mientras que otros abogan por el 16 de julio de 1945, cuando se produjo la primera explosión nuclear.
"Por eso, aunque parezca descabellado –advierte Verea–, la música de los Beatles constituye también el sonido de la sexta extinción. Toda la tecnología que permitió las mejores obras musicales también tiene mucho que ver en la destrucción de la naturaleza. La idea del Antropoceno en particular implica hacernos responsables de las acciones de nuestra especie".
Además de señal de alarma, Sonidos del Antropoceno es un cruce: entre ciencia y arte, una intersección que Verea explora con entusiasmo. "El arte y la ciencia son formas de investigación fundamental impulsadas por la curiosidad. El arte puede ayudar a las ciencias a potenciar descubrimientos, a producir cambios de paradigmas al aportar una mirada nueva sobre un problema".
En este camino, junto al físico Daniel de Florian, este músico fundó el Centro de Investigación de Arte y Ciencia de la Unsam en diciembre de 2018 con la misión de generar interacciones, retroalimentaciones entre ambos campos del saber y el hacer, al igual que en otros grandes institutos científicos del mundo.
Como advirtieron durante la primera edición del encuentro internacional Horizontes Humanos en Observación (H2O), realizada hace un año en Bariloche –la ciudad argentina con mayor cantidad de científicos per cápita–, hay científicos abiertos al diálogo con artistas. Pese a los acalorados debates, Verea quedó entusiasmado: "La sociedad puede beneficiarse de estas interacciones. Habilitan individuos más abiertos y científicamente informados. En esta época de crisis climática, lo necesitamos".