A George Orwell se lo conoce por su pesadilla distópica 1984, por su fábula política Rebelión en la granja y sus ensayos periodísticos. También por haber sido alumno de Aldous Huxley, por haber combatido en la Guerra Civil española y haber sufrido los azotes de la tuberculosis.
Lo que quizás muchos no sepan es que este hombre de ideas firmes era un verdadero virtuoso nasal. Como revela su biógrafo John Sutherland en Orwell’s Nose: A Pathological Biography, el escritor y periodista británico había nacido con un sentido del olfato inusualmente agudo que le sirvió no solo para estar muy atento a esta dimensión oculta de la realidad, sino en especial para denunciar cómo los olores mismos oficiaban de ring en los que en silencio se disputaba la lucha social en Europa.
En el relato El camino a Wigan Pier (1937), señala: "Y aquí llegamos al verdadero secreto de las distinciones de clase en Occidente, a la verdadera razón por la cual un europeo de origen burgués, aun cuando se llame comunista, no puede considerar igual a él a un trabajador sin hacer un gran esfuerzo. La cosa puede resumirse en cuatro espantosas palabras que la gente hoy en día se resiste a pronunciar, pero que se usaban con toda tranquilidad cuando yo era niño. Estas palabras eran: «Las clases bajas huelen»".
Orwell no se hubiera imaginado entonces que 90 años después un director surcoreano exploraría los mismos temas y, al hacerlo, lo contradiría: los prejuicios olfativos también son cosa de Oriente.
En su película Parasite (2019) –"una comedia sin payasos, una tragedia sin villanos", según Bong Joon-ho–, el olor corporal funciona como una herramienta aguda para mostrar las brechas de clase. En este caso, entre una familia excesivamente rica –los Park– que desprecian el olor de los integrantes de otra familia miserablemente pobre –los Kim–, que vive en uno de los sórdidos semisótanos conocidos como "banjiha" en Seúl: construidos en los 70 para funcionar como búnkeres en caso de una emergencia nacional, allí la luz solar apenas ingresa y el rey es el moho que crece en la pared. No importa cuántas veces laven la ropa, ni cuánto esfuerzo ponga en encajar al imitar los modales y las actitudes de los privilegiados: nunca se libran de esta marca. Siempre huelen mal. "Como si la pobreza no fuera solo la ausencia de dinero, sino una sensación física", escribió Paul Auster en La invención de la soledad.
Los prejuicios de clase denunciados en su momento por Orwell y reflotados por Bong son antiguos. A partir del siglo XVIII, en la literatura comienzan a aparecer menciones de los "olores sociales": antropólogos se empecinaron en analizar toda clase de amenazas invisibles como el olor del anciano, del borracho, del obrero, de los solteros, el hedor del gangrenoso y del marinero. Reales o imaginados, estas emanaciones operaban como marcadores de identidad. Fueron usadas tanto para legitimar desigualdades y la estratificación de clase como para justificar la segregación y aniquilación: menciones al "olor del judío" se encuentran en el discurso nazi; referencias al "olor del negro" impulsaron casos de discriminación en Estados Unidos y Brasil, como ocurre también con el "olor al inmigrante" o el "olor del refugiado".
En Parasite, un miembro de la familia adinerada menciona: "Las personas que usan el subterráneo tienen un olor especial". No es un comentario ligero. En Corea del Sur, el olor corporal es más que un tabú. En especial porque los coreanos, como millones de asiáticos, curiosamente no producen tanto mal olor al sudar. Una investigación realizada por los epidemiólogos Santiago Rodríguez e Ian Day de la Universidad de Bristol mostró que la gran mayoría de la población asiática tiene una mutación genética de un gen llamado ABCC11 que detiene la producción de los compuestos del sudor con los que suelen interactuar las bacterias de la piel y que provocan olores desagradables.
Esto ha hecho que las marcas de desodorantes y antitranspirantes extranjeras hayan fracasado en Asia: en Corea, en China y en Japón, menos del 10% de la población usa estos productos, bastante difíciles de encontrar.
Compañías como Unilever han intentado sin éxito toda clase de estrategias publicitarias. Quizás con la lucha de clases expuesta en Parasite apunten a una herida abierta por Bong Joon-ho: la humillación y la vergüenza social de no pertenecer.