La comunidad rusa en Argentina se gestó en diferentes olas migratorias, la mayoría de las familias escaparon de las vicisitudes que generaron la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Otros se alejaron después de la Revolución de Octubre. Los acuerdos y desacuerdos con este acontecimiento, uno de los más importantes del siglo XX, son parte del ADN de todos. La historia de la familia Jarmoluk reúne mucho de lo que representa a una comunidad que conserva sus costumbres más antiguas como tesoros.
Un retazo de tela como cofia, otro como pollera. La nena acuna su muñeca. Juega ajena al frío, al hambre. Al menos por un rato. La nena juega con su muñeca hasta que se cansa, se aburre o ya no puede. Entonces le saca las telas y tira el leño a la estufa para alimentar el fuego. Las telas servirán al otro día o más tarde para seguir jugando, cuando elija otra madera para vestir y fingir que tiene una muñeca.
Ana Stroganova nació en 1937 en las afueras de Tomsk, Siberia. La distancia con Moscú parecía inmensurable, mejor pensar que entre aquellas ciudades, en plena guerra, las separaban cuatro husos horarios y unos cuantos grados menos de temperatura. Cinco años tenía cuando a la aldea en la que vivía llegaron deportados los alemanes del Volga, movidos de sus tierras por el estalinismo y “reubicados” en casas de tronco sin puertas ni ventanas. La nieve, el frío eran una amenaza. La madre de Ana –por entonces encargada de controlar el buen estado de los rieles ferroviarios, siempre blanco de algún posible sabotaje– fue quien organizó a la comunidad para asistir a esa gente. “Pero son alemanes”, les decían algunos. “Son chicos”, respondía ella y juntaba almohadas de pluma, mantas para tapar las aberturas y ayudarlos así a combatir el frío. Ana llevaba la poca comida que tenían para compartirla con esos chicos. La madre de uno de ellos, agradecida, le regaló una muñeca de porcelana. La nena jugó con ella un rato largo. Después, como hacía siempre, abrió la salamandra y la tiró al fuego. Su madre vio la escena: la abrazó entre lágrimas.
“No sabía lo que era una muñeca”, dice Silvana Jarmoluk Stroganova, la hija mayor de Ana y actual presidenta del Consejo Coordinador de Organizaciones de Compatriotas de Rusia en Argentina, varías décadas después y a miles de kilómetros de su tierra natal, en un bar de San Telmo. “Crecimos sabiendo que la inmigración es una tragedia, no una felicidad. Que ser un país de inmigrantes implica que las raíces psicológicas están dañadas, porque hay una ruptura muy grande. El hecho de sostener tu cultura implica mucha pérdida o mucho aguante. Hay gente que vino y se olvidó para siempre de sus raíces, no las inculcaron. En nuestro caso, no”.
De lo que habla Silvana es de lo que le pasa a todo inmigrante. Sin embargo, las raíces soviéticas en plena Guerra Fría, fuera de Europa del Este, tenían otro peso. Para ella, el choque entre lo que aprendía en su casa con lo que se le imponía en la escuela primaria le marcó el carácter: “Recuerdo que en tercer grado, la maestra preguntó quién había sido la primera persona que viajó al espacio, yo levanté la mano y dije Yuri Gagarin. “Noooo, Neil Armstrong”, respondieron los demás. Yo sabía que iba a la escuela a confrontar. Eso me hizo fuerte”.
La anécdota espacial quedó en eso. No así el día que llegó a clase, en plenos años 70, con un ejemplar del libro de lectura soviético titulado Lenin y los niños. Las maestras se escandalizaron y llamaron a los padres de Silvana a una reunión urgente.
Moverse entre esos dos mundos a Silvana y a Ana María, su hermana menor, no solo les forjó un carácter imponente, también les dio una sensibilidad especial y un sentido de la responsabilidad diferente al resto de las chicas de su edad. “En casa se laburaba. Si no limpiabas o no cumplías con tu tarea en la casa, no salías. Libros te compraban siempre, pero lo demás había que ganárselo. La responsabilidad era lo más importante”, cuenta Silvana. Y Ana María agrega: “Nunca comimos nada sin compartirlo. Si nos regalaban un chocolate sabíamos que no era nuestro, sino de todos. No existía la posibilidad de que fuera tuyo”. Es que se habían criado con la historia de su madre recordándoles los tiempos acuciantes de la guerra: “Éramos 13 personas y el pedazo de pan que nos daban lo repartíamos entre todos”.
Paz, pan y trabajo” es el lema del pueblo ruso que se levanta contra la tiranía zarista. “Paz, pan y trabajo” piden los soldados sometidos por la jerarquía, el pueblo hambriento, los obreros y los campesinos explotados. Las voces crecen, las fuerzas se unen en un puño que golpea en los cimientos del régimen. El proceso no se detiene: entre 1905 y 1917 todo es efervescencia. En octubre los bolcheviques se imponen con Lenin a la cabeza, poco después nacía la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
“La revolución de 1905 fue el ensayo, la de 1917 la coronación”, explica Martín Cortés, estudiante avanzado de Historia en la UBA, especializado en Rusia. “Demasiados elementos favorables para un estallido se dieron juntos: la guerra, el hambre, enormes masas de gente sufriendo las mismas penurias apiñados en edificios colectivos. Cuando la chispa se encendió, durante las manifestaciones por el Día de la Mujer en marzo de 1917 (febrero, en aquel entonces), nada pudo hacerse. El zar abdicó y se formó rápidamente un Gobierno Provisional que tuvo su principal opositor en el Soviet de Petrogrado. De todos los partidos políticos, los que mejor entendieron lo que estaba pasando fueron los bolcheviques. La icónica imagen de Lenin subido a una tarima dando un inflamado discurso a cientos de obreros no es solo una bella postal de manual: esa imagen muestra la potencia de Lenin y los bolcheviques como oradores en un contexto en que la oratoria era capaz de alterar la toma de decisiones en el Soviet. Durante los meses del «doble poder» (Gobierno Provisional versus Soviet de Petrogrado), los bolcheviques fueron agitando cada vez más fuerte una bandera y un programa cuasi anarquista: «Todo el poder a los soviets». Cuando el general zarista Kornílov intentó su golpe reaccionario en septiembre, la agitación en Petrogrado volvió a los niveles de febrero y julio, y se convocó a un congreso de todos los soviets rusos en la capital, donde el mandato era derribar al Gobierno Provisional. Aquel congreso nunca llegó a realizarse: su sede, el Palacio de Invierno, fue tomado por los bolcheviques la madrugada previa con la noticia de que los miembros del Gobierno Provisional habían escapado o habían sido detenidos. Los bolcheviques como vanguardia autoproclamada se colocaban, así, sin intervención directa de las masas, en la cúspide del proceso, generando encontronazos al interior del movimiento revolucionario. Eso fue Octubre: un golpe de mano realizado por un partido que tenía muy en claro que la historia podía y debía forzarse hacia delante”.
El proceso siguió con la sangrienta Guerra Civil Rusa en la que el ejército Rojo se impuso sobre los Blancos, que buscaban reponer el imperio zarista. En diciembre de 1922 fue creada la Unión Soviética con la fusión de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia, la República Federal Socialista Soviética de Transcaucasia, la República Socialista Soviética de Ucrania y la República Socialista Soviética de Bielorrusia.
Con el triunfo de la revolución de Octubre, una oleada de rusos blancos –entre ellos, miembros del ejército zarista, intelectuales, religiosos y la corte del zar Nicolás II; también aquellos que se hicieron pasar por aristócratas para acomodarse en la elite porteña– buscaron asilo político en América del Sur. Buenos Aires se mostró como un faro para ellos. Ya sin cónsul en Argentina, la iglesia ortodoxa ubicada frente al Parque Lezama se convirtió en la representación política de los exiliados. Entre los que escaparon de los bolcheviques estaba el general de Infantería Iván Timoféyevich Beliáyev, que recaló en Paraguay junto con otros oficiales del zar. Sus dotes militares fueron la clave para la reconstrucción del ejército paraguayo después de la Guerra de la Triple Alianza. Incluso, sus tácticas militares cosacas fueron fundamentales en la Guerra del Chaco, que confrontó a Bolivia y Paraguay durante tres años, con un saldo de 90.000 hombres de ambos bandos.
Corría la década del 20 y Beliáyev junto con los otros rusos pensaban en armar una Rusia fuera de Rusia. La Primera Guerra Mundial había terminado. El saldo para la naciente URSS es la pérdida de parte del territorio de Bielorrusia y Ucrania a manos de Polonia. Esa población soviética buscó salir, recuperar sus raíces. Así, más de 100.000 personas, aldeas enteras, llegaron en barcos a la Argentina y remontaron el Paraná para llegar a la selva paraguaya y abonar el proyecto de Beliáyev. En este marco, en 1936, los abuelos de Silvana, que habían perdido su tierra y trabajaban a destajo para los polacos, llegaron a Encarnación. También estaba Basilio Jarmoluk, su padre, que por entonces era un nene de poco más de un año.
“El primer idioma que habló mi papá es el guaraní, que aprendió de los aborígenes de la selva paraguaya”, cuenta Silvana. “Esa inmigración le costó la vida a mucha gente. No estaban acostumbrados a las plagas y a las enfermedades que tenían que combatir con los curanderos de la zona”, dice Ana, y agrega que por estas vicisitudes buscaron la forma de volver a la URSS, a reencontrarse con su tierra, con sus ideas.
En el marco de la Segunda Guerra Mundial, un grupo importante de la colectividad decidió cruzar el río para dejar Paraguay y llegar a Avellaneda, Lanús, San Martín, Berisso, Llavallol y Buenos Aires, donde formaron sus clubes para mantenerse organizados. A escondidas del peronismo –que había declarado la neutralidad argentina ante el conflicto–, juntaban y mandaban cosas para el frente aliado en guerra. La idea de la mayoría era hacer uso de la nacionalidad soviética que habían conseguido por medio del consulado en Uruguay –único país de América latina que reconocía al país socialista– y volver a la madre patria. Basilio y toda su familia se afincaron en Villa Domínico a la espera del final de la guerra para hacerlo. Las ideas socialistas que circulaban en la familia crecieron en ese entonces. La Unión Soviética era su patria.
El barco que los llevó hasta Odesa en 1956 fue el primero que salió de Argentina una vez restablecida la relación diplomática entre los países. Reorganizar la vida familiar les llevó tiempo. El Estado les había dado donde vivir. Basilio y sus hermanos vieron en las minas de carbón una forma de poder hacer pie económicamente. Su madre sufría ante el peligro que corrían cada vez que se metían en las entrañas de la tierra para ganarse el pan. Hasta que un desmoronamiento lo dejó atrapado días en el fondo de una mina. Sobrevivió de milagro. A los 24 años volvió a nacer y no desaprovechó la oportunidad: se fue de las minas y sus habilidades como carpintero y diseñador de muebles le sirvieron para entrar en una de las empresas constructoras de la zona.
Ana Stroganova –que actualmente es la representante de la Casa Rusa en Mar del Plata– llegó a Crimea, Ucrania, después de hacer sus prácticas en Ciencias Económicas en la frontera con China. Ahí la esperaban más que números: en la fábrica donde trabajaba haciendo proyecciones y revisiones de cuentas conoció a Basilio Jarmoluk. Se casaron en el 63 y tuvieron a su hija Silvana en enero de 1965.
Para entonces, Ana había sido enviada a revisar los libros de un conglomerado de fábricas de vinos. Su trabajo detallado detectó que había un manejo extraño de dinero y fue a fondo: enjuició a los responsables y, a pesar de haber ganado el litigio, no se quedó tranquila.
Por su parte, Basilio y sus hermanos ya estaban pensando en volver a la Argentina. “Ellos se habían formado con una idea romántica del socialismo, pero al regresar y ver que no todo era como ellos pensaban (la corrupción, el progreso de los que estaban en el poder y el sacrificio de ellos como obreros), los hizo pensar en volver”.
La situación de Ana terminó de definirlos. Él volvió a Avellaneda y se afincó, a la espera de su esposa y de su hija, que llegaron en noviembre de 1965; las recibió una Argentina convulsionada que desembocó, al poco tiempo, en el golpe de Estado que derrocó al presidente Arturo Illia. Ana enseguida consiguió trabajo como costurera en una fábrica, pero la echaron por tratar de organizar a los trabajadores. Entonces le pidió a Basilio buscar otro lugar donde vivir. Así llegaron a Mar del Plata. Ahí, juntos, montaron una tapicería que, con el tiempo, se convertiría en una de las mejores de la ciudad.
Ana maría jarmoluk es la primera de la familia que nació en Argentina en 1969. Sin embargo, el vínculo con la cultura de sus padres fue instantáneo. Su mamá no hablaba castellano en casa. “Mamá no sabía español al llegar, no quería hablar en español; prohibió el castellano en casa, no te contestaba si no le hablabas en ruso”, cuenta Ana María, y recuerda que las lecturas de libros en ruso, los cuentos, la música, el cine la formaron desde muy temprano. “Nos contaba las maravillas que nunca habíamos visto, los paisajes infinitos de Siberia, las tradiciones, los seres mitológicos y exóticos más todo lo social y cultural que para nosotros era tan importante”.
Hay una anécdota que Ana María siente que pinta a su madre y que tiene como escenario la rambla de Mar del Plata. Ella caminaba con su marido, de paseo, hablando el ruso. Una señora se le acercó y le comentó que ella también era de allá, que era la descendiente directa del poeta Pushkin y que “era un desastre todo lo que se estaba viviendo en la Unión Soviética”. Enseguida, la señora tuvo su respuesta: “Gracias a la Unión Soviética, a Pushkin lo conocen por lo menos un poco; si fuera por sus descendientes, todo sería una colección privada”. “Para ella su patria era intocable”, agrega Silvana.
Las dos hermanas crecieron con la idea de hacer todo lo posible para ir a estudiar a la Unión Soviética. Para lograrlo, se sacaban siempre las mejores notas durante toda la secundaria, con la ilusión de conseguir alguna beca. Silvana terminó la secundaria con la idea de ser arqueóloga. Se postuló para una beca y se fue a la URSS en 1984. Aunque no necesitó la preparatoria de idioma, no la aceptaron: la arqueología era solo para soviéticos, los yacimientos eran secretos. “Me quería matar, fue una frustración muy grande… en una semana decidí, por descarte, estudiar filosofía, y eso hice durante tres años. Cuando llegó mi hermana, me postulé para la Facultad de Guion”.
Ana María, por su parte, entró en el Teatro Colón a los 12 años, y estuvo a punto de viajar a Rusia para formarse en una de las escuelas de danza más prestigiosas del mundo. Yuri Grigórovich, el gran bailarían del Teatro Bolshói, la vio y le dijo que si conseguía un tutor en la URSS la esperaban allá.
Su carrera incipiente como bailarina la hizo dejar Mar del Plata rumbo a Avellaneda, donde vivió con su abuela. Ana María sabía hablar muy bien en ruso, pero no podía escribirlo del todo bien. La mejor forma de aprender fue redactar dos cartas por semana para mandar a la familia de su abuela.
Con el tiempo dejó el baile; al terminar el secundario, estaba preparándose para entrar en la escuela de cine. No sabe bien cómo llegó a esa carrera, sí que la influencia de su madre inculcándole el mejor cine fue determinante. “Una de las primeras películas que vi en el cine fue Barry Lyndon”, cuenta Ana María y recuerda que se quedó impactada pensando en el personaje del nene que cae del caballo.
Juntas, Silvana y Ana María, se formaron en una de las escuelas de cine de la URSS. Hoy juntas, Silvana y Ana viajan por el mundo con Volodia, un documental que cuenta la historia de rusos varados en Argentina después de la caída de la Unión Soviética.
Naranja intenso y negro. fuego. Humo. Tierra arrasada. La resistencia del pueblo ruso ante la avanzada de las tropas napoleónicas. La misma estrategia del ejército Rojo ante la invasión nazi. Naranja intenso y negro es el crespón que la comunidad usa en honor a San Jorge. El caballero de los santos. El santo de los caballeros. Uno de los mártires centrales del santoral ortodoxo ruso. Fuego. Humo. El recuerdo de las batallas de la Gran Guerra Patria. La nostalgia de la tierra lejana. El honor por sus antepasados que cayeron por la libertad del mundo.
La mañana del sábado 6 de mayo de 2017 parece haber traído el otoño a Buenos Aires. El cielo gris. Amenaza la lluvia. En la esquina de Doblas y avenida Rivadavia se empiezan a juntar hombres y mujeres. Llevan en el corazón el crespón naranja y negro. Ese que se reparte desde 2005 como símbolo y recuerdo del triunfo de los soldados rusos sobre el fascismo, el 9 de mayo de 1945. Algunos levantan fotos en blanco y negro, roídas por el tiempo. Rostros duros. Uniformes coronados con la estrella roja, la hoz, el martillo. Es el segundo año consecutivo que la comunidad rusa en Argentina festeja el Día de la Victoria en Buenos Aires. Setenta y dos años pasaron del triunfo definitivo de los Aliados sobre el Eje. Setenta y dos años desde que el mariscal de campo del ejército nazi Wilhelm Keitel firmó la rendición en la sede del mando soviético en territorio alemán. Setenta y dos años desde que la bandera roja de la URSS flameó sobre el Reichstag en ruinas.
Del acordeón salen las primeras notas de “Katyusha”, una de las tantas canciones populares que narran a modo de epopeya homérica los años de la guerra. La voz de un grupo de mujeres entona esa especie de himno que cuenta la historia de una chica que espera a su novio mientras él combate en el frente de batalla.
Oh, canción, canción de la doncella,/ vuela en dirección del luminoso sol,/ y al soldado en el lejano frente/ de Katyusha llévale saludos./ Que él recuerde a la humilde muchacha,/ que escuche cómo canta ella,/ que él defienda a la madre patria,/ que el amor Katyusha mantendrá.
Svetlana escucha la canción entonada en perfecto ruso. Sigue los acordes, la música de ese himno, y llora. Las cejas dibujadas agregan algo de tristeza al rostro surcado por las arrugas de los casi 90 años que carga. En las manos sostiene los retratos de su tío y de su hermana. Él, especialista en energía nuclear. Ella, ayudante de médicos en el frente de batalla. Los dos de uniforme. Ella, con una medalla colgándole del pecho. Svetlana llegó a la Argentina en 1948, desde entonces vive en Buenos Aires.
Sergei llegó en 2001 junto con su madre. Después de la caída de la Unión Soviética nada fue igual para ellos. Los problemas económicos los trajeron a estas tierras, dice Sergei mientras sostiene un cuadro de su abuelo: el aviador Petrakov Vasili Filipovich. Activo combatiente en la toma de Varsovia, de Hungría, de Berlín. A pesar de sentir la Argentina como una segunda patria, todavía vive con la nostalgia de la tierra que dejó atrás. En el pecho lleva la cinta de San Jorge. Él es también un soldado del Regimiento Inmortal.
“Esta es la fiesta de la victoria de la Unión Soviética en la Gran Guerra Patria, la más importante para nuestra comunidad”, dice Viktor V. Koronelli, embajador de la Federación de Rusia en Argentina desde 2011. “Con esta victoria en 1945, limpiamos el mundo de la peste fascista”, agrega. Y explica que el Regimiento Inmortal es el mejor homenaje de agradecimiento a los combatientes que “nos salvaron la vida”.
Valery Leromin es quien marcha al frente de la columna portando la bandera rusa de las tres franjas: blanca, roja y azul. Es descendiente directo de cosacos. Su padre llegó a la Argentina en 1948, donde formó una agrupación para reunir a los cosacos y mantener sus tradiciones. Lleva puesto un sombrero típico, de piel. En el frente no se ve la estrella roja. Sí el águila bicéfala de la época de los zares: en el centro se lo ve a San Jorge en combate a muerte con el dragón. Valery explica que el pueblo ruso siempre fue muy creyente a pesar de la época en la que se prohibió la religión. Su tío Alexander Leromin combatió en la batalla de Stalingrado: la foto de él lo acompaña en la marcha. “Un ruso siempre está dispuesto a dar la vida por su tierra”, dice. Y agrega que para ellos el 9 de mayo es un día muy especial, porque haber logrado expulsar al invasor del territorio fue muy importante.
Entre los que recuerdan a sus héroes, no hay ni banderas ni escudos ni medallas que tengan las efigies de Lenin, ni de Stalin. Lo que se ve es el crespón de la Orden de San Jorge. Referencia ineludible a las condecoraciones de la caballería del Imperio ruso instituida por Catalina II el 26 de noviembre de 1769 para recompensar a sus oficiales y soldados. Suprimida por Lenin un año después del triunfo de la revolución y reinstaurada por el presidente Borís Yeltsin el 20 de marzo de 1992.
Silvana marcha con la foto de Simón, el padre de su madre, zapatero de profesión, que al segundo día de declararse la guerra se alistó a las filas del ejército Rojo y marchó al frente de batalla en la frontera con Finlandia. Después, le tocó partir a la zona de Manchulia hasta el final del conflicto. En 1946, volvieron a esa aldea solo él y uno más. El resto, todos murieron en la Gran Guerra Patria.
El cosmonauta Serguéi Krikaliov despegó de la Tierra rumbo a la estación espacial MIR el 19 de agosto de 1991. Para entonces, los efectos de la apertura política (glásnost) y de la reestructuración económica (Perestroika) impulsados por el secretario general del Partido Comunista Soviético y, como tal, jefe de Estado de la URSS, Mijaíl Gorbachov, bajo el lema “a más democracia, más socialismo”, había erosionado el imperio socialista. El 8 de diciembre de ese mismo año, los presidentes de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia, Ucrania y Bielorrusia firmaron el Tratado de Belavezha, en el que se declaró la disolución de la URSS y se propuso como nuevo agrupamiento la Comunidad de Estados Independientes (CEI). El 25 de diciembre, Gorbachov renunció a su cargo y la Unión Soviética dejó de existir formalmente. Mientras tanto, Krikaliov había aceptado permanecer en el espacio para continuar su misión en la MIR. Al tocar Tierra, el 25 de marzo de 1992, el mundo que él conocía ya no existía.
Algo similar les pasó a los marineros mercantes y pescadores, que vivieron la caída en alta mar en barcos de bandera soviética. La película El fin del Potemkin (2011) del director Leonel D’Agostino retrata la historia de Viktor Yasinskiy y Anatoli Stakievich, dos de los tripulantes del buque pesquero Latar II, al servicio de una empresa lituana, abandonado a su suerte una vez que Lituania se separó de la URSS.
El barco factoría Khronometer corrió la misma suerte. Anclado en el puerto de Mar del Plata, con 80 tripulantes sin documentación, prisioneros en la nave, sin suministros. Tuvieron que trocar partes del barco y de sus propias pertenencias (cámaras de fotos, gorras, insignias soviéticas, entre otras cosas) por comida. Con el tiempo, algunos pudieron volver a Rusia, sin un centavo en el bolsillo. Otros quedaron en la ciudad o migraron a Capital. El casco del barco quedó abandonado y 20 años después fue enviado a desguace. En el interior encontraron arrumbado un cuadro de Lenin.
Silvana y Ana Jarmoluk también abordaron el tema de los soviéticos sin patria en el film Volodia (2017). El seguimiento de un hombre formado en el corazón del sistema socialista y que termina como un mendigo en Buenos Aires es la excusa para retratar un paisaje urbano cargado de desigualdades propias del sistema de exclusión. Y ese panorama contrasta claramente con la historia de Volodia, criado para vivir en otro mundo, incapaz de comprender que aquello que lo formó ya no existe y que lo que tiene por delante es un monstruo descarnado e indescifrable.
“Somos de otro planeta, no de otro país”, dice Volodia con sus palabras, y agrega que prefería vivir en la calle en Argentina a ver (aceptar, podría pensarse) la caída del socialismo.
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