Caléndulas, pensamientos, conejitos, coquetas, prímulas. La lista de ingredientes para la pastelería de Chula Gálvez incluye flores además de azúcares, cremas, chocolates, huevos, frutas y harinas varias. Es la pastelera del momento, la que marca tendencia. La chica de las tortas con flores. La que tiene 12,7 mil seguidores en Instagram y los vuelve locos con su Napoleón con pastelera, culis de frambuesa, frutos rojos y melisa. Su aclamada Pavlova tropical o la torta estrella de la cuarentena: la de mandarinas y harina de cajú.
Es la misma que primero quiso ser actriz, se desilusionó, y se animó a tratar de vivir de lo que tanto la entretenía de pequeña, cuando cocinaba con su abuelo, Roberto Gálvez, corredor de autos de Turismo de Carretera, copiloto de su hermano el mítico Juan Gálvez.
También la que trabaja de pastelera en Orillas, el restaurante del chef Fernando Trocca y sus exquisiteces se lucen en el mostrador de Revolver, en el barrio de Palermo. Tiene 31 años, es vegetariana y está en pareja con otro cocinero, Santiago Pérez, también de Orillas, al que conoció en Miami hace un año y con el que convive "por culpa" de la cuarentena. Tiene planes, muchos. El más inmediato y original: lanzar unas cajas de dulces y poesía inspiradas en Emily Dickinson, gran poeta y cocinera que también decoraba sus platos con flores que recogía de su jardín. Y escribía sus versos en el reverso de sus recetas.
-De actriz a pastelera ¿Cómo fue?
-Muy de los ´90 mis padres se habían traído de Estados Unidos libros de cocina, la super batidora, teníamos un buen horno eléctrico. Había de todo para cocinar pero nadie cocinaba, salvo mi abuelo y yo. Esa era la única manera que tenía de comer algo dulce, mi mamá era muy de "no coman golosinas", "no coman nada que engorde". Pero sí me dejaban cocinar. Entonces hacía mis cookies de chocolate…En paralelo arranque estudiando teatro con Julio Chávez. Después, Arte Dramático en la Universidad de El Salvador. Por un momento era solo la actuación. Pero hice "La Jaula de las locas" en la Avenida Corrientes y me desilusioné. No era lo que esperaba. Mi analista me dijo que tampoco uno tenía por qué hacer solo una cosa, que si tenía otros intereses los explorara. Y así empecé de manera intuitiva con la cocina.
-Ya tenías la escuela del abuelo
-Él tenía una cabeza muy de mecánico en la cocina. Siempre quería arreglar las cosas. Transmitía mucho amor desde ese lugar y eso fue lo que me atrapó de entrada. Después del accidente de su hermano Juan Gálvez, todos largaron las carreras y ahí le dedicó más tiempo a la cocina. Estaba obsesionado con el dulce de membrillo. Quería que le saliera clarito, y no le salía. Decía que le pasaban mal la receta a propósito. También hacía zapallitos en almíbar, un Lemon Pie arroyado que es el preferido de mi papá...
-¿El primer sueldo como pastelera?
-Fue en la cantina San Gennaro, en el Bajo Belgrano. Es de la familia de los Quintero, de un hermano de El Zorrito. Me llevó de pastelera una amiga que trabajaba ahí de cocinera. Budín de pan, marquise de chocolate...Me quedé hasta que en el 2015 aproximadamente surgió una propuesta que me encantó: Pueblo abierto, de Delfina Magrane. Se trata de un emprendimiento social que busca profundizar las raíces culturales de la Argentina y toma la gastronomía como herramienta, como vínculo entre las personas. Hacíamos festivales gastronómicos. Fue en uno de esos, en Corrientes, que conocí a Germán Martitegui, a Narda Lepes.
-¿Esos primeros contactos abrieron otras puertas?
-Y sí, te acercan. Así conocí a los chicos del Parador La Huella, de José Ignacio, Uruguay. Me encantó lo que hacían y ese verano arranqué con una pasantía allá, en La Caracola. Es un lugar increíble, como una islita entre el mar y Laguna Garzón. Los turistas llegan en botes a pesar el día. Los esperábamos con unas carpas armadas, un menú increíble. ¡Lujo rústico! A la vuelta ya era otra...sabía bien qué quería. Y me metí a estudiar pastelería en el IAG (Instituto Argentino de Gastronomía), a trabajar junto a Juliana López May en sus talleres, sus eventos.
-¿Y las flores? Ya estaban en tus tortas, en tus creaciones.
-Cada vez que podía las metía. Pero estaba en plena etapa de formación. Por suerte siempre vendían flores en el Barrio Chino de Belgrano. La estética es algo que naturalmente me interesa. Siempre que las conseguí, las usé a mi favor. Enteras o solo sus pétalos. En Infusiones. También como ingrediente: polvo de rosas, hibiscus (NR: más conocido como Flor de Jamaica o Rosa China). Ahora estoy con los chicos de Ciencia y Gastronomía, vamos a hacer un seminario de flores comestibles. Hay mucha curiosidad. A las flores las podés cocinar, estampar, jugar desde lo estético.
Las temporadas de verano y los viajes fueron claves en la formación como pastelera de Chula, que en realidad se llama Julieta. Después de La Caracola, hubo otro enero en Punta del Este. Fue en el Mostrador Santa Teresita. Desde entonces forma parte de la familia Trocca.
-¿Qué pasó con la actriz?
-Ese lugar está. Seguí trabajándolo con Nora Moseinco, una mujer muy interesante. También aprendí mucho con Augusto Fernándes. Lo que me pasó desde entonces es que solté la idea de "quiero actuar para vivir" y fui moviéndome de acuerdo a las oportunidades que fueron surgiendo. Mis amigos son actores. La actuación es un lugar creativo muy interesante y lo necesito como tal.
-Aunque estabas encaminada, un día decidiste vivir "la experiencia gourmet" en Estados Unidos
-En Santa Teresita había conocido a un cocinero amigo de Trocca, Alvaro Dalmau, Árbol le decimos, y un día me llamó, sabía que yo tenía ganas de ir para allá porque mi hermana vive en Nueva York, y me ofreció acompañarlo a un trabajo que le estaban ofreciendo. El tema es que, finalmente, el proyecto original para el que viajamos no salió, y terminamos trabajando juntos en "Rosarito y Shelter", dos restaurantes unidos por una misma cocina. Son pareja y argentinos. Ahí fui subchef hasta que me fui a hacer la carta de postres a Orilla Miami y lo conocí a Santi (su pareja). Hubo después unos pop ups en Nueva York pero ya me vine. Hay cosas pendientes en Miami para la pospandemia, veremos. Con Santi nos queremos ir juntos. ¡Está todo tan incierto! Lo que si sé es que quiero seguir explorando. Me entusiasma mucho la repercusión que hay de toda la alimentación vegana. Intento expresarlo casi como un ejercicio mental, salir de lo que estamos acostumbrados a consumir. Manteca, harina, huevo.
-¿Y el sueño romántico de vivir arriba de la pastelería propia? ¿Existe?
-Existe (risas). Me encantaría mi propio lugar. Siento que es un poco como tener un hijo. Lo veo pronto. Realmente quiero poner toda la energía en un solo lugar. Me cuesta imaginar bien dónde estaría. Seguro sería en Argentina. Me encantaría que se llame "Confitería Chula". Adoro el concepto de confitería.
Para Chula Gálvez solo se trata de seguir andando y soñando. Porque como dijo su querida Emily Dickinson: "Nunca hay que estropear un sueño perfecto manchando su aura, mas bien hay que ajustar la rutina diaria para volver a soñar".
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