–¿Vas a ir a Christiania? ¡Es como Disney! ¿Para qué? Este tipo de comentarios recibo cuando al anunciar una visita a esta zona diferente, hippie y polémica en el centro de Copenhague.
Para llegar a Christiania hay que pasar por Christianhavn, un barrio céntrico y exclusivo. Canales, yates, la iglesia de Nuestro Salvador y enseguida aparece el cartel que anuncia la entrada a Christiania, una comunidad libre y autoproclamada independiente del estado danés a pesar de estar en medio de la ciudad.
Christiania –el nombre es por el rey Christian IV– da vida a una sociedad experimental y alternativa que tomó terrenos militares en 1971, y hoy resiste en uno de los lugares más caros de Copenhague.
Son 34 hectáreas que, según sus habitantes, se consideran afuera de la Unión Europea. Al entrar se lee: "Christiania" y al salir "Usted está ingresando a la Unión Europea". Para muchos Chrisitiania es un país.
El lugar tiene su bandera –roja con tres puntos amarillos en el centro por las tres i del nombre– y no están permitidos los autos ni las drogas duras ni la violencia. Igual cada tanto hay situaciones violentas.
En Chrisitiania viven alrededor de 800 personas (100 son niños) y se ven extranjeros de paso, se quedan unos meses, hacen su experiencia y siguen viaje.
Ni bien entro veo plantaciones de marihuana de casi dos metros de altura, plantas sanas, fuertes, listas para cosechar. Las calles no tienen nombre salvo una: Pusher Street. Ahí, como en una feria de gastronomía, hay stands de venta de porros en tubos de ensayo listos para fumar y también hachís de distintas variedades, preparaciones e intensidades (tienen nombres como pussy juice, bubble gum, dance pot y Pineapple Express). Paso con la cámara colgada al hombro y recibo miradas fulminantes. En esa cuadra está prohibido sacar fotos. Cada tanto aparece la policía en el barrio con bombas de estruendo y gases lacrimógenos. Se decomisan las drogas, los vendedores corren y los incidentes salen en las noticias, pero después de algunas semanas todo vuelve a su lugar.
Salvo esas dos cuadras tensas, Christiania es un barrio-jardín a orillas de un lago y los canales desde donde se ve la planta procesadora de basura Copenhill.
Los habitantes de Copenhague lo atraviesan en bici y lo usan para correr; muchos lo ignoran, otros lo repudian y bastantes viven ahí. Me crucé con Malu, una mujer de Groenlandia con cara de esquimal que vive acá hace años, en la casa de uno de los primeros habitantes. Tiene más de setenta y se la ve ágil, con su mochila, caminando entre los árboles verdes por el verano. Este lugar, dice, la hizo dejar el alcohol.
Antoni, por ejemplo, es polaco y durante los ocho meses que vivió en Christiania no utilizó dinero. Nada. Ni una corona.
–¿Cómo? –le pregunto mientras conversamos frente a un restaurante vegetariano que se llama Groensagen.
–El terreno donde puse mi carpa me lo prestaron y comer fue fácil porque en Copenhague existe una red de comida colectiva gratuita. Quería probar si era posible, ahora que sé que se puede estoy pensando en fundar una comunidad en Ouch, Polonia.
Entre las arboledas de Christiania veo una muñeca azul sobre un cerco, una estupa de Nepal, unos chicos que fuman y ríen frente al lago y un gigante hecho de pallets usados que se llama Green George y es uno de los diez que el artista Thomas Dambo escondió en distintos parques de Copenhague. Hay un club de jazz sobre el lago, puestos de artesanías, perros callejeros, un par de restaurantes baratos y una ferretería repleta de gente porque tiene los mejores precios de la ciudad.
Después de muchos años de conflicto con el gobierno danés, hace unos años se llegó a un acuerdo y se estableció una fundación a partir de la cual Christiania está comprando Christiania a través de acciones –de 14 a 6.700 euros– que vende a los visitantes y a los potentados que quieran apoyar la causa. Los vecinos empezaron a pagar agua y luz y, lentamente y en un acto de tolerancia y aceptación, el sistema danés cobija la excepción a su modelo de consumo y gobierno.
En una intersección de calles encuentro un freeshop,un ropero enorme adonde algunos llevan ropa que no usan y otros buscan ropa que necesitan o les gusta. Nadie lo atiende, se maneja solo: hay que entrar en el ropero y revolver. Veo una remera negra que dice Christiania Tour y me la llevo de recuerdo como un souvenir de la utopía aunque sea un poco grande.
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